Nació en Kaliště, Bohemia (hoy República Checa), el 7 de julio de 1860.
Murió en Viena, Austria, el 18 de mayo de 1911.
Sinfonía núm. 9 en re mayor
- Andante comodo – Allegro risoluto – Tempo I
- Im Tempo eines gemächlichen Ländlers (En tiempo cómodo de un ländler). Etwas täppisch und sehr derb (Un poco torpe y muy firme)
- Rondó. Burleske. Allegro assai. Sehr trotzig (Muy desafiante). Presto
- Adagio. Sehr langsam und noch zurückhaltend (Muy lentamente pero reservado)
Instrumentación: 4 flautas, 1 pícolo, 4 oboes (el cuarto alterna con corno inglés), 3 clarinetes en si bemol, 1 clarinete en mi bemol, 1 clarinete bajo, 4 fagotes (el cuarto alterna con contrafagot), 4 cornos, 3 trompetas, 3 trombones, 1 tuba, timbales, 4 percusionistas, 1 ó 2 arpas y cuerdas.
Duración aproximada: 81 minutos.
Mein Herz. Meine Seele. Sie leiden.
¿Acaso Mahler tenía miedo de morir?
“Quién no”, respondería cualquiera. Sin embargo, existe gente que durante su vida ha alcanzado un nivel de fortaleza espiritual y emocional que, al momento de enfrentarse ante lo inevitable, lo hace con valor y con la plena aceptación de lo que no se puede alterar. Haciendo una breve disertación emocional: ¿por qué tenemos miedo a morir? ¿Por asuntos que nos aferramos a concluir y que sabemos nunca podremos terminar? ¿Por querer sanar los remordimientos acumulados en nuestra existencia? ¿Por aferrarnos a la vida, con todas sus aristas buenas y malas? ¿Por no haber disfrutado la vida que se nos regaló desde el principio?
Cierto es (porque se ha documentado en la vida de gente común y de los grandes de la historia) que la señal de que la vida es finita llega en el momento menos pensado (o esperado). En el caso específico de Gustav Mahler, Theodor Reik (1888-1969) nos comenta en sus Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler (1953):
“En 1907 las dos hijas de Mahler padecieron la escarlatina. La más pequeña se repuso, pero fue entonces cuando la mayor murió. Sabemos que Mahler sufrió mucho por la pérdida de su hija. Su mujer también. El médico vino a examinar a la señora Mahler, para la que ordenó un reposo absoluto, ya que parecía que le habría afectado al corazón. Mahler entonces dijo al doctor, a modo más bien de broma: ‘Venga, ¿no le gustaría examinarme a mí también?’ Hízolo, pues, el doctor. Mahler estaba tendido sobre el sofá y el doctor, arrodillado, junto a él. Se levantó con el semblante muy serio, y dijo con negligencia: ‘Bien, no tiene usted ninguna razón para ensoberbecerse por un corazón como el suyo.’ La señora Mahler, que es quien nos relata la escena, agrega: ‘Su veredicto señaló el comienzo del final de Mahler.’ ”
Lo que podríamos interpretar por este episodio en la vida de Mahler es que el músico, con su actitud de burla frente a la experiencia médica, pretendió jugar una mano de póker con Dios… pero no obtuvo el resultado que deseaba. Este es un momento más en la vida de Mahler en que sus demonios personales comenzaron a atacarlo, a quitarle el sueño cada vez con más ferocidad, a carcomerse frente a algo que no podría cambiar. Si revisamos cualquier período de su vida, siempre encontraremos los duros golpes que recibió al perder a su gente más cercana, empezando por su hermano menor Ernst (1862-1875), quizá la más grande tristeza que vivió de adolescente. Luego la de Hans Rott (1858-1884), su compañero de estudios, quien murió recluido en una institución mental. Antes de cumplir los treinta años de edad perdió a Bernhard (1827-1889) -su padre-, Marie (1837-1889) -su madre-, a su hermana Leopoldine (1863-1889), y a partir de ese momento el compositor comenzó a somatizar cada una de sus pérdidas afectivas en jaquecas insoportables, brotes de hemorroides con sangrados incontrolables y la manifestación (cada vez más evidente y explosiva) de una neurosis progresiva.
Entenderá ahora, querido lector, por qué Mahler sólo podía componer alejado del barullo de las ciudades, refugiándose en medio del campo: simplemente para catalizar su gigantesca neurosis al abrigo de la naturaleza.
Él, que siempre había estado tan apegado a la vida sencilla del campo, llevaba desde niño en su cabeza las retretas militares que escuchaba pasar cerca de su casa, así como las sombrías músicas que acompañaban a los cortejos fúnebres. En sus cinco primeras Sinfonías siempre existen alusiones bien marcadas de esos sonidos, y más de las marchas fúnebres que transformó en episodios orquestales de gran majestad en algunas ocasiones, y en otras “jugó” a burlarse de ellas con acercamientos ciertamente grotescos.
Ahora pensemos que, ante el diagnóstico de un severo desorden valvular en el corazón conocido como endocarditis (misma afección de la que murió su hermano menor), la mente atormentada del compositor interpretó el padecimiento como una fatalidad sin solución. Escribió Reik: “…la creencia inconsciente en el poder mágico de los deseos persistía, pero ahora tomaba la forma del temor al castigo.”
En 1908 Mahler le escribió a Bruno Walter (1876-1962):
“Hablo de enigmas porque usted no puede saber nada de lo que he pasado y lo que pasa en mi interior. No es, desde luego, un miedo hipocondriaco a la muerte como usted supone. Sé desde hace mucho tiempo que tendré que morir. Sin tratar de explicar ni de describir una cosa para la que no existen palabras, digo simplemente que de repente he perdido toda la calma y la paz interior que había alcanzado. Me encuentro cara a cara con la nada y a partir de ahora, al llegar al término de mi existencia, debo comenzar a aprender a andar y a sostenerme de pie.”
Entonces Mahler asume, por esta carta, que no tiene ninguna hipocondría. Excusatio non petita, accusatio manifesta.
Lo que –también- es evidente en él es el pavor por escribir una Novena sinfonía. Ludwig van Beethoven (1770-1827), Franz Schubert (1797-1828), Anton Bruckner (1824-1896) y Antonín Dvořák (1841-1904) no vivieron mucho tiempo después de terminar sus respectivas Novenas (*). Por ello se había generado en el siglo XIX una supuesta “maldición de la novena sinfonía” que, en el caso de Mahler, era una superstición engarzada a todos los temores que hemos expuesto. Dijo Arnold Schoenberg (1874-1951): “Parece que la Novena es el límite. Aquél que quiere ir más allá debe desaparecer… Aquellos que escribieron una Novena sinfonía estaban demasiado cerca del Más Allá.”
Así, al dedicar tiempo a una nueva partitura después de su Octava sinfonía, se escabulló de la posibilidad de bautizarla como “Novena”. De hecho, la nueva obra estaba constituida por una serie de seis “lieder” para voces y orquesta basadas en poemas originales chinos, reelaborados por Hans Bethge (1876-1946) en su antología La flauta china, y englobadas en una estructura de sinfonía vocal. La tituló Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra); y toda vez que la partitura estuvo terminada le comentó a su esposa que esa era su “Novena” sinfonía, aunque no lo dijera su nombre. Con temerosa astucia quiso brincarse ese escalón supersticioso.
Pero el destino y el hambre por escribir una nueva Sinfonía alcanzarían a Mahler con todo y sus supersticiones. Podemos identificar en el “subtexto” de La canción de la Tierra que el compositor concibió en ella un emocionante himno a la vida, al disfrute de las cosas bellas y al momento inevitable de despedirse, valientemente, de todo lo tangible de la materia. De tal manera, el puente sinfónico entre sus Sinfonías 8 y 9 está establecido en esta partitura; el tránsito de “los soles y planetas en plena rotación” de la Octava hacia esa otra forma expresiva contenida en la Novena que se muestra ante nuestros oídos como un gran poema elegíaco. Queriendo escapar nuevamente de la superstición, Mahler le explicó a su compañera que su nueva Sinfonía estaba en “re mayor”, a diferencia del “re menor” de la Novena de Beethoven.
Pero la historia de esta Sinfonía no sólo está ligada a las suposiciones y miedos del autor (quién imaginaría que mientras comenzó a bosquejar la obra a mediados de 1909 él se encontraba en perfecto estado de salud aunque, eso sí, sumido en la depresión por la pérdida de su hija). El elemento más perceptible en ella es su fracturada relación marital. Debido a sus compromisos profesionales, Mahler comenzó a descuidar su relación de pareja. Eran los tiempos en los que comenzaron sus viajes a Nueva York, respondiendo a los compromisos que el músico tenía como director en la Metropolitan Opera House y, posteriormente, como Titular de la Sociedad Sinfónico-Filarmónica de Nueva York. Entre esos viajes, Alma Mahler (1879-1964) también reportó algunos problemas de salud por lo que se le recomendó que acudiera a Tobelbad (cerca de Graz) a tomar aguas medicinales. Ahí conoció a un arquitecto, algo menor que ella, Walter Gropius (1883-1969); pasaron algunas semanas juntos, y ahí el rumbo de la familia Mahler comenzó a cambiar lentamente. Gracias a su célebre encuentro con Sigmund Freud (1856-1939) en 1910, Gustav comprendió la forma en que se había alejado de su esposa y sus remordimientos no le daban descanso. Así, la Novena sinfonía de Mahler reposa –también- en esos sentimientos de culpa.
Todo lo anterior nos hace enfrentarnos a una música con una gran carga emotiva, de trazos poéticos, más cercana al cosmos que a lo mundano. El compositor Alban Berg (1885-1935) tuvo acceso al manuscrito de la Novena sinfonía de Mahler y sus impresiones las narró en una carta a su prometida, la cantante Helene Nahowski (1885-1976) en 1910:
“El primer movimiento es la cosa más celestial que Mahler haya escrito jamás. Es la expresión de un excepcional cariño por esta tierra, el anhelo de vivir en paz en ella, de disfrutar la naturaleza y sus profundidades antes de la llegada de la muerte. Porque la muerte llega, irresistiblemente. Todo el movimiento está permeado de la premonición de la muerte. Aparece aquí una y otra vez, todos los elementos del sueño terrenal culminan en la muerte… de manera más categórica en el colosal pasaje en el que esta premonición se convierte en certeza, donde en medio del poder de la casi dolorosa alegría de la vida, la muerte misma es anunciada con gran violencia.”
En su Novena, Mahler retoma la gran tradición sinfónica del siglo XIX con un esquema clásico de cuatro movimientos en el que las secciones exteriores (ambas en diferentes tonalidades) son los cimientos de toda la obra. Esta es la Sinfonía más destacada en iniciar con un movimiento lento desde los tiempos de Franz Josef Haydn (1732-1809), con una estructura dramática abstracta y compleja en su contenido. Es, en palabras de Arnold Whittall (n. 1939): “el epítome de un ethos poético empapado en amargura, nostalgia y sublimidad pastoral.” En la reiteración del hermoso tema principal del movimiento, Mahler escribió sobre las notas: “¡Oh, días desvanecidos de la juventud! ¡Oh, amor destrozado!” Al final de esta parte nos encontramos con un grupo reducido de la orquesta que toma todos los temas y juguetea con ellos con pueril inocencia. Este Andante comodo es la continuación lógica del escenario de despedida que Mahler nos dejó en La canción de la Tierra con su emotivo “Ewig” (“eternamente”) final.
El segundo movimiento es una virginal y, a la vez, sarcástica mirada a los orígenes sonoros de Mahler en aquella forma de danza rústica austriaca conocida como “ländler”, pero trata de alejarse de cualquier sensiblería y en su desarrollo abandona el hálito inofensivo para convertirse en una especie de monstruito regordete que baila, desvergonzado, un vals vulgar y que regresará al reposo original al final de la sección. Deryck Cooke (1919-1976) acertó al decir que, con estos dos movimientos, Mahler pareció retomar el esquema que Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) usó en su Sinfonía patética (1893).
El movimiento siguiente es un rondó que Mahler marcó como “muy desafiante”; construido sobre temas aparentemente inconexos que él dedicó “a mis hermanos en Apolo”, es decir, a todos aquellos compositores que lo atacaron por su falta de técnica contrapuntística. Es esta una sección desbocada, de estupenda factura contrapuntística y con una parte central introspectiva coronada por una delicada melodía en la trompeta. Y concluye la sección con episodios tortuosos que poco a poco van cimentando un golpe infalible y salvaje.
El final de la Novena de Mahler parece encontrar paralelo en las palabras de Marcel Proust (1871-1922): “…un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan al unísono con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días.”
Esta es música extraordinariamente hermosa, con una especie de himno cantado por todas las cuerdas y que nos lleva por un viaje a lo más profundo del espíritu mahleriano. Posteriormente surge –glorioso- un solo de violín que brilla sobre una melodía en las voces graves de las cuerdas; el paso por esa visión interior del compositor avanza, se desarrolla y alcanza un primer clímax. Después, la reiteración del emocionante himno y nuestro andar por los senderos más tiernos e insospechados del espíritu de Mahler; el arpa destella en un ambiente sereno que nos conduce a un clímax aún más emocionante. Al aproximarse el final de la jornada, accedemos a un universo silencioso, alimentado por la quietud y por una beatífica luz que se cierne sobre nosotros. Probablemente sea el Paraíso en el que Mahler siempre quiso reposar. Esos pocos compases que se van desvaneciendo lentamente constituyen la música más emocionante jamás escrita. El último susurro en las violas parecería decir:
Brevis aetas, vita fugax. (El tiempo es corto, la vida fugaz).
El 26 de junio de 1912 Bruno Walter empuñó la batuta para dirigir el estreno mundial de la Novena sinfonía de Mahler con la Filarmónica de Viena. Para entonces, su autor ya descansaba en paz. En esa paz que durante tanto tiempo buscó. Y definitivamente consiguió.
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
(*) Lo mismo ocurrió con la Novena sinfonía de Ralph Vaughan Williams (1872-1958). La mañana del 26 de agosto de 1958 en que Sir Adrian Boult (1889-1983) comenzó las sesiones de grabación de dicha Sinfonía con la Filarmónica de Londres el gran ausente fue el compositor: había fallecido repentinamente en su domicilio en las primeras horas de ese día.
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Versión: Real Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Leonard Bernstein, director.