FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Octeto en fa mayor, D. 803, Op. 166

  • Adagio – Allegro
  • Adagio
  • Allegro vivace
  • Andante
  • Menuetto: Allegretto
  • Andante molto – Allegro

En una misiva a Leopold Kupelwieser (1796-1862), fechada el 31 de marzo de 1824, Franz Schubert le comentó a su íntimo amigo que consideraba su Octeto, junto con los Cuartetos de cuerda en la menor y re menor, como un preludio composicional para una nueva Sinfonía. Y aunque ninguna de estas obras nos parece hoy día como meros ejercicios, es importante notar que dichos Cuartetos los compuso por el simple placer de hacerlo, mientras que el mencionado Octeto respondió a una comisión del Conde Ferdinand Troyer (1780-1851), administrador en jefe del archiduque Rodolfo de Austria (1788-1831), alumno y protector de Ludwig van Beethoven (1770-1827) y que en esos momentos también se desempeñaba como arzobispo de Olmutz.

El Conde Troyer era un clarinetista aficionado de envidiable nivel y compartía tanto con Schubert y con su patrón el archiduque Rodolfo una profunda admiración por la música de Beethoven. Así fue como Troyer le solicitó a Schubert una pieza casi idéntica al Septeto de músico de Bonn. De hecho, Schubert cumplió en gran medida dicha petición al también estructurar la pieza en seis movimientos, pero con la salvedad de añadir un segundo violín a la instrumentación que usó Beethoven en su Septeto. Y aunque existen muchas semejanzas en las dos obras, no deja de sorprender que el Octeto de Schubert puede ser considerado como más revolucionario en su idiomática netamente romántica, mientras que el esquema del Septeto beethoveniano provenía del modelo dieciochesco del divertimento.

Schubert trabajó en el Octeto durante febrero de 1824. Según el pintor Moritz von Schwind (1804-1871) amigo cercano de Schubert, el compositor se encontraba sumergido en un frenesí creativo. Aparte del Octeto, terminado el 1 de marzo de 1824, los frutos de este intenso período composicional fueron los Cuartetos en la menor D. 804 (llamado Rosamunda), y el re menor, D. 810 conocido como Der Tod und das Mädchen (La muerte y la doncella). La primera audición privada del Octeto ocurrió poco después de haber sido terminada la partitura en la residencia del Conde Troyer, quien en esa ocasión también tocó la parte del clarinete (como era de esperarse).

Una audición posterior tuvo lugar en 1826, pero la primera vez en que el Octeto se interpretó públicamente -y que  fue la única ocasión que Schubert pudo escuchar su pieza- fue el 16 de abril de 1827 en la muy famosa Taberna del Erizo Rojo en Viena, durante un concierto organizado por el violinista Ignaz Schuppanzigh (1776-1830), junto con An die ferne Geliebte (A la amada lejana), un ciclo de canciones de Beethoven, y un arreglo para dos pianos y cuarteto de cuerdas de su Quinto Concierto para piano. Diez días después de la audición, el Wiener Allgemeine Theaterzeitung señaló que el Octeto era «luminoso, agradable e interesante». Es importante notar que Schuppanzigh, quien actuó en las primeras interpretaciones de este Octeto, también fue el responsable del estreno del Septeto de Beethoven. Para dar vida a la flamante partitura de Schubert, Schuppanzigh convocó a sus compañeros del Cuarteto que había formado: Louis Sina (1778-1857) en el violín segundo, Franz Weiss (1778-1830) en la viola y el chelista Josef Linke (1783-1837). Y además del Conde Troyer en el clarinete, participaron Josef Melzer (¿? – ¿?) en el contrabajo, el cornista Friedrich Hradezky (¿? – ¿?) y, probablemente, el fagotista August Mittag (1795-1867).

Franz_Schubert_by_Kriehuber_1846

Franz Schubert por Kriehuber (1846).

Sin embargo, la pieza tuvo que esperar treinta y cuatro años para escucharse nuevamente, gracias a los buenos oficios del violinista Josef Hellmesberger (1855-1907) en Viena en 1861. Aunque el hermano de Schubert, Ferdinand (1794-1859), se lo presentó a Anton Diabelli (1781-1858) en 1829 para su publicación, aunque no se imprimió hasta 1853, e incluso entonces se excluyeron los movimientos cuarto y quinto.

Si bien el Octeto comparte el mismo período de composición que los dos Cuartetos antes mencionados, los estados de ánimo evocados por esta obra son diametralmente opuestos. Mientras los Cuartetos reflejan el lado más oscuro y doloroso del autor, el Octeto es optimista, sonriente, brillante; sólo la introducción lenta en el movimiento final parece acercarse a las texturas ocres y ambiente misterioso de los Cuartetos en tonalidad menor.

Con la vista puesta en las habilidades interpretativas del Conde Troyer, muchas de las mejores melodías de la obra están pensadas para el clarinete, sobre todo en el Adagio. En otros momentos de la partitura, las exigencias para todos los intérpretes son considerables, en particular para el primer violín y el corno. De hecho, algunas ediciones ofrecen alternativas más fáciles para el primer violín en el final y para el clarinete en el primer y último movimientos. Si bien la combinación instrumental del Octeto ofrecía a Schubert un potencial de características orquestales, el compositor estaba más dispuesto a explorar las capacidades solistas inherentes al conjunto, aunque en este caso el contrabajo se usa prudentemente para darle cuerpo a la voz del violonchelo.

El primero de los seis movimientos de la obra comienza con una introducción lenta, que nos lleva a un vigoroso Allegro cuyo tema principal está basado en Der Wanderer (El vagabundo), un lied del propio Schubert. Como dijimos antes, al clarinete se le confía el tema principal del segundo movimiento, acompañado inicialmente por las cuerdas. La parte siguiente, Allegro vivace, tiene el carácter de un scherzo, con un trío que realza la participación del violonchelo. El cuarto movimiento está concebido como un tema y siete variaciones, proveniente del dueto de amor Gelagert unter’m hellen Dach der Baume (Protegido bajo la cubierta brillante de los árboles) de Die Freunde von Salamanka (Los amigos de Salamanca), singspiel escrito por Schubert en 1815. La sección siguiente es un Minueto con un trío proveniente de una danza folclórica. Como en los primeros tres movimientos del Octeto, el final está concebido a gran escala. El material temático parece ser sencillo, aunque forma una caleidoscópica gama sonora en su desarrollo y propicia varios cambios de humor. El momento más sorprendente de este movimiento llega cerca del final, cuando el tema del Allegro se enfrenta con el material de la introducción lenta. La tensión del inicio de la obra se ve acentuada por espectaculares figuras ascendentes en el primer violín. Pero este episodio es breve y, en general, sirve para renovar el ímpetu del Allegro, que reaparece un poco más rápido y lleva al Octeto a una conclusión brillante y definitivamente emocionante.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Gidon Kremer e Isabelle van Keulen, violines; Tabea Zimmermann, viola; David Geringas, violonchelo; Alois Poch, contrabajo; Eduard Brunner, clarinete; Radovan Vlatkovic, corno; Klaus Thunemann, fagot.

FRANZ SCHUBERT (1797-1828)

Sinfonía No. 9 en do mayor, D. 944, “La grande”

  • Allegro ma non troppo
  • Andante con moto
  • Scherzo: Allegro vivace
  • Allegro vivace

 

La llamada Sinfonía “La grande” en do mayor fue la última que escribiera Schubert. La novena en orden de composición, pero séptima en ser publicada, es la creación sinfónica más extensa, una obra no sólo de “longitud celestial”, como Robert Schumann (1810-1856) la describió, sino también de un poderío monumental, contenido emocional profundo, gran complejidad e individualidad. “Brillante, fascinante y original de principio a fin”, dijo de ella Félix Mendelssohn (1809-1847), “se sitúa a la cabeza de sus partituras instrumentales”.

La Sinfonía recibió ese nombre de “La grande” quizá para distinguirla de la Sexta del mismo autor, concebida en la misma tonalidad (a ella se le dice ahora “La pequeña do mayor). Lo que Schubert consiguió con su Novena sinfonía fue una catarsis de la frustración que le generó el fracaso con el público de sus Sinfonías en mi mayor (1821) y en si menor –conocida como “Inconclusa”- (1822).

Aparentemente esta Sinfonía fue concebida en 1828 como resultado de una petición que le hizo a Schubert la Sociedad de Amigos de la Música de Viena. Para febrero de ese año comentó a sus editores que su nueva Sinfonía estaba terminada. Sin embargo, para todos nosotros merece ser situada estéticamente en el último año de vida de Schubert por las similitudes de estilo con piezas como su Trío en si bemol mayor y el Trío en mi bemol mayor.

Si bien en su Sinfonía inconclusa Schubert trató de transfigurar sus sentimientos más íntimos al plano sinfónico, influenciado por el refinamiento estético y sicológico del mundo del “lied”, en la Novena sinfonía elige una tonalidad mayor que es (para él)  símbolo de optimismo y bienestar, además de conjugar genialmente lo clásico y lo romántico. En este aspecto, Schubert elige una estructura sinfónica netamente clásica: cuatro movimientos, de los cuales el tercero es un scherzo, y que contiene una larga introducción. Pero el contraste con lo romántico viene en las características rítmicas de la partitura que la convierten en un gran lienzo danzable, como un hercúleo homenaje al “ländler” austriaco.

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Gustav Klimt: Schubert al piano (1899).

El germen temático de esta Sinfonía se encuentra en una frase de ocho compases tocada por los cornos al inicio de la obra y que aparece recurrentemente, desarrollada o retocada, a lo largo de la pieza. Aunque el carácter de inicio de esta música es ciertamente elegante, solemne, queriendo rememorar los trazos de la Sinfonía inconclusa, Schubert da un vuelco impresionante al llegar al Allegro ma non troppo con su turbulenta vitalidad rítmica.

Ese impulso rítmico continúa de una forma lógica en el movimiento siguiente, el Andante con moto, aunque de carácter mesurado y bien equilibrado nos da la sensación de estar escuchando una marcha solemne. Curiosamente ese mismo carácter ya había sido trabajado por Schubert en piezas como Der Wanderer (El vagabundo) y en el ciclo de canciones Winterreise (Viaje de invierno) y que es reconocido como “el motivo del caminante”.

El Scherzo de esta obra es el más destacado después de los que escribiera Ludwig van Beethoven (1770-1827) en sus Sinfonías. De proporciones gigantescas y ritmo avasallador, posee una impresionante riqueza de temas y que ha sido definido como “la auténtica antesala a las Sinfonías de Bruckner (1824-1896)”.

Si a esta Sinfonía se le llamada “La grande” por su duración y por su majestuosidad, al referirnos al movimiento final nos queda más claro aún que Schubert escribió un compendio orquestal de proporciones titánicas: ¡Tan sólo el último movimiento tiene 1,154 compases! Y que da un final digno y apoteósico a la partitura.

En diciembre de 1828 la Novena de Schubert estaba lista para ser estrenada en Viena pero los músicos de la orquesta se negaron a tocarla por su complejidad. Hubo que esperar hasta el 21 de marzo de 1839 cuando Félix Mendelssohn realizó la primera audición de la obra en Leipzig.

Al descubrir Schumann esta Sinfonía en la casa Ferdinand (1794-1859), el hermano de Schubert, fue cuando definió a la obra como “de longitud celestial, como una gran novela en cuatro volúmenes de Jean Paul (1763-1825), por ejemplo…; habría que copiar toda la Sinfonía para darse una idea exacta del carácter novelístico que la anima.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica de la Radio de Colonia. Günter Wand, director.

PARTITURA

FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Sinfonía No. 3 en re mayor, D. 200

  • Adagio maestoso – Allegro con brio
  • Allegretto
  • Menuetto y trío: Vivace
  • Presto vivace

Durante la vida de Schubert, Viena fue agraciada por una vida musical intensa y variada. Además de la gran cantidad de óperas que se representaban y los conciertos públicos, las actividades musicales de carácter familiar eran algunas de las más importantes y se desarrollaban en todos los niveles sociales. Los grandes palacios de la nobleza eran escenarios idóneos para presentar conciertos, especialmente aquellos organizados por el príncipe Lobkowitz en los que se estrenaron muchas obras de Beethoven; sin embargo, en las casas de los mercaderes y los profesionistas en general también se organizaban soirées musicales íntimas, y constituían una práctica frecuente y bien recibida por la comunidad artística. Algunas de estas tertulias llegaron a niveles de excelencia, como por ejemplo la pequeña orquesta que creció en el seno de las reuniones musicales de la familia Schubert. Durante 1814 y 1815 el cuarteto de cuerdas de esa familia fue nutrido con la llegada de varios amigos de los Schubert para tocar con ellos; por supuesto, llegó un momento en que la intimidad de su hogar era insuficiente para albergar a un grupo tan grande, por lo que comenzaron a utilizar la casa de un potentado mercader, Franz Frishling. Hacia el otoño de 1815, nuevamente, la “orquesta” era tan grande y ya contaba con una considerable cantidad de seguidores, que tuvieron que mudar otra vez sus actividades, ahora a la casa de Otto Hatwig, quien colaboró con el conjunto y permitió su florecimiento durante los siguientes tres años. Ya entonces, la magnífica orquesta contaba entre sus miembros a 7 primeros violines, 6 segundos, 3 violas, 3 cellos y 2 contrabajos, así como una buena y variada cantidad de instrumentos de aliento.

En el caso particular de Schubert, es bien sabido que sus dos primeras Sinfonías las escribió como parte de su participación en la Orquesta del Stadtkonvikt; sin embargo, el desarrollo de la nueva orquesta ya referida constituyó un poderoso estímulo para su creatividad en el campo de la música orquestal. Su Tercera sinfonía fue probablemente la primera de sus partituras inspirada directamente por la novel orquesta. Schubert la escribió en tan sólo seis meses, justo antes de que el grupo comenzara sus actividades en la casa de Hatwig, y en una época en la que él se desempeñaba como profesor asistente en la escuela de música de su familia, situación que, dicho sea de paso, nunca lo hizo muy feliz. En este sentido, uno de sus amigos más cercanos, Anselm Hüttenbrenner recuerda que Schubert, aunque a disgusto, pasaba largas horas componiendo prolíficamente en una buhardilla húmeda, con una pequeña lámpara y envuelto en una gruesa cobija para soportar el frío. Y es cierto: la compulsión por crear nuevas obras lo llevó a componer en sus propias clases y, sin perder la esperanza y el ánimo, en tan sólo dos años (tiempo que invirtió trabajando para su padre) salieron de su pluma no menos de 382 partituras.

Franz Schubert (a la derecha)

La rapidez con la que Schubert compuso en ese lapso es evidente en la Tercera sinfonía. Los primeros cuarenta y siete compases de la partitura los escribió en mayo de 1815 y  la abandonó hasta el siguiente julio, pero al retomarla el día 11 de ese mes no paró en su creación. El primer movimiento estuvo listo al día siguiente, el 15 comenzó el segundo movimiento y concluyó la Sinfonía el día 19. En muchos sentidos, la Tercera de Schubert es una obra bastante ligera en carácter si se compara con la Sinfonía No. 2 que terminó cuatro meses antes. Quizá esta nueva obra es menos sólida en cuanto a duración y contenido, aunque su principal característica reside en su frescura y encanto en general, además de afirmarse como vivaz e individual. Se dice que el material temático del primer movimiento está imbuido en la música popular austriaca. Y aunque a muchos les suena como a música realmente “naïve” o plena de inocencia, es importante dejar claro que en esta Sinfonía encontramos a un Schubert verdaderamente sofisticado. En el primer movimiento, el autor conecta la introducción lenta con la parte central del movimiento utilizando una escala ascendente, en forma de una ráfaga sonora, seguida de cuatro notas repetidas. En contraste con esta sección, Schubert muestra su gracia y delicadeza en el segundo movimiento. El Menuetto posee un encanto particular, con sus acentos en contratiempo y en el espíritu de un verdadero “scherzo” romántico, así como su trío encapsula todo el sabor de los ländler campesinos. Clive Brown, uno de los grandes estudiosos de Schubert, define al último movimiento como “entre tarantella y final de una ópera bufa; aparecen giros que se van sucediendo uno a otro con impresionante rapidez y que dejan al escucha en un estado de alegre embriaguez.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Franz Schubert: Sinfonía No. 3 en re mayor D. 200

Versión: Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.

FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Sinfonía No. 4 en do menor D. 417, Trágica

  • Adagio molto; Allegro vivace
  • Andante
  • Allegro vivace
  • Allegro

Retrato de Franz Schubert realizado por Wilhelm August Rieder

El vasto catálogo de obras de Franz Schubert está nutrido por varias constantes que rubrican el singular estilo de expresión de este músico fallecido a destiempo; en ese sentido, lo que primero capta nuestra atención es el ejemplar dominio melódico de Schubert. El español Arturo Reverter acierta al decir que “si la importancia de un músico se midiera únicamente por su inspiración melódica, Schubert sería, sin discusión, el más grande de los que ha existido…”, y debido a lo diáfano, sencillez en la expresión y belleza de sus melodías, este hombre puede quedar en el mismo plano de otros “melodistas” fabulosos, como Mozart, Tchaikovsky y George Gershwin.

Pero acabamos de mencionar el término “belleza”. Esa es otra de las constantes en la música de Schubert: la exquisita belleza de sus trazos, el enorme lirísimo cantabile que abunda en sus Sonatas para piano, los Cuartetos, sus celebérrimos ciclos de canciones, su Octeto para cuerdas y alientos, aquella nostálgica Sonata para arpeggione, y el total de sus músicas pianísticas (sus Impromptus, los Momentos musicales, las dulces Marchas para dos pianos…). Así es, además de la solidez de sus melodías Schubert daba pinceladas de belleza a diestra y siniestra en sus partituras.

Pero las loas a este autor no concluyen ahí, pues otra constante de su producción reside en su fresca invención armónica, que lo llevaba a pasar de una tonalidad a otra -del mayor al menor- con pluma flexible y conocedora de causa.

Schubert respetaba y profesaba fascinación por varios compositores, especialmente Mozart y Beethoven, cuya influencia da fragancia a su germen sonoro. De tal suerte supo seguir los pasos de ambos en campos que cultivaron y llevaron a niveles de excelencia en el clasicismo: las Sonatas para teclado y las Sinfonías.

En este sentido, si bien los catálogos sinfónicos básicos en el período clásico están dominados por 104 Sinfonías de Haydn, 41 de Mozart (aunque hay más, consideradas como “de juventud”) y sólo 9 de Beethoven, la aportación schubertiana es quizá la síntesis del pensamiento de los autores mencionados y una saludable, poderosa influencia para los sinfonistas por venir (desde Brahms y Schumann hasta Mahler y sus colegas post románticos.

Los emblemáticos lentes de Schubert

En las notas que acompañan la grabación de las Sinfonías de Schubert dirigidas por Nikolaus Harnoncourt, Peter Härtling definió dichas obras como “la novela sinfónica” de este autor, y dice: “Schubert escribió los primeros seis capítulos de su novela en un lapso de cinco años. Había cumplido únicamente 21 años cuando terminó la sexta, la “pequeña do mayor”… En esos seis capítulos (Sinfonías), su narrativa musical adquirió con más fuerza nuevos colores y sus temas y melodías cobraban sentido de manera más intensa…”.

Es así, que al escuchar las primeras tres Sinfonías de Schubert, no sólo encontramos frescura e inocencia (casi mozartianas), sino una perfección estructural sine qua non. Al acceder a la Cuarta sinfonía, notamos que el mundo sonoro de este autor parece transfigurarse en aquella “novela” que sugiere Härtling. Ello se debió a la infinita devoción que Schubert comenzó a profesar por la música de Beethoven; en la Cuarta puede encontrarse un motivo de cuatro notas que aparece recurrentemente en la partitura, y que puede equipararse a aquel célebre motivo beethoveniano -dramático, insistente- de su Quinta sinfonía  Op. 67, definido por el autor del Concierto Emperador  como “el destino que llama a la puerta”.

No sabemos qué tan probable sea que ese mismo esquema de cuatro notas haya influído en la Cuarta de Schubert; sin embargo, la presencia musical de Beethoven se encuentra plasmada en la partitura. Parece que Schubert se encontraba en una lucha sinfónica por alcanzar las elevadas cumbres estéticas de la Sinfonía Heróica. Esa lucha personal es delineada en la lenta introducción de la Cuarta de Schubert, con su coloración gris y ocre; debido a ello esta obra se conoce como Trágica, aunque quien esto escribe puede definirla como la más romántica de las Sinfonías de este autor.

Resulta revelador echar un vistazo al devenir del sinfonismo posterior a Schubert, y encontrar que varios autores a lo largo de la historia han desarrollado ese sabor trágico, dramático y plagado de romanticismo justamente en sus Cuartas sinfonías. Algunos ejemplos: la de Bruckner (la Romántica), la No. 4 del inglés Vaughan Williams (acaso la más intensa y feroz de las que haya escrito), la Cuarta de Sibelius (introspectiva, pesimista) y la del mexicano Carlos Chávez (curiosamente también llamada Romántica). ¿Coincidencias?

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Franz Schubert: Sinfonía No. 4 en do menor «Trágica»

Versión: Orquesta Filarmónica de Viena. Riccardo Muti, director

FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Sinfonía No. 8 en si menor, D. 759, Inconclusa

  • Allegro moderato
  • Andante con moto

Franz Schubert

¿Ficción o realidad?

Siempre es básico citar los doctos comentarios de David Ewen, a través de su célebre Complete Book of Classical Music. Y para una labor casi detectivesca alrededor de la Sinfonía inconclusa de Schubert, el autor narra en el apartado correspondiente:

“Uno de los pocos honores que obtuvo Schubert en su vida fue como miembro honorario de la sociedad musical de Graz en 1822. Como un gesto de su gratitud, Schubert escribió para ellos una Octava sinfonía en si menor. Esa sociedad musical ensayó la obra pero nunca la estrenó. Entonces el manuscrito fue lanzado a una repisa en la casa de Graz de un amigo de Schubert, Anselm Hüttenbrenner. Ahí permaneció olvidado por muchos años. En 1860, treinta y dos años después de la muerte de Schubert, Hüttenbrenner le avisó a Johann Herbeck, director  de la Gesellschaft der Musikfreunde de Viena, sobre la existencia de la Sinfonía y de su importante mérito, por lo que le solicitó que la estrenara. Le tomó cinco años a Herbeck para investigar este asunto. Finalmente, el 17 de diciembre de 1865, Herbeck dirigió el estreno mundial de la Sinfonía en si menor en Viena. En esa presentación la música fue tocada exactamente como la dejó Schubert, con dos movimientos completos y nueve compases de un scherzo planeado. El enigma de por qué Schubert nunca terminó esta obra (la hoy llamada Inconclusa), nunca se ha resuelto. Los nueve compases del Scherzo revelan que Schubert planeó más de dos movimientos. El hecho de que un compositor como Schubert, quien siempre escribió con fluidez y nunca tuvo pérdida de ideas, se detuviera después de nueve compases al principio de un movimiento; que él estuviera listo para enviar una obra incompleta a la sociedad musical de Graz… todo ello proporciona una buena cantidad de material para la especulación. En opinión de algunos Schubert sí terminó dos movimientos más que fueron extraviados; pero ello es dudoso pues el manuscrito que tenía Hüttenbrenner cuenta con los nueve compases del movimiento tercero seguidos por páginas en blanco. Es improbable pensar, por otro lado, que la inspiración le haya fallado a Schubert. Lo que es más cercano a la realidad es que Schubert haya sentido que los dos movimientos completos representaban una obra de arte total en sí, tan perfecta en concepto y proyección que cualquier adición de movimientos la hubieran hecho anti-climática.”

Silueta de Schubert al piano

Y en la boca de Ewen habita la razón: cuando uno escucha los dos plácidos y bien conectados movimientos de la Octava de Schubert, nos cabe duda que este hombre la haya terminado, pero quizá sea válido pensar que en él existió la negación por continuar la obra. Sin embargo, esos simples compases de un supuesto Scherzo le dieron la suficiente libertad al autor de La bella molinera para dejar claro su propósito expresivo: dos movimientos elegantes, muy conmovedores, nostálgicos… nada puede continuar después de que se disuelve el Andante con moto. ¿O no lo cree usted?

Independientemente de todos los datos históricos y/o musicológicos inherentes en esta nota al programa y necesarios en cierta medida para comprender (y disfrutar) una obra como la Sinfonía inconclusa de Schubert, me parece más válido y muy necesario retomar aquella nostálgica historia que nos aporta Augusto Monterroso (Obras completas. Joaquín Mortiz, México, 1972) y que puede darnos una perspectiva distinta (aunque en tono de fábula) de lo que quizá ocurrió con un par de movimientos que si bien Schubert se negó a escribir también salta a la vista que ellos son parte del limbo y probablemente sí existieron alguna vez. Por lo cual, cedo respetuosamente el espacio al texto de Monterroso que se intitula Sinfonía concluida:

Yo podría contar -terció el gordo atropelladamente- que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuento músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leierman (organillero) guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que no me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre si y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el Andante y el Allegro cómo serán el Scherzo y el Allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera  guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que salía perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo -finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza- que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Franz Schubert: Sinfonía No. 8 en si menor D. 759 «Inconclusa»

Versión: Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.