RICARDO CASTRO (1864-1907)

Concierto para piano y orquesta

Ricardo Castro al piano

Ricardo Castro = Vals capricho.

Cualquier melómano, muchos estudiosos y –por qué no- la gente que quizá no está tan identificada con la música de concierto, recurre a la fórmula presentada líneas arriba. Como suele pasar en otros casos de la cultura nacional, Ricardo Castro es, desafortunadamente, el típico ejemplo de ser recordado –y difundido- por prácticamente una sola obra. De pronto no sería ocioso pensar que la misma fórmula debe repetirse en autores como Moncayo = Huapango, Ponce = Estrellita, Chávez = Sinfonía india, Revueltas = Sensemayá, Galindo = Sones de mariachi. En efecto, suena demasiado radical, pero a ciertos niveles de las consideraciones actuales al arte en México (remember José Luis Burgés?), hoy más que nunca esos ejemplos son básicos en el pensamiento de la cúpula cultural. Sin embargo, no todo debe ser tan oscuro y nefasto como los dirigentes del país están empecinados en hacernos creer, y de tal suerte es que vemos por aquí y allá, cuales destellos fugaces que irradian conocimiento y alivio, los rescates o exhumaciones de algunos autores valiosos para México y de sus obras. En este sentido, el rescate de Ricardo Castro y de su espléndida producción musical me parece uno de los grandes aciertos que pueden ocurrir en los albores del siglo XXI, y que en el caso del Concierto para piano de este autor dicho rescate comenzó hace, probablemente más de 50 años, con el empeño y fortaleza artística del pianista Miguel García Mora, quien fue uno de sus más exigentes y finos difusores durante décadas en el siglo XX, además de otros célebres intérpretes de impresionante factura: Eva María Zuk y/o el pianista cubano-estadounidense Santiago Rodríguez (quien, además, grabó el Concierto durante una gira de la Sinfónica Nacional de México y Francisco Savín en Los Ángeles, California, hacia 1988) y, más recientemente, Rodolfo Ritter.

El recobrar el arte de Castro nos permite echar un vistazo rápido a su vida: Ricardo Castro nació en Durango el 7 de febrero de 1864, producto del enlace matrimonial entre el Licenciado Vicente Castro y doña María de Jesús Herrera. Al entender los padres que el pequeño Ricardo de seis años de edad sentía gran pasión por la música lo inscribieron en clases particulares con el profesor de piano Pedro H. Ceniceros. Dos años después los avances de Ricardo eran fascinantes; prueba de ello son las diminutas piezas de salón que compuso e tan tierna edad y que gozaron de enorme aceptación en los círculos más destacados de la sociedad duranguense. Hay quien dice que ello ocurrió pues el padre de Ricardo era un litigante respetado y nadie chistaría ante las presentaciones públicas de su hijo; sin embargo, siempre es bueno dejar este tipo de comentarios al beneficio de la duda y pensar que –realmente- las inocentes creaciones de Castro eran de gran valor.

Pasó el tiempo y en 1877 el Lic. Castro fue llamado a la ciudad de México para cumplir con un puesto en el Congreso, gracias a lo cual Ricardo se inscribió en el Conservatorio Nacional y prosiguió su instrucción con el Prof. Salvatierra en piano y Melesio Morales en composición, a lo cual añadió sus cursos de perfeccionamiento con quien era considerado máximo pianista mexicano de esos tiempos: Julio Ituarte. Su impecable técnica y gran imaginación como compositor le granjeó la invitación para participar, como representante mexicano, en la Exposición Universal de Nueva Orleans, en Estados Unidos, en 1885; esa fue la catapulta que lo llevaría a ofrecer sendos conciertos en Filadelfia, Nueva York, Washington y otras ciudades de la Unión Americana. Cuando Ricardo Castro retornó triunfante de esa gira, su actividad en México se circunscribió a la composición, confeccionando innumerables colecciones de piezas de salón que estaban muy en boga en la sociedad mexicana de las postrimerías del siglo XIX.

El Imparcial anuncia la muerte de Ricardo Castro

A este respecto, me gustaría citar ahora a José Antonio Alcaraz quien, siendo un adolescente, escribió: “…En esa época México carecía aún de un territorio propio para el desarrollo del arte musical… Castro tiende naturalmente a dirigirse al asilo francés: el más confortable, de mayor elegancia y el de más bella dote melódica, renunciando así tanto a la vulgaridad como al academicismo.

“…Cualquier indecisión, cualquier falta, cualquier amaneramiento incluso, son debilidades de su tiempo (en México) y no tanto de él… se habla de la renuncia de los compositores reconocidos al éxito fácil, pero decirlo de Ricardo Castro no es simple imagen de enaltecimiento gratuito. En efecto, Castro fue aplaudido por un público (mexicano) falso el cual se le hubiera entregado totalmente y le habría exigido al poco tiempo una vulgaridad criminal para su talento; por esto, reconociendo el peligro de ver nulificado cualquier intento propio o ajeno positivo a favor de la música mexicana, renunció al aplauso de la falsa aristocracia porfiriana…”

Aún así, con ese panorama en la vida musical de México, Castro compuso ávidamente y consiguió partituras de innegable valor artístico (y que, como México parece no tener memoria, hoy están llenas de polvo en los archivos): de aquel período datan el poema sinfónico Oithona, dos Sinfonías, y una ópera que quedó inconclusa, Giovanni d’Austria, por razones tan estúpidas como reales: Se dice que al fundarse el llamado grupo de Los seis (mexicanos, con acento francés) comandado por un condiscípulo de Castro, Gustavo E. Campa, Felipe Villanueva y el propio autor del Vals capricho, los miembros del grupo aborrecieron la idea de una ópera “italianizante” (claro, todo debía tener el “gusto francés”) y Castro prefirió dejar el manuscrito tirado por ahí.

Caricatura de Castro publicada en La tarántula el 19 de julio de 1902

En 1892 ocurrió un importante acontecimiento para la vida cultural mexicana: se fundó la Sociedad Filarmónica Mexicana, y Castro fue invitado para tocar como solista el Concierto de Grieg en la gala inaugural que ocurrió el 17 de junio de ese año en el Teatro Nacional (de cuyos cimientos se levantó, años más tarde, el Palacio de Bellas Artes). Ocho años más tarde Castro fue llamado a impartir cátedra en el Conservatorio, y su trabajo era tan respetado que se le promovió para convertirse en director de la institución. Sólo que, como es obvio en este mundo cruel y malhadado, las envidias flotaban en el aire y diversas cizañas no permitieron que Castro obtuviera el nombramiento definitivo. Y ¿sabe usted de quién vinieron los chismes? Nada menos que de uno de los profesores de Castro, el célebre pero muy envidioso Melesio Morales. Afortunadamente el tiempo y, más que nada, la justicia, siempre dan la razón y ponen en su lugar a quien realmente lo merece: Castro obtuvo un sonado éxito con el estreno de su ópera Atzimba en el Teatro Arbeu de la ciudad de México, el 20 de enero de 1900; y para el año 1901 recibió un premio del periódico El imparcial, con el cual presentaría tres importantes conciertos en el Teatro Renacimiento (siendo en uno de los cuales que estrenó el famoso Vals capricho), así como pudo costearse su residencia en Europa, específicamente en París, durante un lapso considerable. Esto último fue más que nada posible gracias a los beneficios de su fama con el régimen porfirista, que le otorgó una “renta” mensual de 500 francos para su residencia en París y viáticos por 700 pesos (¡de aquellos!), con el único propósito de que perfeccionara su técnica y difundiera la “buena música mexicana” (que sabía más a “gâteau” francés que a pastel azteca). A su llegada a Francia, lo primero que hizo Castro fue promover su producción musical con estupendos resultados, pues en muy poco tiempo logró que se estrenara su Concierto para violoncello con el solista Marix Loevensohn, tan sólo tres meses después de su arribo a Europa. Gracias a este cellista dicha obra fue presentada también en Bruselas, por lo que Castro fue invitado constantemente a ofrecer conciertos en Bélgica, siendo el punto culminante de esas actuaciones el estreno mundial (con él como solista) de su Concierto para piano, lo cual ocurrió en la Sala del Jardín Zoológico de Amberes el 28 de diciembre de 1904 bajo la dirección del “Maestro Keurvels”. Esta obra comparte con otras partituras de Castro (como es el caso de su Concierto para violoncello) un lenguaje definitivamente enclavado en los procedimientos sonoros del romanticismo del siglo XIX, con trazos orquestales muy rimbombantes y espectaculares, y su materia sonora solista encuentra antecedentes en la literatura sonora de Franz Liszt. Así pues, este Concierto para piano constituye, quizá, la primera gran pieza concertante para el instrumento que algún compositor mexicano haya escrito hasta el momento, y que posteriormente siguieron su senda obras como el Concierto romántico de Manuel M. Ponce y el Concierto de José Rolón.

Ricardo Castro en 1902

La gloria cubrió a Castro a su regreso a México en 1906, desembarcando como todo un conquistador del Viejo Mundo, además de haber asegurado la publicación de varias de sus partituras: el Concierto para piano fue editado por la casa Hofmeister de Leipzig, que también se encargó de publicar el libreto de su flamante ópera La leyenda de Rudel (nada nacionalista, pues trata de los avatares de un trovador provenzal del siglo XII y, más aún, su texto está en francés, aunque en su estreno en México tuvo que traducirse al italiano). Después de La leyenda de Rudel Castro produjo dos óperas más (¡mexicanísimas ellas!): Satán vencido y La Roussalka. Para 1907 Castro fue nombrado, finalmente, director del Conservatorio Nacional, a pesar de todo y de todos. Sin embargo, el pianista y compositor no vivió suficiente para dejar su huella en la institución educativa, pues falleció –inesperadamente- el 28 de noviembre de 1907, probablemente a causa de lo que en aquellos tiempos definieron los médicos como “pulmonía fulminante”. El duelo nacional no se dejó esperar, y las exequias del ilustre Ricardo Castro estuvieron presididas por el entonces Ministro de Educación, don Justo Sierra. Sus restos fueron depositados (como ironía del destino) en el Panteón Francés de la ciudad de México. Fueron tres días que México se vistió de luto en respeto al más eminente músico mexicano de su generación.

A la desaparición de Castro, su colega Gustavo E. Campa escribió un texto en la publicación Críticas Musicales en 1911, y al leerlo podemos trasladarlo perfectamente al casi nulo conocimiento que se tiene en nuestros tiempos de la música de este autor:

“El duelo provocado con la muerte de Ricardo Castro, no por haber sido tan sincero, unánime y profundo, deja de ser menos consolador. Cuando la pena se extiende hasta los últimos rincones y llega hasta el alma del pueblo, y la sacude, y la hace prorrumpir en sollozos, hay para qué meditar y por qué consolarse. Si por unos instantes volviese a la vida el infortunado artista y contase una a una las lágrimas que su ausencia ha provocado, no desconfiaría más, ni repetiría (sus) amargas palabras: Voy a tocar… para que no se olviden de mí…

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Fragmento del segundo movimiento y tercer movimiento del Concierto para piano de Castro. Rodolfo Ritter, piano. OFUNAM. Jesús Medina, director.