GIUSEPPE VERDI (1813-1901)

EN CONMEMORACIÓN DEL 118 ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO DE GIUSEPPE VERDI (2019)

Vista de los funerales de Verdi. Luto Nacional en Italia

Giuseppe Verdi falleció en el Gran Hotel de Milán a las 2:50 PM del 27 de enero de 1901. Tenía ochenta y siete años de edad; en sus últimos momentos estuvo acompañado por sus más cercanos familiares, su amiga la soprano Teresa Stolz, sus editores Giulio y Tito Ricordi, Arrigo Boito (su último libretista) y uno de los más jóvenes colegas de Boito Giuseppe Giacosa, y su abogado, Umberto Campanari. Al momento en que fue anunciada su desaparición física una multitud se reunió en las calles aledañas al Hotel donde ocurrió el deceso. En menos de 24 horas todas las banderas de Milán portaban listones negros, los establecimientos comerciales cerraron sus puertas durante tres días en señal de luto y respeto. Los teatros hicieron lo propio y los periódicos publicaron ediciones especiales con el borde de sus páginas en negro. Posteriormente, a las 6 de la mañana del miércoles 30 de enero comenzó una larga procesión por todas las calles de la ciudad; se habla de que en ella se encontraban unas 200,000 personas, entre las que se pudieron ver no sólo a los habitantes del lugar y mucha gente venida de fuera para rendir un último homenaje al célebre compositor, sino también ahí estaban figuras importantes de la joven generación de músicos italianos: Puccini, Mascagni, Leoncavallo y Giordano. Los restos de Verdi fueron depositados temporalmente junto a los de su segunda esposa, Giuseppina Strepponi, en el Cementerio Municipal, pero pronto se hicieron planes para llevarlos a la capilla de la Casa de Reposo, una institución de caridad para cien músicos retirados que el mismo Verdi había fundado. Un mes después de su muerte se realizó el servicio fúnebre oficial, al que se dieron cita más de 300,000 personas, y en el que Arturo Toscanini dirigió el coro Va, pensiero de la ópera Nabucco, lo cual arrancó lágrimas de todos los presentes, desde la gente de la realeza hasta los italianos más modestos. Todos ellos lloraron y cantaron al unísono aquel coro que tanto ha caracterizado la libertad de la humanidad como a la estética verdiana en particular.

Al momento del deceso de Verdi su fama se había establecido con fuertes raíces en todo el globo terráqueo. Había ya accedido a un puesto totalmente eminente gracias a sus bien reconocidos logros artísticos, además de por su identificación con el espíritu de su propia gente, a quien animó, entretuvo y supo inspirar como pocos italianos durante casi más de sesenta años.

Giuseppe Verdi

La ópera italiana durante el siglo XIX era un espectáculo de gran entretenimiento para el público en general, pero también era considerado como un arte de altos vuelos, y al igual que sus predecesores (Rossini, Bellini y Donizetti), Verdi supo bien como combinar dichos propósitos, así como también lo hicieron Puccini y los de su generación. Además de esto, su nombre se convirtió en el sinónimo del patriotismo italiano no sólo por el contenido de algunas de sus primeras óperas (los coros de Nabucco y Los lombardos en la primera cruzada son definitivamente íconos de lo anterior) sino también por su reputación como un hombre que pertenecía al pueblo, alguien quien venía de una vida completamente provinciana hasta llegar a ser considerado como el personaje más importante de la vida cultural de su patria.

En el siglo XIX además del trabajo de Verdi, uno más fue importante en el campo de la ópera. Richard Wagner, nacido en el mismo año que Verdi, revolucionó no sólo ala ópera en si sino también el carácter y las formas del discurso musical de la cultura occidental, y aún en 1901, diecisiete años después de su muerte, todas sus propuestas y la estética wagneriana en todas sus formas eran los ejemplos a seguir por las nuevas generaciones.

En el caso de Italia, encontramos que tanto un nuevo estilo como una nueva estética habían remplazado al intenso romanticismo de la generación de Verdi con algo mucho más realista. Aunque el término ha sido malamente usado en ocasiones (el “verismo”) y que cobró auge con la presentación de Cavalleria rusticana de Mascagni en 1890 y de Payasos de Leoncavallo dos años más tarde, provocó que los asuntos dramáticos y el lenguaje musical anterior a ellos se mostrara algo pasado de moda.

Giuseppe Verdi

Verdi, también, como todo buen liberal del siglo XIX, fue un hombre que creyó en el progreso y hasta en su autocrítica algunas de sus primeras óperas dejaron de interesarle artísticamente: en más de una ocasión, en sus años de madurez, era bien sabido que no estaba contento en que dichas obras fueran revividas. Con Wagner en un lugar privilegiado y la ópera italiana en un rumbo de franca renovación, el arte de Verdi al momento de su muerte sufría de una falta de apoyo intelectual y crítico. Un pequeño grupo de sus obras era solicitado por el público, pero prácticamente la mayoría de sus primeras óperas habían desaparecido de los escenarios y muchos de sus títulos más importantes y originales –como Don Carlos y Simón Boccanegra– eran poco conocidos. Otello y Falstaff eran, por lo menos, reconocidas como obras de gran valor, aunque es notorio que sufrieron embates generados por la dificultad para su interpretación y el poco atractivo que se presentaba en las entradas a los teatros. De hecho, se dice que hasta su Misa de Réquiem –que hoy considerada como una de las grandes piezas corales religiosas de todos los tiempos- era relativamente poco tocada desde su estreno y hasta aproximadamente la década de 1930.

Parece un desafortunado lugar común que la reputación de cualquier compositor decline durante los 20 años posteriores a su muerte. Ello queda claro, en parte, al saber las intenciones de las casas de ópera alemanas (sí, curiosamente alemanas) alrededor de 1920 de volver las óperas de Verdi a los escenarios. Y en ese sentido, hubo varios promotores que defendieron a Verdi a capa y espada, como Franz Werfel, quien fue además el responsable de traducir al alemán Simón Boccanegra, La forza del destino y Don Carlos. Después de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente al momento del cincuentenario luctuoso de Verdi en 1951, una considerable cantidad de las primeras óperas de este autor –muchas de las cuales no habían sido puestas en escena por más de setenta años- regresaron a la vida y, no sólo eso, también a ser respetadas como auténticas obras de arte. Lo más importante de este “revivir a Verdi” es que ocurrió en un momento histórico en el que el panorama cultural mostraba cambiante y más interesado en la vanguardia y la innovación. Ese camino de reconocimiento no se ha detenido hasta nuestros días, permitiendo que las nuevas generaciones conozcan cada vez más tanto las obras maestras del italiano como también las óperas “olvidadas”, con igual entusiasmo e interés. Es por ello, que los críticos y musicólogos afirman en decir, en cualquier rincón del orbe, que la música, la ópera, la personalidad de Verdi es más conocida y aún más respetada en este momento que en ningún otro en la historia. Si mientras él vivía y producía sus óperas que hoy conocemos, el fervoroso pueblo italiano encontró en las letras de su apellido un acróstico para “Vittorio Emanuele, Re d’Italia”, para poder gritar a todo pulmón en las calles “Viva Verdi!” en señal de aprobación por el músico y como un apoyo secreto –muy nacionalista- al entonces futuro rey de los italianos, hoy debemos gritar desde nuestras entrañas, desde nuestro corazón, un “Viva Verdi!” en reconocimiento a uno de los más grandes y sólidos autores operísticos desde que Claudio Antonio Monteverdi escribiera L’Orfeo en 1609.


Verdi a la batuta

Obertura de la ópera Las vísperas sicilianas

En muchas de sus óperas, Verdi recurrió a algunos hechos históricos como materia fundamental para sus libretos. Ese es el caso, por ejemplo, de Un baile de máscaras, La batalla de Legnano, Atila y Nabucco, entre otras. En el caso de Las vísperas sicilianas Verdi tomó el pasaje de la liberación de Sicilia del yugo francés. Este episodio comenzó en Palermo el 30 de marzo de 1282 con una terrible masacre protagonizada por los sicilianos al momento en que las campanas de las iglesias repicaban anunciando las vísperas del lunes de pascua. El libretista Temistocle Solera, colaborador de Verdi en óperas anteriores, hubiera hecho un mejor trabajo con esta historia; sin embargo, el escritor francés Eugène Scribe le fue impuesto al compositor para hacerse cargo del libreto. Las críticas de Verdi al respecto no paraban. Mas, en parte, el italiano debía de guardar silencio pues se encontraba residiendo en París y la Ópera de aquella ciudad es la que había solicitado la composición de Las vísperas sicilianas. Verdi, aún así, encontraba que Scribe y su colaborador Duveyrier habían utilizado el mismo texto en varias ocasiones (de hecho, se lo ofrecieron a Donizetti, pero no puedo terminar la ópera). Lo que más saltaba a la vista es que uno de los personajes centrales de Las vísperas… era Giovanni da Procida, uno de los más importantes agitadores del movimiento de liberación, un líder nato que se convirtió en canciller de Sicilia al concluir la revuelta, y Scribe dibujó a este personaje como si fuera un conspirador cualquiera, sin el peso que requería. Procida sólo cobra un momento de gran fuerza en la ópera cuando, celoso por la unión de Arrigo y Elena, incita a los sicilianos a atacar su procesión nupcial. Es decir, Las vísperas sicilianas unen la historia de amor de esta pareja (un joven y una duquesa) junto al asunto de la liberación siciliana como pretexto. El conflicto es mayor al saberse que Arrigo, un siciliano, es en realidad el hijo del gobernador francés. El muchacho se encuentra entre la espada y la pared al saber que un lazo sanguíneo lo une a los franceses, pero que no puede abandonar a su pueblo y su gente. Aunque al final de la ópera, el gobernador y los amantes mueren en medio de la sangrienta masacre (algo que, por cierto, nunca fue de la predilección de Verdi).

Con todos los problemas de libretista, historia, y otros, Verdi estrenó dicha ópera bajo el título francés Les vêpres siciliennes  el 13 de junio de 1855 en la Ópera de París, convirtiéndose en su primera ópera “francesa”. Más tarde, el 26 de diciembre de 1855 fue presentada en Italia como Giovanna de Guzman, sin una buena recepción, debido al tema altamente político que fue presa fácil de la censura italiana. Más tarde se le dio su nombre original en italiano, I vespri siciliani. En términos generales, ésta es –además- una de las óperas más ambiciosas que escribiera Verdi, junto a Don Carlos y Otello, incluyendo en ella un ballet de grandes proporciones. Debido a ello Las vísperas sicilianas dura algo más de tres horas (como Don Carlos), y su magnífica Obertura es una de las más largas e intensas de todas las que escribiera Verdi.

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Giuseppe Verdi: Obertura a Las vísperas sicilianas


Cartel del estreno de La traviata

Preludio al acto I de la ópera La traviata

Los elementos característicos de las óperas verdianas, como lo son un extraordinario sentido del lirismo, una instrumentación de alto calibre, un pertinaz uso de diversas formas y técnicas, así como el tratamiento fiel y sagaz de sus libretos, confluyen de manera genial en una de sus piezas más gustadas: La traviata (La perdida), estrenada el 6 de marzo de 1853 en el Teatro La Fenice de Venecia, que por cierto hoy día sigue reducido a cenizas. Para esta ópera Verdi tomó como texto la tragedia de Alejandro Dumas La dama de las camelias, que fue transformada en el libreto para la ópera por uno de los fieles colaboradores de Verdi: Francesco Maria Piave. En La traviata, Verdi se distingue como un “dramaturgo musical”, si se me permite el término, teniendo más arraigada en su mente la visión de los personajes y las situaciones que se entrelazan, antes que pensar en la capacidad vocal o la calidad del desempeño artístico de quienes encarnen a los personajes.

La historia gira alrededor de Violeta Valery, una cortesana que, aunque se niega a aceptarlo, está condenada a muerte por la tuberculosis. La ópera comienza en su palacete en París, a mediados del siglo XIX, durante un festín de altos vuelos. A ella llega un apuesto invitado, Alfredo Germont, quien canta con emoción al amor, la juventud y la vida en el célebre Libiamo ne’lieti calici. Violeta desea que sus invitados pasen al salón de baile al momento en que ella siente desvanecerse. Cuando todos se retiran al baile, Alfredo le externa a Violeta su preocupación por su salud, y aprovecha para declararle su amor. Al regresar los invitados, Alfredo se despide y Violeta no puede creer lo que ha escuchado. Tiempo después, Violeta y Alfredo se convierten en amantes. En la casa de campo de ella viene una terrible decepción para Alfredo, quien sabe y siente del intenso amor de Violeta. La mucama de la gentil dama le dice al joven que ella ha tenido que vender sus joyas para mantenerlo, lo cual provoca en Alfredo una gran humillación y corre a París para conseguir dinero. El padre del apuesto joven se entera y llega a la casa de Violeta con argumentos para hacerla sentir muy mal. Ella le habla al padre del enorme afecto que siente por su enamorado, pero el padre, aunque conmovido de tanto cariño, insiste en que la relación debe acabar. Violeta está de acuerdo y planea escribir una carta de despedida a su joven amante. Pero antes de que cierre la carta Alfredo llega de París y Violeta no resiste y tiene que declararle una vez más su amor eterno. Claro está, él ve la carta y se queda solo y despechado. Después de esa escena, nos encontramos en una fiesta más, esta vez en casa de Flora Bervoix, amiga de Violeta. Ésta última asiste con el barón Douphol pero también está en la fiesta su mismísimo “ex”. Los rivales amorosos se ponen a jugar cartas y la suerte le sonríe a Alfredo. Al tener el dinero en sus manos llama a todos los invitados y anuncia que en ese momento le pagará a Violeta todo el dinero que “invirtió” en él. Así, le lanza las ganancias a la cara de su alguna vez enamorada, quien –entre enferma y deprimida- está desesperada. Y así, la enfermedad hace presa de ella y hacia el final de la ópera está al borde de la muerte, sintiéndose sola y abandonada por el amor de su Alfredo. Pero… ocurre un milagro: llega el amado y le pide perdón. Pero… demasiado tarde: la suerte no podía estar ya del lado de Violeta, y muere en los brazos de su Alfredo, quien llora desconsolado.

La música que Verdi escribió para preludiar los actos I y III de La traviata es un fiel retrato de la desolación de la otrora bella y potentada Violeta, con su salud en decadencia y echando la vista a los buenos días del pasado. El tema principal del Preludio al acto I está basado en material que Verdi utilizó en el impresionante arranque de pasión de Violeta (escuchado en el acto II) en el que ella le ruega a Alfredo casi de rodillas, diciendo “Amami, Alfredo, quant’io t’amo… Addio”, aunque en el Preludio se escucha de una forma elegante, serena.

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Giuseppe Verdi: Preludio al acto I de La traviata


Caricatura de Verdi

Obertura de la ópera La fuerza del destino

En 1859 fue estrenada la ópera Un baile de máscaras, en la que Verdi se vio involucrado en severos problemas ya que tocaba el asesinato de un personaje histórico, con un trasfondo netamente de intrigas políticas (aunque ésta no fue la primera ocasión que alguna de sus obras tuvieran que ser “modificadas” para no levantar ampulas políticas). Después del estreno de Un baile de máscaras Verdi recibió la comisión del Teatro Imperial Ruso para componer una ópera sobre el personaje de Ruy Blas, lo cual le hizo pensar de mil maneras que la censura atacaría nuevamente una de sus obras. Por ello decidió tomar un texto de Ángel Pérez de Saavedra, duque de Rivas que fue trabajado por uno de sus incansables colaboradores, Francesco María Piave, añadiendo algunos pasajes de un drama de Schiller. El título de la pieza teatral original era: Don Álvaro o La fuerza del sino.

El resultado fue La fuerza del destino, siendo ésta la primera de sus óperas en la que toca la historia de una pareja de amantes que viven en el infortunio debido a que son de diferentes razas (la otra ópera sobre este mismo tema es Otello).

Estrenada en San Petersburgo el 10 de noviembre de 1862, la historia que cuenta esta ópera pasa con singular rapidez de España a Italia, narrando las aventuras de los personajes durante un lapso considerable, lo cual nos permite observar a detalle la fatalidad del destino de algunos seres humanos (vista desde un punto de vista muy romántico). La heroína de La fuerza del destino es Leonora, quien pretende fugarse con su amante, Don Álvaro, pero al conocer su padre dichos planes pierde la vida accidentalmente en un tiroteo con el amante de su hija. Los enamorados son separados por el terrible destino, y Leonora debe refugiarse en un convento. Por su parte, Álvaro, quien todos pensaban muerto, se encuentra en el ejército español en el que salva de morir al joven Don Carlos, quien es nada más ni nada menos que el hermano de Leonora. Primero los dos hombres se hacen buenos amigos, pero al salir a flote quién es quién se hacen de palabras y se organiza un duelo, del que Álvaro escapa milagrosamente y se refugia durante siete años en un monasterio. Pero Carlos lo busca afanosamente hasta dar con él. Nuevamente propone un duelo y entonces se marca el destino de Álvaro: matar al hermano de su adorada Leonora así como lo hizo con el padre de ambos. Después de la fatídica solución, Álvaro decide confesarse con una mujer quien resulta ser, inimaginablemente, Leonora. Ella, al ver a su hermano moribundo, no puede hacer más que morir también, pero en brazos de su amado. Y así, el destino de estos tres personajes fue sellado con sangre.

Como Verdi acostumbraba en las Oberturas y/o Preludios de sus óperas, la correspondiente a la Fuerza del destino contiene el material más importante que se escucha a lo largo de la ópera. En su parte lenta encontramos el tema del Madre Pietosa que Leonora canta en el segundo acto, tocado por las cuerdas. Después de un breve comentario de carácter pastoral, loa orquesta reafirma el mencionado tema de Leonora, en una de las más brillantes piezas orquestales que Verdi haya escrito.

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Giuseppe Verdi: Obertura a La fuerza del destino


Obertura de la ópera Nabucco

Cartel de Nabucco en La Scala de Milán

El libreto de Nabucco le fue ofrecido al autor de Las alegres comadres de Windsor, Otto Nicolai. Su respuesta fue: “no”. Las razones eran obvias, pues su contenido político podía poner (según ese músico) su vida en peligro. Giuseppe Verdi también recibió el libreto (escrito por Temistocle Solera), y pensó muchas veces lanzarse a realizar el proyecto, sólo las insistencias del empresario Merelli, del Teatro alla Scala de Milán, lo hicieron trabajar con fuerza en la ópera. Y quizá el tiempo se lo agradeció. En su vejez, Verdi llegó a declarar que “Nabucco fue la ópera con la que realmente comenzó mi carrera artística”. Y ello, ¿a qué se debió? Pues con Nabucco Verdi expresó, por primera vez, las aspiraciones patrióticas del oprimido pueblo italiano, mediante la historia de la añoranza de los hebreos por ser liberados de su encierro en Babilonia. El canto más poderoso de esta ópera era más que contundente: “Va pensiero, sull’ali dorate…” (Vuelen, pensamientos, en alas doradas…). Con esas palabras, Verdi compuso uno de los más hermosos y sentimentales coros de la historia de la ópera (que puede escucharse en la parte central de su Obertura), además de convertirse en un himno de libertad desde entonces. La historia involucra al personaje bíblico de Nabucodonosor, quien es un ser arrogante, Abigail quien añora la corona de su padrastro, y un joven hebreo que traiciona a su pueblo por el amor; todos ellos, como puede darse cuenta, tienen una perfecta contraparte en la vida moderna y en todos los episodios célebres de la civilización occidental. La ópera culmina con la realización de la profecía de Zacarías, liberando a los hebreos y dejando a un lado al falso dios Baal. Con ello triunfa la fe.

Nabucco fue estrenada en La Scala de Milán el 9 de marzo de 1842, con un éxito sin precedentes; antes de que concluyera ese año, la ópera fue repetida en 67 ocasiones en el mismo teatro, y durante 1848 fue presentada en Viena, Lisboa, Barcelona, Berlín, París, Londres y Nueva York. Curioso es que, la ópera en sí no tiene gran significado artístico y social como lo tienen su Obertura y el coro Va, pensiero, respectivamente.

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Giuseppe Verdi: Obertura a Nabucco

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Las versiones de las descargas son de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Herbert von Karajan, director.

El apellido Verdi utilizado en las calles durante la controversia de la unificación de Italia. En realidad, la frase VIVA VERDI tenía implicaciones políticas. VERDI aquí significa: V(ittorio) E(manuele) R(e) DI(talia) -Víctor Manuel Rey de Italia-

FÉLIX MENDELSSOHN-BARTHOLDY (1809-1847)

Concierto para violín y orquesta en mi menor Op. 64

  • Allegro molto appassionato
  • Andante
  • Allegretto non troppo – Allegro molto vivace

Félix Mendelssohn

El 30 de julio de 1838, Félix Mendelssohn escribió una carta a su amigo Ferdinand David, uno de los más distinguidos violinistas de la época. En ella le decía lo siguiente: “Quiero escribir un Concierto para violín para ti el próximo invierno; uno en mi menor está dando vueltas en mi cabeza, cuya introducción no me deja en paz un momento.” Con esas palabras, Mendelssohn inició la composición de su última gran obra maestra, que además se ha convertido en uno de los Conciertos más populares en toda la historia musical. Existe una buena cantidad de bosquejos del autor sobre una pieza como la que tenía en mente, peor que datan de muchos años antes de que cobraran su forma definitiva; además, la impresionante correspondencia que existió entre Mendelssohn y David durante seis años al respecto de este Concierto, nos da una idea de cuánto deseaba el compositor cuidar hasta el último detalle. Con esa relación, encontramos en Mendelssohn al constructor y arquitecto sonoro mientras que David fungió como su asesor en aspectos técnicos. Y muy cierto es que eran almas muy cercanas; se conocieron siendo apenas adolescentes, y sus carreras se unieron en varias ocasiones: cuando Mendelssohn fue nombrado director de la Orquesta Gewandhaus de Leipzig le pidió a David fuera su concertino, y al fundar el Conservatorio de esa misma ciudad hacia 1843 nuevamente solicitó a David que tomara bajo su égida la cátedra de violín. Lo cierto es que dentro de esa intensa relación artística Mendelssohn no había encontrado el tiempo suficiente para componer aquel Concierto que tanto le había prometido a su colega. Fue hasta el 16 de septiembre de 1844 que el compositor terminó la partitura, y hasta el 17 de diciembre le pidió a David que revisara el manuscrito. Finalmente, el Concierto vio la luz el 13 de marzo de 1845, con David en la parte solista y la Orquesta Gewandhaus dirigida por el compositor y director danés Niels Gade.

El violinista (y también compositor) Ferdinand David

El Concierto para violín de Mendelssohn ha sido admirado desde su estreno como un verdadero ramillete de innovaciones y múltiples virtudes. Al respecto, Donald Francis Tovey escribió: “Envidio en gran medida el regocijo de cualquier persona al escuchar el Concierto de Mendelssohn por primera vez en su vida y encontrar, como en Hamlet, que está llena de citas.” Seguramente uno de los momentos que aparece como una cita musical para toda la posteridad es la maravillosa melodía con la que inicia el violín tan sólo dos compases de ligera introducción orquestal, lo cual, además, resultaba novedoso en aquellos tiempos (sólo encontrando paralelo con el inicio del Concierto Emperador de Beethoven o el Concierto Jeunehomme de Mozart). La interesante propuesta de Mendelssohn con ello es que solista y orquesta exploren juntos la exposición, dejando a un lado la doble exposición al estilo clásico. Por otro lado, también hace una innovación al ubicar la cadenza no al final del primer movimiento sino entre la sección del desarrollo y la recapitulación. Por si fuera poco, y como también ocurrió en su Sinfonía escocesa, Mendelssohn concibió su Concierto para violín en tres movimientos, aunque estos sean escuchados como uno solo en fluir continuo; el puente entre los movimientos primero y segundo lo constituye una nota en el fagot, como evocando el sonido de un órgano, y que nos lleva directamente a uno de los movimientos más ricos del repertorio de este autor. Por su parte, el movimiento central y el final son encadenados por catorce compases en el violín, protagonizando una suerte de recitativo operístico, lo cual desemboca en una sección plena de virtuosismo y frescura.

Lucerna. Acuarela de… ¡Mendelssohn!! Además de otras gracias, el compositor era un fino pintor

Joseph Joachim, quien fue uno de los grandes violinistas del siglo XIX, y responsable del estreno de algunos de los más importantes Conciertos para su instrumento en su tiempo, llegó a declarar: “Los alemanes cuentan con cuatro Conciertos para violín. El más grande de todos, sin reservas, es el de Beethoven. El de Brahms, por su seriedad, compite con el anterior. Max Bruch escribió el Concierto más rico y pleno de magia. Pero el más íntimo, la joya del corazón, es aquel de Mendelssohn.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Félix Mendelssohn: Concierto para violín y orquesta en mi menor, Op. 64

Versión: Maxim Vengerov, violín. Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig. Kurt Masur, director.

JOHN ADAMS (n.1947)

The Chairman Dances (Foxtrot para orquesta)

John Adams

Durante muchos años, John Adams ha sido reconocido como un compositor minimalista, aquella célebre corriente musical que comandó en su momento Terry Riley, sobre todo con su obra En do. Sin embargo, a más de uno le sorprenderá saber que el mismísimo Adams auto define su estética a estas alturas del Siglo XX como “post-minimalista”, es decir que en muchas cuestiones él está más allá de los preceptos de esa tendencia musical tan gustada sobre todo por los jóvenes.

Pero antes de poder definir cuál era el estilo de Adams y cómo se perfila hoy en día, bien vale la pena traer a cuento qué demonios es el minimalismo, para lo cual recurro a una breve e informativa nota de David Daniel al respecto: “El minimalismo, que data de los sesentas, tiene como punto de partida la principal tradición de la música occidental; es música en la que el compositor busca provocar el más grande efecto con el mínimo de material (musical). A través de la lentitud y separando aspectos musicales como ritmo, armonía, melodía y desarrollo, el compositor minimalista lleva el paso del tiempo a tal importancia que el mismo tiempo resulta ser el sujeto medular de la pieza. Toda la música comprime y re-articula el tiempo para producir una transformación temporal que puede llamarse teatral, opuesta al caminar del reloj y su tiempo real. El minimalismo también comprime el tiempo, pero de una forma totalmente inusual para los oídos occidentales, que pueden percibir el rango de cambios del minimalismo, derivados del automatismo de la naturaleza inanimada -la velocidad, como las nubes en movimiento o los glaciares derritiéndose- mas que del pacífico y familiar latido del corazón. La repetición continua, que tradicionalmente es un anatema de la música occidental pero a su vez un aspecto fundamental de las ragas de la India o la música electrónica, es otro precepto por el cual los minimalistas retrasan el paso del tiempo. Aún así, e irónicamente, una de las características principales del minimalismo -su propulsión casi de un ritual- es el resultado de la falta de puntos de referencia perceptibles. Las partículas del material musical son presentadas muy lentamente, de una forma más envolvente que el desarrollo convencional, de tal suerte que el sentido de periodicidad del escucha es transformado.”

Adams, en fechas recientes

Con estos conceptos sobre el minimalismo, bien podemos decir que John Adams ha sido uno de los compositores (junto con Philip Glass, Steve Reich y Henryk Górecki, entre otros) que ha llevado al minimalismo -valga la expresión- a su máximo desarrollo.

En los más diversos géneros, como la música sinfónica, la ópera, el video, la danza y piezas instrumentales, John Adams ha puesto de manifiesto su particular minimalismo que puede caracterizarse por la intensidad de sus colores, y la utilización de efectos musicales como el crescendo para crear momentos de tensión o clímax. En este sentido, sus partituras fundamentales son Phrygian Gates para piano (1977), Shaker Loops para septeto de cuerdas (1978), Harmonium para coro y orquesta (1980-81), Grand pianola music (1981-82) y Light over water para metales y sintetizador (1983).

Justo en el año 1984, John Adams comenzó una fructífera relación con el director teatral Peter Sellars (bien conocido por sus inusuales puestas en escena de óperas, especialmente de la trilogía Mozart-Da Ponte) y la poetisa Alice Goodman, con quienes creó la que sería su primera ópera en tres actos, a partir de una comisión de la Gran Ópera de Houston, la Academia de Música de Brooklyn y el Kennedy Center de Washington, D.C.

La ópera en cuestión lleva por nombre Nixon en China, y el propio John Adams asegura que ésta “no es ni cómica ni histórica, como en el caso de Los Hugonotes -de Meyerbeer- o Las vísperas sicilianas -de Verdi-, aunque tiene elementos de ambos géneros; más aún, es heroica y mítica. Los mitos de nuestro tiempo no son ni Cupido y Psiqué u Orfeo o Ulíses, sino personajes como Mao o Nixon.”

De acuerdo con Michael Steinberg, “Nixon en China presenta tres días de la visita del (ex)presidente Nixon a Beijing (o Pekin, como usted guste llamarle) en febrero de 1972; cada acto representa un día de esa visita. La única escena del tercer acto tiene lugar en el Gran Salón del Pueblo, donde se realiza un cansado banquete más, éste ofrecido por los estadounidenses.”

The Chairman Dances, como bien señala Steinberg, “es un producto paralelo a la composición de Nixon en China, escrita a partir de materiales de la ópera en 1985, en respuesta a una comisión conjunta de la American Composers Orchestra y el National Endowment for the Arts.” Fue estrenada el 31 de enero de 1985 con la Orquesta Sinfónica de Milwaukee y Lukas Foss en la batuta, y en la primera página de la partitura aparece el siguiente comentario de John Adams:

Escena de la puesta en escena de Peter Sellars de Nixon en China

“Madame Mao, alias Jiang Ching, ha irrumpido en el banquete presidencial. Primero está parada en donde  más estorba al paso de los meseros. Después de unos minutos, saca una caja con linternas de papel y las cuelga en toda la sala, entonces se despoja de su vestimenta y la cambia por una cheongsam, ajustada del cuello a tobillos, y con una abertura hasta la cadera. (Entonces) le hace una señal a la orquesta para que toque y comienza a bailar por su cuenta. Mao comienza a excitarse. Desciende de su retrato en la pared y comienzan a bailar foxtrot juntos. Están de vuelta en Yenan, la noche es cálida, bailan con el gramófono…”.

Comentando lo que John Adams escribió sobre The Chairman Dances, bien podemos imaginar a Jiang Ching y Mao Tse-Tung transformados en una pareja danzante tan divina y perfecta como Ginger Rogers y Fred Astaire, moviendo el cuerpo como si se dirigieran a algún lugar muy alejado de la entonces República Popular China con todo y su Revolución, y casi al final de la obra parecería que el infame y tristemente recordado Presidente Nixon se apodera del piano y toca para la feliz pareja.

Así pues, The chairman dances se transforma en una pieza orquestal clave de nuestro siglo, al combinar un ambiente de salón de baile o cabaret con un colorido orquestal genial, además del manejo sabio y considerable de las técnicas minimalistas.

Para terminar, valga hacer unas consideraciones sobre la difusión que en nuestro país tienen esas “nuevas” obras. Hay muchas nuevas partituras de John Adams que en el mundo disfrutan ya de gran prestigio, como la Sinfonía de cámara, Gnarly buttons para clarinete y orquesta de cámara, la Suite: I was looking at the ceiling and then I saw the sky (Miraba al techo y entonces vi el cielo. Divino título ¿no?), además de sus óperas La muerte de Klinghoffer (sobre el secuestro del transatlántico Andrea Doria), El Niño,  Doctor Atomic y A Flowering Tree; su Concierto para violín y las obras orquestales El Dorado, On the Transmigration of Souls (escrita en recuerdo de las víctimas del ataque del 11 de septiembre de 2011), Naïve and Sentimental Music y City Noir. Muchas de ellas ya nos dejan ver a ese John Adams “post-minimalista” y que obra a obra desarrolla su lenguaje viendo al arte musical del Siglo XXI. Sin embargo, es difícil cuestionarlo pero ¿cuándo llegarán estas partituras a México y cambiarán nuestra forma de escuchar música? Quizá en ese sentido tendríamos que ir más lejos: ¿cuándo nos llegarán las obras orquestales básicas de Boulez, Schnittke, Knussen, Berio, Messiaen, Dallapiccola, Ligeti…? ¿Algún día?

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

¿Quién le manda a tener nombre de Presidente de Estados Unidos? Aquí posando junto a una imagen de Washington

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John Adams: The Chairman Dances

Versión: Orquesta Sinfónica de San Francisco. Edo de Waart, director

ALEXANDER BORODIN (1833-1887)

Sinfonía No. 2 en si menor, Op. 5

  • Allegro
  • Scherzo – Prestissimo
  • Andante
  • Finale: Allegro

En cualquier período de la historia que usted revise, siempre nos encontraremos con el hecho de que muchos reconocidos personajes de diversas profesiones hayan compartido su actividad principal con alguna otra que esté en el rango de los pasatiempos, hobbies, o como guste llamarles.

Así, el tiempo libre y el ánimo por compartir la ociosidad (¡ah, la madre de todos los vicios! reza implacable la voz popular) nos ha permitido que muchos talentos mundiales hayan legado partituras musicales gracias a la agradable búsqueda del solaz y del esparcimiento. Fíjese en estos ejemplos: el muy ilustre compositor estadounidense Charles Ives, reconocido por transformar en gran medida el lenguaje musical de principios del siglo XX -especialmente por la invención de lo que hoy se conoce en términos musicales como “cluster”- se dedicó a componer música por las tardes mientras que por las mañanas ejercía su profesión vendiendo seguros de vida en su compañía, Ives & Myrick; George Antheil y Paul Bowles -también estadounidenses- son reconocidos por sus extraordinarias novelas, pero también por sus inusitadas obras musicales.

Alexander Borodin

Y si continuamos explorando las vidas privadas de algunos célebres compositores encontraremos que ciertos autores pertenecientes al grupo denominado como “Los cinco rusos” en la segunda mitad del siglo XIX llegaron a la música por pasatiempo, pero ¡con qué genialidad!

César Cui y Modest Mussorsgki engrosaban las filas del ejército ruso como oficiales, mientras que Rimski-Kórsakov era marinero y Mily Balakirev se dedicaba a los ferrocarriles. Ellos tuvieron como compañero en sus grupo artístico al hijo ilegítimo de un príncipe georgiano (quien fue lo suficientemente educado como para darle su apellido al infante) y de la esposa de un médico de la armada; vio la primera luz en San Petersburgo y aunque dio signos de talento en la música al acceder a sus primeras lecciones a los catorce años de edad, su vida estaba guiada por la ruta de la ciencia.

Efectivamente: Alexander Borodin se graduó de la Academia de Medicina de San Petersburgo en 1856 y continuó su especialización en el campo de la química. De hecho, él fue reconocido como toda una personalidad en ese sentido y sus investigaciones y conferencias sobre química eran sencillamente doctas; por otro lado, llegó a fundar la Escuela Rusa de Medicina para mujeres.

El caso es que Borodin era feliz con su actividad productiva, además de recibir una buena carga energética con su hobby: la música. Es curioso saber que el mejor momento que este hombre encontraba para revisar sus partituras y dar rienda suelta a su creatividad eran los momentos de enfermedad que lo hacían guardar cama irremediablemente. Al respecto se tienen reportes de qué tan frecuentemente se veía quebrantada su salud a causa de fuertes catarros y, más aún, por terribles jaquecas.
De esa manera Borodin comenzó a bosquejar su Segunda sinfonía Op. 5 en el año 1869, al tiempo en que trabajó en una de sus partituras más representativas: la ópera épica El príncipe Igor.

Borodin pasó los siguientes seis años de su vida componiendo y revisando con especial cuidado la partitura de la Sinfonía, y no sólo tuvo que detener el proceso creativo por sus responsabilidades como químico, sino que algunos proyectos paralelos con sus compañeros del Grupo de los cinco distrajeron varias veces la atención en su Opus 5.

En muchos sentidos tanto El príncipe Igor como la Sinfonía resultaban ser hermanas casi gemelas, pues en ambas Borodin echó mano de algunos aspectos que siempre lo caracterizaron tanto al interior del grupo artístico al que pertenecía como en todo el movimiento nacionalista ruso en general. Dichos factores incluyeron su gusto manifiesto por la música venida de Oriente, con todos sus colores exuberantes y casi hipnóticos, al tiempo de dar cabida a melodías folklóricas rusas en varias partituras; todo lo cual habita en las obras antes citadas, dando como resultado en la Segunda Sinfonía una música de alcances épicos, de enorme sentimiento heroico y con una carga de gran balance en la coloración típicamente oriental de su orquestación.

En un texto de Louis Biancolli encontramos la siguiente referencia: “Borodin comunicó a (su amigo) Stassov, que la aspereza de ánimo vigoroso y bárbaro, en el primer movimiento retrataba un encuentro entre antiguos príncipes rusos; que el Andante miraba hacia atrás, intentando remontarse a las canciones de los primeros ministriles (o trovadores) eslavos llamados bayani y que el final intentaba evocar un banquete de héroes legendarios, en medio del regocijo popular …Stassov le dio como sobrenombre ‘Sinfonía del Paladín’ (Bogatyr en ruso).”

El Doctor-Químico Borodin

Al tener lista la partitura de la Segunda sinfonía, Borodin corrió con la tremenda suerte de que Franz Liszt, aquel gigante del piano, sintiera un enorme respeto por el trabajo musical que llegaba desde Rusia y se decidió a apoyarlo en todo momento. Fue así como Borodin visitó a Liszt en Weimar en 1877 y durante una de sus charlas el ruso llevó bajo el brazo una transcripción para piano de su Segunda sinfonía, y que ambos tocaron de principio a fin. Liszt le hizo algunas anotaciones a Borodin; especialmente le pidió que ni se le ocurriera hacer cambio alguno en la partitura pues ésta era perfecta, además de (según Biancolli) “…habló de su perfecta lógica de construcción, (y) lo que más le impactó fue su osadía, audacia sin cortapisas. ‘Es vano decir que no hay nada nuevo bajo el sol; esto es bastante nuevo’ le dijo a Borodin, quien se quedó sin poder articular palabra de la sorpresa.”

Tan grande era el interés de Liszt que al conocer la Segunda sinfonía de Borodin mandó un telegrama a su editor para que le enviara de inmediato partitura y materiales de orquesta. Su pasión llegó al grado de dirigirla en Weimar al día siguiente de llegar la partitura a sus manos. Y gracias a ello, los centros musicales más destacados de Europa vieron pronto programada la nueva obra de Borodin, llegando -según se informa- hasta Cincinnati en los Estados Unidos para los conciertos de la temporada 1898-99.

Esta Sinfonía es el resultado de un pasatiempo. Imagínese qué tan creativo llegó a ser el tiempo libre en aquellos años y de manera especial para Borodin, al surgir una partitura de tanta solidez y carácter bien definida por Paul Rosenfeld como “la Sinfonía que puede ser llamada pre-eminentemente viril y rusa”.

¡Ah! Y esa sublime melodía presentada por el corno francés al principio del tercer movimiento es algo venido directamente de otro mundo. ¿No es así?

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Alexander Borodin: Sinfonía No. 2 en si menor Op. 5

Versión: Orquesta Filarmónica Nacional *. Loris Tjeknavorian, director.

* Esta orquesta fue utilizada como orquesta «de estudio de grabación», basada en Inglaterra.

ANTONÍN DVORÁK (1841-1904)

Sinfonía No. 9 en mi menor Op. 95, Desde el nuevo mundo

  • Adagio – Allegro molto
  • Largo
  • Scherzo. Molto vivace
  • Allegro con fuoco

La historia de cómo surgió la última Sinfonía que Dvorák compuso está íntimamente ligada a su paso por tierras estadounidenses. A principios de la década de 1890 este músico fue designado director del Conservatorio de la ciudad de Nueva York, cuestión que le convenía enormemente en lo económico pero que de cierta forma lo haría infeliz, sobre todo por la lejanía de su patria. Aunque su trabajo académico en América no resultó muy fructífero para muchos, en el aspecto creativo muchas cosas ocurrieron para Dvorák mientras se encontró lejos del hogar.

Antonín Dvorák

Una de las actividades a las que el músico dedicó sus vacaciones de verano fue a trabajar incesantemente en una comunidad de bohemios inmigrantes en la localidad de Spillville, Iowa. Ahí se daba tiempo para componer y dedicaba largos ratos a la lectura. En una de sus aventuras literarias encontró La canción de Hiawata de Longfellow y que, al parecer, lo conmovió en diversas formas: lo sensibilizó por la vida campestre americana y le hizo añorar su tierra natal en mayor medida. Así fue que surgió en su cabeza uno de los temas fundamentales de una nueva partitura y cuya melodía estaría conferida al corno inglés. La partitura completa cobró vida en tan sólo veinte días del verano de 1893, precisamente en Spillville, y al enviar la que se convirtió en su Novena sinfonía a su editor Simrock a Europa incluyó una anotación en checo del propio compositor que rezaba que la obra era enviada “desde el nuevo mundo”, frase con la que se asocia a esta partitura desde su estreno. Mucha gente ha referido que si la Sinfonía fue bautizada así por Dvorák (aunque ¡mecachis! sólo fue una anotación al margen del autor) es porque en esta música pueden encontrarse muchos indicios de la música popular estadounidense. Se habla desde danzas apaches hasta spirituals y un infame director de orquesta (desafortunadamente mexicano, cuyo nombre no quisiera mencionar) llegó a decir en la televisión nacional que la pujante melodía inicial del cuarto movimiento delineó los inicios del rock n’ roll ¡Hágame usted el favor!

Ilustración que acompaña La canción de Hiawata en su edición de 1880.

Ciertamente, las dos cosas son verdaderas; Dvorák nunca decidió dar tal nombre a su Sinfonía debido a que incluía los rasgos del folklore americano, aunque es evidente que algunas secciones de su discurso son algo distintas a lo que él siempre acostumbró. Es importante decir que aquella melancólica melodía del corno inglés en el segundo movimiento no fue tomada directamente de la tradición popular americana; al contrario, esta melodía dio pie para que posteriormente William Arms Fisher le pusiera letra y se le conociera como un canto espiritual llamado Goin’ Home. Lo más cercano a la música popular negra es una supuesta cita que el autor hace del spiritual Swing low, Sweet Chariot en el desarrollo del primer movimiento, pero muchos entendidos han señalado que el parecido melódico es una mera coincidencia y no fue intencional del músico bohemio. Definitivamente, el empuje, perfección y maestría general de la Novena de Dvorák reside más en su madurez artística y en la nostalgia por la patria que por cualquier influencia estadounidense. La obra fue estrenada el 15 de diciembre de 1893 con la Sociedad Filarmónica de Nueva York y la batuta de Anton Seidl. Casi un año después el propio autor empuñó la batuta para estrenarla en Praga y en 1896 Hans Richter fue el encargado de presentarla en Viena y gracias a lo cual Dvorák alcanzó el mayor de sus éxitos en aquella ciudad de toda su carrera. Muchas de las leyendas que acompañan a esta Sinfonía y comentarios vertidos por especialistas como “una obra estadounidense realizada por un checo o una obra checa con superficiales rasgos americanos” pueden ser nulas ante las propias palabras de Dvorák. El director que primero dirigió la Novena, Seidl, anunció que la partitura estaba plagada de “música india”; más tarde, hacia 1909, el director del Conservatorio de Berlín, Kretzschamar, declaró que Dvorák había utilizado “melodías americanas originales”. Sin embargo, la Novena sinfonía se estrenó en Berlín en 1900 con un alumno del compositor en la batuta, Oscar Nedbal, y antes de que el intérprete se dejara llevar por juicios ajenos Dvorák decidió enviarle una misiva en la que era muy claro con el contenido de la Sinfonía: “No crea usted en las leyendas de música americana que parecería existir en esta música. Es absoluta música bohemia.” Lo que es definitivo en la historia del arte es que la Novena sinfonía de Dvorák ha alcanzado una popularidad que comparte con partituras tan excelsas como la Novena de Beethoven, Cármina Burana de Orff o el Bolero de Ravel y no precisamente gracias a las leyendas que la envuelven.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Antonín Dvorák: Sinfonía No. 9 en mi menor Op. 95 «Desde el nuevo mundo»

Versión: Orquesta Sinfónica de Londres. István Kertész, director.

Partitura completa para consulta.

EDVARD GRIEG (1843-1907)

Peer Gynt

Música escénica Op. 55

Cartel realizado por Edvard Munch para la obra teatral de Ibsen «Peer Gynt»

En el año 1896 el pintor noruego Edvard Munch realizó un cartel para la primera presentación en París del Peer Gynt de Grieg, ese enorme compositor compatriota de Munch. En aquel cartel pueden verse rostros atormentados y llenos de angustia, enmarcados por un típico paraje escandinavo en tiempos invernales. Tal propuesta expresionista del pintor contrastaba de forma bien balanceada con la sobriedad de la obra teatral original de Henrik Ibsen, aquel Peer Gynt para el que Grieg compusiera su magnífica música. El trabajo de estos tres insignes artistas noruegos –Ibsen, Munch, Grieg- confirmó de muchas maneras su creciente interés por el nacimiento de un estilo nacionalista en respuesta a la enorme influencia del arte alemán en aquella región. La pieza teatral de Ibsen, que data de 1867, satiriza de manera grotesca algunos aspectos de la naturaleza humana. Como afirma Odile Martín: “Peer Gynt es un joven campesino egoísta, fanfarrón, de imaginación desbordante y voraz ambición.” Aunque la definición que sobre la personalidad de Peer Gynt nos ofrece Jorge Velazco es, a todas luces, más sabrosa: “(Él es) un joven impetuoso, pícaro, terco y voluntarioso, la perfecta combinación de bellaco, golfo y pillo, quien simboliza la degeneración moral.”

Portada del manuscrito de Peer Gynt de Ibsen

Con esa trama, digna de un perfecto galimatías pero no por ello menos interesante, Ibsen comisionó a Edvard Grieg en enero de 1874 para que escribiera la música incidental (o escénica) para el Peer Gynt. Sin embargo, el músico –quien se encontraba constantemente ocupado en diversos proyectos como pianista y director, así como por recurrentes ataques de flojera- no concluyó su trabajo para Peer Gynt sino hasta septiembre del año siguiente. Fue así que Peer Gynt se estrenó en el Teatro de la Cristianía el jueves 24 de febrero de 1876, y más tarde, entre 1888 y 1892, volvió a revisar la partitura en Copenhague con vías a nuevas presentaciones de la obra teatral así como extrajo lo mejor de toda la música incidental convirtiéndola en dos Suites orquestales (Opp. 46 y 55), que, en cuanto al orden de las selecciones, poco tienen que ver con la secuencia original de la obra de Ibsen.

La fabulosa (y en momentos jocosísima) historia de Peer Gynt es como sigue: El acto I transcurre con el ambiente de una sencilla y alegre boda campesina, para lo cual Grieg hecho mano de su enorme sensibilidad por la música popular noruega, utilizando algunos de sus procedimientos y paleta sonora. Entre danzas de primavera, procesiones y algunos solos de violín, llegamos al acto II donde el picarón de Peer Gynt arriba a la ceremonia y se le hace fácil raptar durante el ágape a la bella novia campesina (la joven Ingrid), quien se lamenta enormemente de tan horrible situación. Esta sección es de una elegancia inusitada, y nos recuerda en cierta manera la Marcha fúnebre de la Sinfonía Heroica de Beethoven.

Edvard Grieg

Para lograr su extraordinario plan de rapto de Ingrid, Peer Gynt abandona a su anciana madre Aase y a su fiel prometida, la inocente Solveig. A partir de ese momento comienzan sus avatares locos y vagabundos. Después de raptar a Ingrid, vivir con ella un tórrido romance (flor de un día) y olvidarla a su suerte, Peer Gynt pasa una temporada en la gruta del rey de los trolls, esas criaturas fantásticas de las montañas. Cual es su costumbre, el fanfarrón enamora instantáneamente a la hija del rey del inframundo con tal de quedarse a habitar con todo desparpajo en el lugar. La sección musical correspondiente, En la gruta del rey de la montaña, es definitivamente uno de los trozos musicales más significativos de la producción de Edvard Grieg. En el acto III nos encontramos con el momento realmente sensible de toda la música escénica, donde Peer Gynt encuentra momentáneamente a la joven Solveig que ha abandonado todo por él. Después de ello, somos partícipes de la terrible muerte de Aase, la madre de Peer, quien frente a la tristeza que le provocó el abandono de su hijo dibuja su último aliento en un fragmento musical por demás desgarrador, y que el mismo Grieg reconoció –junto con la Canción de Solveig– como una de sus piezas maestras (y, créame, ¡lo es!) por su profundidad en carácter, sombría en sus matices, intensa en la expresión.

Primeros compases de La muerte de Aase

Comienza el acto IV con otra de las piezas que mejor rubrican la producción de este autor, Voces de la mañana, un perfecto remanso espiritual (y sonoro) después de escuchar el sufrimiento de Solveig y la transición de Aase. En dicho acto, Peer Gynt se hace vendedor de esclavos en África, engañado por la bella Anitra, hija del jefe de una tribu de beduinos. Anitra, quien baila y baila sin cesar y sensualmente para enamorar cada vez más a Peer, resultó ser la horma del zapato del joven. Peer Gynt, azorado por haber encontrado a alguien más astuto que él, decide (en el acto V) regresar a Noruega en un viaje fantástico lleno de tempestades y pruebas físicas. Finalmente, arriba al hogar como un vikingo viejo, derrotado, desanimado, y aunque en el fondo no está arrepentido de todo lo que ha vivido sí se encuentra extremadamente agotado físicamente. Arriba a su cabaña y muere en brazos de Solveig que nunca dejó de esperarlo, y quien para confortar sus últimos minutos le canta una tierna canción de cuna.

 JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Descarga disponible:

Edvard Grieg: Selecciones de Peer Gynt

Versión: Coro y Orquesta Filarmónica de Oslo. Esa-Pekka Salonen, director. Barbara Hendricks, soprano


Canción de Solveig

Seguramente pasarán el invierno y la primavera,

Y también el siguiente verano, y todo el año;

Pero algún día tu regresarás, lo sé de seguro,

Y continuaré esperando, como te lo prometí la última vez.

Dios te da fuerza para que continúes, por dondequiera que estés en el mundo,

Dios te da alegría si tú te mantienes a sus pies.

Aquí yo esperaré hasta tu regreso;

¡Y si tú esperas ahí, nos encontraremos, amigo mío!

Canción de cuna de Solveig

¡Duerme, mi querido muchacho!

Te meceré entre mis brazos y estaré velando tu sueño.

Mi muchacho se ha sentado en el regazo de su madre.

Los dos han jugado cuán largo ha sido el día.

Mi muchacho ha descansado en el pecho de su madre

Cuán largo ha sido el día.

¡Dios te bendiga, mi alegría!

Mi muchacho ha reposado cerca de mi corazón

Cuán largo ha sido el día.

Ahora él está tan cansado.

Te meceré entre mis brazos y estaré velando tu sueño.

Traducción de José María Álvarez