GABRIEL FAURÉ (1845-1924)

Réquiem, para soprano, barítono, coro y orquesta Op. 48

  • Introito y Kyrie (Requiem aeternam)
  • Ofertorio (O Domine Jesu Christe)
  • Sanctus
  • Pie Jesu
  • Agnus Dei
  • Libera me
  • In paradisum
 

Manuscrito de una página del Réquiem de Fauré

“… Así es como yo veo la muerte, como una feliz liberación, como el anhelo del gozo que hay más allá, y no como un triste pasaje.” Gabriel Fauré.

Una de las ironías de la historia de la música es que las grandes obras de carácter religioso hayan sido compuestas por creadores a quienes importaba muy poco la religión per se. Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) puso poca atención a este asunto después de dejar Salzburgo, prefiriendo las filosofías humanísticas de la Masonería; Ludwig van Beethoven (1770-1827) pensaba que la religión “convencional” impedía la completa realización de la deidad; Giuseppe Verdi (1813-1901) rehuyó poner un pie en alguna iglesia, al grado de esperar en su carruaje a su esposa Giuseppina Strepponi (1815-1897) para que saliera de misa los domingos; y Gabriel Fauré, quien poseía uno de los puestos de organista de iglesia más prestigiados de París y concibió una de las piezas religiosas más perfectas y sensibles, se declaró agnóstico.

Émile Vuillermoz (1878-1960), en su biografía sobre Fauré, explicó que “sólo su cortesía natural y su conciencia profesional le permitió llevar a cabo su tarea como organista con absoluta integridad, y con poca hipocresía para escribir una buena cantidad de piezas sacras… El Réquiem es la obra de un no creyente quien respeta las creencias de los demás.” Más allá de constituir un testamento de la fe dogmática, el Réquiem de Fauré es una partitura para consolar y reconfortar, y según Vuillermoz -otra vez- “acompaña con contemplación y emoción la partida de un ser querido a su última morada”.

Gabriel Fauré

Fauré comenzó su carrera como organista y músico de iglesia en 1866 en Rennes y cuatro años después marchó a Clignancourt, un suburbio al norte de París. En 1871 fue nombrado organista en la Iglesia de Saint Honoré Eylau y en los siguientes años se convirtió en asistente del gran compositor y organista Charles-Marie Widor (1844-1937) en la Iglesia de San Sulpicio, así como sustituyó en varias ocasiones a Camille Saint-Saëns (1835-1921) en la famosa Iglesia de La Madeleine. Al concluir Saint-Saëns su labor como organista en aquel recinto en 1877 para dedicar más tiempo a la composición y su carrera concertística, fue reemplazado por Théodore Dubois (1837-1924) quien solicitó los servicios de Fauré para asistirlo. Fauré aceptó la posición de organista principal en La Madeleine en 1896 cuando Dubois se convirtió en director del Conservatorio de París. En ese respetable oficio Fauré contribuyó en varias ocasiones con una obra propia para los servicios religiosos en diversas iglesias, pero el Réquiem que ahora nos atañe fue su primera gran partitura en la totalidad de su catálogo. Él señaló alguna vez que comenzó a trabajar en ella hacia 1887 “sólo por el placer de hacerlo”, aunque el impulso por poner en música el bien conocido texto de la misa católica de difuntos le llegó antes -en 1885- al fallecer su padre y perder a su madre dos años más tarde.

La partitura del Réquiem estuvo lista a principios de 1888 y su primera presentación, bajo la dirección del autor, ocurrió en la Iglesia de La Madeleine en París como parte de un servicio fúnebre para el arquitecto Joseph-Michel Le Soufaché (1804-1887). Esta primera versión de la obra tenía sólo cinco movimientos (Introito y Kyrie, Sanctus, Pie Jesu, Agnus Dei e In Paradisum) y su instrumentación era algo “modesta”: violas, chelos, contrabajos, arpa, timbales y órgano, con una parte para violín solo en el Sanctus. Fauré preparó una nueva versión para presentaciones posteriores en 1893 que incluía dos movimientos adicionales (Ofertorio, compuesto en 1889, y el Libera me, concebido originalmente en 1877 como una pieza independiente para barítono y órgano), al tiempo de expandir un poco la orquestación al incluir cornos y trompetas. Con miras a la publicación de la partitura por la editora Hamelle surgió una nueva versión hacia 1900 y en la que Fauré re-instrumentó la obra para gran orquesta, de tal suerte que pudiera ser interpretada tanto en salas de concierto como en servicios religiosos; es importante señalar que existieron rumores de que esta versión definitiva fue realizada por un alumno de Fauré, Jean-Jules Roger-Ducasse (1873-1954). Ésta, fue estrenada en el Palacio del Trocadero en julio de 1900 bajo la dirección de Claude-Paul Taffanel (1844-1908).

Fauré

A diferencia de las grandes, bombásticas y dramáticas puestas en música de la misa de difuntos por autores como Hector Berlioz (1803-1869) y Verdi, el Réquiem de Fauré es muy íntimo en cuanto a dimensiones y su expresión es definitivamente dulce, sobrecogedora en el sentido de la paz y lo diáfano que nos envuelve al escucharlo.

Igualmente, y quizás influido por el Movimiento Ceciliano -que proponía una expresión religiosa sin complicaciones, directa y muy personal- es que Fauré decidió no incluir -de manera explícita- el Dies Irae, aquella sección de la Misa que nos habla de lo terrible del día del juicio final. Charles Koechlin (1867-1950), alumno y amigo de Fauré, siempre creyó que “la bondadosa naturaleza del Maestro tenía que volver la vista lo más lejos posible del dogma implacable del castigo eterno”. Mientras que Fauré indicó que “se ha dicho que mi Réquiem no expresa el temor por la muerte; alguien lo ha llamado como una canción de cuna de la muerte.” En una carta de Fauré fechada el 3 de abril de 1921 y dirigida a René Fauchois (1882-1962), el autor explicó: “Todo lo que he tratado de hacer con mi Réquiem es una suerte de entretenimiento sobre la ilusión religiosa, que de alguna forma es dominada de principio a fin por un sentimiento muy humano en cuanto a la fe por el descanso eterno.”

La gracia y belleza casi helénica que caracteriza a las mejores obras de Fauré pueden ser encontradas en su punto más elevado en este Réquiem, sobre el cual comentó la célebre Nadia Boulanger (1887-1979) que “nada más puro o lleno de claridad en su definición había sido concebido con anterioridad. Ningún elemento externo altera la sobriedad y expresión de pesar algo severa; nada provoca que su profundo carácter meditativo sea alterado, ninguna duda restringe la gentileza y ternura de esta música.” 

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Gabriel Fauré: Réquiem

Versión: Alain Clément, niño soprano; Philippe Huttenlocher, barítono; Philippe Corboz, órgano; Coro «Maîtrise Saint-Pierre-Aux-Liens de Bulle»; Orquesta Sinfónica de Berna. Michel Corboz, director.

GUSTAV MAHLER (1860-1911)

Sinfonía No. 8 en mi bemol mayor, De los mil

  • Primera parte: Himno Veni, Creatur Spiritus
  • Segunda parte: Escena final del “Fausto II” de Goethe

Gustav Mahler

Es el año 2010. “Ya hoy es mañana” dicen por ahí. A muchos les parece que ya habitan “el futuro”, y dicho asunto nos conminó -tristemente- a olvidar aquello que da sentido a nuestra existencia. En estos momentos de excesiva rapidez humana, máxima automatización y de usar la imaginación a partir de una computadora es que debe habitar en nosotros la esperanza por revivir la fe, la belleza y el amor. Así, el vehículo sonoro ideal para acceder con emoción al plano de pensamiento añorado lo constituye la Octava sinfonía de Gustav Mahler, creación equiparable a aquellos legados del arte que transfiguran la contemplación de nuestro entorno. Eduardo Neri apuntó en sus notas para el Festival Gustav Mahler: el tiempo recobrado de la Sinfónica Nacional en 1994: “Su grandeza genuina, el espíritu panteísta que la anima, el genio absoluto que encierra compás a compás, la cósmica capacidad de comunicación que entraña y… su perfección como síntesis unívoca de forma y fondo, de emotividad expresiva y artesanado, vuelven a la Octava de Mahler uno de los puntos realmente culminantes de las artes universales.”

Caricatura de Mahler realizada por Hans Boehler, circa 1906. (Archivos del Carnegie Hall)

Así es: con esta obra Mahler alcanza alturas cimentadas por las sinfonías que las preceden. Si el compositor dijo que para entender una de sus sinfonías era necesario escucharlas y comprenderlas en su totalidad, arribamos a la Octava comprendiendo los trazos autobiográficos que Mahler esculpió en su música con una estructura nutrida por su veneración a Bach y la polifonía con orquestaciones que nos deslumbran por su perfección y sentido colorístico inigualable. De ahí que Jack Diether haya afirmado que la Octava de Mahler es acaso su sinfonía “más barroca” en la que logra “un auténtico intercambio cósmico de sonidos en una escala panorámica, vasta y flexible.” En este orden de cosas, ésta es como un prisma de facetas cambiantes pero fuertemente encadenadas. Por su parte, Neri asevera que “…la Octava no es sinfonía y sí lo es. No es oratorio y sí es oratorio. No es ópera y sí lo es. No es una canción y sí es varias canciones. No es teatro y sí es teatro. En la Octava de Mahler se unen, como dispuestas bajo una bendición divina, las herencias de Beethoven y el Schubert sinfonistas, del Mozart operístico, del genio contrapuntista de Bach, del drama musical wagneriano, de la tragedia helénica, del misterio eléusico, sostenida esta vasta raíz estética mediante el poderoso pensamiento del compositor, en un lenguaje orquestal de perfección asombrosa, que Mahler cultivó y depuró ya en las obras que anteceden a la Octava.”

Mahler en 1910

Cuando Mahler le comentó al director Willem Mengelberg que su Octava era lo más complejo y considerable que había hecho en su vida, y que en ella podía percibirse al “universo vibrando y resonando… ya no se trata de voces humanas sino de miles de planetas y soles en plena rotación…”tenía la boca colmada de verdad. Su comprensión sonora había llegado a un grado de refinamiento que está relacionada directamente con sus anhelos espirituales.

El verano -como siempre- fue el período que este hombre ocupó en 1906 para escribir su Octava, tiempo de reencuentro con sus poderes creativos que se vieron disminuidos al terminar la Séptima sinfonía. Así como ocurrió con la Oda de Klopstock en la Sinfonía Resurrección -No. 2-, ese verano Mahler encontró la luz gracias al himno medieval Veni Creator Spiritus de Hrabanus Maurus, arzobispo de Mainz. Con ello, y como señala Philip Barford, Mahler deseó “componer una invocación simbólica (para llamar a los poderes creadores) mediante la puesta en música de este himno …cuyo texto en latín no es sólo de una enorme belleza, sino que habla al Creador en un lenguaje directo y apasionado …(y en el que) se llama a la inspiración para que inunde la mente y el corazón…”. Barford añade que “las visiones y aspiraciones de Mahler anticipan un despertar espiritual que aún yace en el futuro de la humanidad. En esta titánica sinfonía coral Mahler reafirma e imparte mayor profundidad a la experiencia cristiana de la fe (en la Primera Parte), enlazada a la imagen goethiana de lo femenino visto como el aspecto redentor de Dios (en la Segunda). De esta forma, Mahler se aleja de la ‘música absoluta’ y vuelve al concepto del sonido como portador de una idea. Esto significa que una interpretación de esta sinfonía se convierte en un acto ritual, que confronta la mente del escuchante con imágenes y conceptos místicos relacionados con la vida íntima del alma humana”. Como se mencionó, para la segunda parte de su sinfonía Mahler utilizó la sección final del Segundo Fausto de Johann Wolfgang von Goethe, lo cual parecería disparatado en relación al sentimiento de creencia cristiana desplegado en la Primera Parte. Sin embargo, Michael Kennedy asegura que “el propósito de Mahler era enfatizar el eslabón de la expresión cristiana en el poder del espíritu y la visión simbólica de Goethe sobre la redención de la humanidad a través del amor.” Mientras Mahler se encontraba en Munich ensayando la nueva sinfonía en 1910, escribió una carta a su esposa Alma (a quien está dedicada la partitura, como podría imaginarse): “La esencia de la sinfonía se basa en la idea de Goethe cuando expresa que el amor es generador y creador, una emanación física y espiritual de Eros. Lo puedes ver en la última escena del Fausto, presentado simbólicamente… La maravillosa discusión entre Diotima y Sócrates …transmite la esencia del pensamiento platónico, su visión del mundo …La comparación de Sócrates con Cristo es obvia y ha emergido espontáneamente en todas las épocas; siempre es Eros el creador del mundo.” Un año antes, Mahler escribió a su mujer: “Eso que nos empuja con fuerza mística; que cada ser viviente -tal vez hasta las mismas piedras- siente con la absoluta certeza de que es el centro mismo de su ser; eso que Goethe llama lo eterno femenino; ese lugar de reposo, la meta, lo opuesto a la batalla que libramos con llegar a esa meta (lo eterno masculino)…tienes mucha razón en llamarlo ‘la fuerza del amor’…Goethe lo expresa con claridad creciente y certidumbre en la Mater Gloriosa …la personificación de lo eterno femenino.”

 Ensayo previo al estreno de la Octava sinfonía de Mahler en Munich (1910)

La Octava sinfonía de Mahler fue estrenada por su autor en Munich en septiembre de 1910 con orquesta y coros de proporciones monstruosas (lo que llevó al empresario del evento a bautizarla como hoy se le conoce: De los mil). Ahí se dieron cita nobles, intelectuales y un público que estalló en vítores al final. Mahler debió estar feliz, pero no fue así: el padecimiento cardiaco que segó su existencia algunos meses después hacía presa de él y sentía la muerte correr por sus venas. Thomas Mann supo ver en los ojos de Mahler y susurró al concluír la Octava: “la mirada de este hombre ya no es de este mundo.” Efectivamente: ocho meses después Mahler dibujó su último aliento y accedió a la inmortalidad.

Eduardo Neri afirmó: “…la Octava no ha de escucharse como otras músicas. Es un acto ritual, un acto de comunión. Es, para decirlo de forma clara, una revelación, un ruego porque nos colmen el amor y la luz. La Octava no sólo se escucha: se habita, se percibe, se intuye, se sufre, y será un error el intentar permanecer distante de su significado metafísico.”

Con ánimo renovado y el empuje por creer, amar y aprender en un tiempo que el orbe insiste en manipular, es que renacemos gracias a la aspiración espiritual de Mahler. Hoy estamos reunidos (en cuerpo o en alma) para entender que nuestra esencia debe perdurar -cada vez con mayor fuerza- a través de la música, siempre la música… sea este 2010 futuro o presente.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

P.S.- Esta nota fue terminada al abrigo del primer eclipse lunar del 2000 y está dedicada a gente digna de la belleza de la Octava de Mahler: a mi amigo por siempre -y ante todo- Eduardo Neri (1963-1997), gracias a quien mi visión de la vida cambió radicalmente; a mis padres, que tanto me han soportado; a Javier Platas, la mejor voz de Mahler en la radio; a Fernando Martínez, por todo su cariño incondicional depositado en mí durante tres años de mi vida; y -last, but not least- a “Kike”.

Descarga disponible:

Mahler: Sinfonía No. 8, parte I y

Mahler: Sinfonía No. 8, parte II

Elenco: Heather Harper (soprano 1 y Magna Peccatrix), Lucia Popp (soprano 2 y Una penitente), Arleen Auger (soprano 3 y Mater Gloriosa), Yvonne Minton (contralto 1 y Mulier Samaritana), Helen Watts (contralto 2 y Maria Aegyptiaca), René Kollo (tenor y Doctor Marianus), John Shirley-Quirk (barítono y Pater Ecstaticus), Martti Talvela (bajo y Pater Profundus). Coros de la Ópera Estatal de Viena, Niños Cantores de Viena. ORQUESTA SINFÓNICA DE CHICAGO. SIR GEORG SOLTI, director.

CARL ORFF (1895-1982)

Cármina Burana

Music makes the people come together
Music makes the bourgeoisie and the rebel come together…
Do you like to… Boogie Woogie?

Madonna. Music

Rueda de la fortuna

Bien sé, finísimo lector, que en las notas al programa uno debe ser más explicativo que crítico, y que los comentarios personales están un tanto fuera de lugar en ellas. Sin embargo, lo que voy a decir para comenzar esta nota seguramente ha navegado por su cabeza: Recuerdo perfectamente cuando en el año 1976 compré mi primer disco LP conteniendo Cármina Burana de Orff. Era una versión –hoy legendaria- con Eugen Jochum en la batuta y las voces de Gundula Janowitz, Gerard Stolze y Dietrich Fischer-Dieskau; en la portada del disco venía un anuncio de que esa grabación había sido autorizada por el mismísimo Carl Orff. Creo que para cualquiera de nosotros, escuchar por vez primera Cármina Burana constituye todo un acontecimiento sonoro e intelectual (bueno, en ese entonces yo sólo tenía 10 años de edad). Mas la prueba de fuego llega cuando ésta se presencia en vivo: mi primera experiencia en ese sentido fue unos dos años después, con la Sinfónica Nacional en Bellas Artes. El poderío de esa marea sonora provocada por Orff  mueve más –según yo- nuestro “volcán interno”, nuestra parte feroz y animal que la sensibilidad. Y al paso del tiempo, escuchar más grabaciones y asistir a más conciertos de Cármina Burana tanto en México como en el extranjero, me ha permitido reflexionar sobre lo que esta obra significa para mí, y le voy a explicar tajantemente qué es lo que creo: hasta la fecha no logro comprender qué pócima mágica o elemento sobrenatural posee Cármina Burana que a todo el mundo fascina y hasta enloquece. Se lo pregunto a mis amigos, al público, a los músicos, a los cantantes, a mis mascotas y hasta a la almohada. ¿Qué es lo que tiene Cármina Burana? ¿Por qué todo el mundo corre apresurado a conseguir boletos cuando se presenta y se hacen “broncas” severas con revendedores y con aquel cuatito que consiguió un mejor lugar en la sala de conciertos que la persona que llevaba formada unas tres horas para entrar? ¿Cuál es el antídoto que utilizó Orff para que una pieza musical de –hay que decirlo- mediana calidad estética sea más escuchada y más gustada que, por ejemplo, Don Giovanni de Mozart o la Octava sinfonía de Mahler? Las razones existen. Y son perfectamente indiscutibles para el contexto político, social y cultural que le tocó vivir a Carl Orff. Por lo cual, es momento de explorar un poco quién fue este señor y de cómo Cármina Burana lo ha llevado a la inmortalidad. Aunque debo prevenirlo de que en el presente texto usted conocerá algunas facetas oscuras en el señor Orff, planteadas de la manera más imparcial posible (sí, querido lector: aquí se dará cuenta que este compositor no era precisamente un ángel del cielo).

Carl Orff

Oriundo de Munich, Alemania, Orff nació en 1895 y realizó sus primeros estudios en la Academia de Música de su ciudad natal. Siendo muy joven probó suerte como director de orquesta en ciudades como Mannheim, Munich y Darmstadt, para radicar definitivamente en la localidad que lo vio nacer. Desde ese momento –hacia 1920- Orff reconoció su profundo interés por la música antigua, sus técnicas y sonoridades, por lo que abordó estudios acuciosos sobre el tema y dedicó gran parte de su tiempo a la enseñanza y la composición. Ese interés creciente por la música del siglo XVI en particular, lo llevó a editar algunas piezas de Monteverdi y al mismo tiempo difundir varias de las Pasiones de Bach y Schütz. En asociación con Dorothee Günther, Orff fundó la Escuela Günther de gimnasia, danza y música. Ahí puso en práctica algunas de sus teorías sobre la enseñanza artística para niños y adultos, diseñando junto con Karl Mändler diversos instrumentos de percusión de fácil ejecución, todo lo cual él utilizó en el posterior diseño de instrumentos más sofisticados incluidos en sus partituras. En la década de 1930 Orff publicó todas esas teorías didácticas en su Schulwerk, donde surge lo que a la sazón se conoció como la Técnica Orff de enseñanza musical, que consiste en la sensibilización por las artes descubriendo la musicalidad inherente a todo ser humano mediante el contacto directo con el ritmo natural, el movimiento y la improvisación. En plena Segunda Guerra Mundial desapareció la Escuela Günther, pero Orff continuó con su actividad creativa. El año 1937 fue un parte aguas en su quehacer artístico pues decidió retirar todas sus partituras de juventud y avocarse a la creación de piezas que estuvieran íntimamente ligadas al teatro y la danza. En el año referido se estrenó Cármina Burana y posteriormente produjo La luna y Die Klüge, con libretos escritos por él mismo a partir de diversos cuentos de hadas. A fines de la década de 1940 hizo musicalizaciones de Antígona y Edipo, y mucho después abordó el Prometeo. En 1943 surgió otra de sus obras básicas (pero de menor popularidad frente a Cármina Burana): Cátulli Cármina (Canciones de Catulo), y siete años después vio la luz El triunfo de Afrodita. Con ambas partituras, Orff abordó con genialidad textos en lenguas clásicas, y fueron pensadas para constituir –junto con Cármina Burana– una trilogía escénica y musical (denominada Trionfi, o Triunfos), que tuvieran una enorme cohesión en lo estético y lo espiritual. Ahora que estamos claros en las preferencias estéticas de Orff debemos detenernos por un instante, pues aunque “nos choque” y por muy genial que parezca a nuestros oídos su música, las formas y el tipo de obras que este autor cultivó no fueron de ninguna manera su invento exclusivo. Para percatarnos de ello basta mencionar un nombre básico en el arte del siglo XX: Igor Stravinsky. Así es querido lector: si debemos algo a ese tipo de “espectáculo escénico-musical” de Orff hay que remontarnos a obras de Stravinsky como Las bodas y Edipo Rey. Cada una de estas piezas están dentro del esquema mencionado, aunque tan sólo algunos de sus aspectos –los básicos y de cierta forma banal- fueron reproducidos fielmente por otros autores de la misma época y de las más diversas nacionalidades, entre ellos Orff. Ejemplos los hay muchos: El rey David y Juana de arco en la hoguera de Honegger, La voz humana, El Diálogo de las carmelitas y Las tetas de Tiresias de Poulenc, Las coéforas de Milhaud, entre otros. Todo lo cual nos lleva a otro punto fundamental en la estética “orffiana”: si Stravinsky fue uno de los principales autores que desarrolló un “neoclasicismo” musical, sobre todo en las décadas de 1930 y 1940, eso quiere decir que no sólo sus piezas escénicas influyeron en esa pléyade de compositores –y otros más-, sino que la carga neoclásica estaba implícita en esa influencia. Así, si nos ponemos a discurrir sobre todo lo anterior, tanto el neoclasicismo stravinskiano, el neoclasicismo de Paul Hindemith (otro alemán, poco más creativo que Orff, quien puso también su granito de arena en la educación musical al crear la Gebrauchsmusik –Música para ser usada-), los neoclásicos franceses, añadiendo sus formas de abordar y crear música escénica, nos percatamos que Carl Orff tan sólo fue el recipiente donde esas ideas se vertieron y, cual cultivo de bacterias en una caja de Petri, dieron como resultado los fundamentos de Cármina Burana y las obras posteriores de Orff. Sí, señoras y señores: no queda más que referirnos a Orff como un neoclásico más, cuya originalidad reside más en Stravinsky que en él mismo.

Orff en su estudio

No debe sorprendernos, igualmente, que ese neoclasicismo del que hablamos haya sido tan importante en una época definitivamente incitante en el devenir de la sociedad cultural europea, es decir, en el período de tensión política generado entre las dos grandes Guerras del siglo XX. De tal suerte que la estética de Orff debe revisarse (más bien) en términos ideológicos. Tan sólo hay que entender que en la Alemania de 1930 el neoclasicismo era tomado como el regreso a lo elemental, a las raíces puras del pueblo alemán. A lo que me refiero es que en este período, en el que la ideología del nacionalismo fascista estaba en ascenso, muchos artistas tuvieron que “negociar” con los preceptos ideológicos de Hitler, por mucho que no tuvieran una clara filiación política. En este punto es donde, de manera más franca, los musicólogos y críticos de arte en general objetan el verdadero valor del arte de Carl Orff pues, a diferencia de otros colegas quienes fueron perseguidos, maltratados y hasta masacrados por el régimen nazi, como el propio Hindemith, Kurt Weill, Krenek, Zemlinsky, Krasa y Korngold, aquél señor prefirió comulgar con esas ideologías y ofrendar su música con honor por la causa nazi. Yo sé, paciente lector, que me estoy metiendo en muchas honduras con todos estos comentarios, pero no son producto de mi febril imaginación, y me remito a las pruebas. Un estudioso señaló lo siguiente: “La estética de este compositor (Orff) está permeada y circunscrita por el principio demagógico y totalitario adoptado tanto por Hitler como por algunos dirigentes de la desaparecida Unión Soviética: el arte debe ser simple, tener una base popular, una nueva sencillez accesible para las masas. Estos dictámenes político-musicales actuaron con poderosa fuerza anti-evolutiva en la música soviética y en la –por así llamarla- estética musical hitleriana –actualmente englobada casi por completo en la figura de Carl Orff. En este contexto, la postura musical de Orff, por su filiación política y estética, está sustentada en bases totalitarias.” Con todo lo anterior, no sorprende a nadie que el discurso musical de Orff esté guiado por elementos bombásticos, pero sencillos en expresión (bueno, para decirlo con todas sus letras: poco elaborados, crudos); igualmente, el fino público de todos los rincones del globo terráqueo no debe sentirse ofendido en este año 2010 –ni en los que vengan- por la forma en la que Orff veía a los receptores (escuchas) de su música ya que, de acuerdo a su mentalidad fascista, los consideraba como una masa incapaz de pensar mucho, y con esa idea rectora diseñaba la mayoría de sus composiciones. Empezando por ahí, puede entenderse por qué Cármina Burana resulta tan atractiva… Y cierto es que no hay que pensarlo mucho: Orff escribió “música para las masas”, atractiva para todos y cuyo contenido no nos invita a utilizar tanto las neuronas, sino a exaltar ese “lado animal” al que me referí líneas arriba. Insisto: el disfrute sonoro de Cármina Burana no significa que estemos idiotizados por la ideología de un hombre claramente en sintonía con el fascismo; aquí ya vale aclarar (uff, ¡finalmente!) que cualquier ideología puede estar más allá del mero contenido de una obra artística, y el arte trasciende los diversos credos de cualquier músico, poeta, escritor, pintor…

Planteada la realidad insoslayable de Carl Orff y su música, y dejando de bailar por un momento en la tumba de este hombre, pasemos a revisar el contenido de Cármina Burana (at last!): Antes que nada, se preguntará el porqué este redactor hace alusión (una y otra vez) a la presente obra de Orff como Cármina Burana, así, con la primera “a” acentuada. Esto es con un solo propósito: bien conocemos la anécdota alrededor de un promotor cultural en ciernes a quien se le presentó el presupuesto para la presentación en concierto de Cármina Burana (muy elevado a diferencia de un concierto “común”). No hubo que esperar mucho para que el “culto” señor preguntara por qué esa señora “Carmina” cobraba tan caro por presentación. Así, es mejor que todos pronunciemos “Cármina” y no esperemos que la soprano que canta tan bellas secciones en esta partitura sea la mismísima señora o señorita “Burana”.

Los textos de Cármina Burana encuentran su origen en la personalidad de los goliardos, terminología acuñada en el siglo XII para referirse a los clérigos errantes. Por su parte, se dice que el origen de esa palabra (goliardos) tiene que ver con los seguidores de Golias, un hombre de fantástica cultura, pero que compartía el amor a las artes y las letras con aquel de la gula y los placeres carnales. Otro de sus posibles orígenes (y que se marca como el más factible), viene de una derivación francesa de la palabra “gula”. Y se preguntará por qué les llamaban así. La respuesta es sencillísima: los goliardos, arrojados con toda diversión a los bajos placeres, gustaban de exhibirse desnudos por la calle, visitaban con frecuencia tabernas y prostíbulos. Además, su “fina” personalidad estaba adornada por la blasfemia, aunque ello no era impedimento para que siguieran cultivando sus estudios. Así, la vasta cultura de los goliardos se ve reflejada en la serie de textos en latín, francés y alemán antiguos del siglo XIII encontrados por ahí del año 1800 por J.A. Schmeller en el monasterio benedictino de Beuron, en Baviera, en los cuales se celebra el amor carnal, el placer por el vino y la comida, la música, y también por la Naturaleza. En resumen, Cármina Burana significa Canciones de Beuron (o Beuren). Orff entró en contacto con la antología de estos versos alrededor de 1935 y no sólo se sintió fascinado por el contenido de ellos, sino por una reproducción de la rueda de la fortuna que aparecía en la portada. Para la elección de los textos, Orff solicitó el apoyo de Michel Hoffman, ordenándolos en tres partes.

El asunto más complejo alrededor de esta obra es encuadrarla en algún género específico. De tal suerte, los entendidos han tratado de definirla como Cantata dramática, unos más como Cantata escénica, y hasta el término de Oratorio escénico le ha sido aplicado. Pero las palabras de Orff son más elocuentes; él mismo señaló que su Cármina Burana es – ¿está usted sentado?: Cantiones profanae cantoribus et choribus cantadae comitantibus instrumentis atque imaginibus magicis, lo cual significa, llanamente, Canciones profanas para ser cantadas por cantantes y coro con acompañamiento de instrumentos e imágenes. Para conseguir lo anterior, el músico concibió Cármina Burana para un extraordinario ejército de músicos y cantantes que incluye tres solistas vocales, coro, semicoro, un conjunto orquestal de dimensiones monstruosas que incluye dos pianos y una enorme dotación de percusiones. Obviamente, el “espectáculo” debía complementarse con actores y bailarines, y así obtener una obra de arte total. En lo que se refiere a su lenguaje tan peculiar, Orff echó mano de varias influencias que tuvieran, como común denominador, el ser músicas populares y poco estilizadas (es decir, poseedoras de fuerza expresiva y rítmica) como el canto llano, algunas canciones folklóricas medievales y hasta el cante flamenco. Con ello el autor logró una sonoridad que carece de contrapunto y del desarrollo de las grandes formas musicales, pero que le proporcionan (junto al irrebatible color orquestal) un carácter primitivo, manejando motivos yuxtapuestos con repeticiones en ostinato, lo cual marca la intensidad de los episodios más dramáticos o climáticos.

Cármina Burana abre con una de las músicas corales más famosas del universo (honor compartido con el Aleluya de Handel, la Oda a la alegría en la Novena de Beethoven o el Va pensiero de Nabucco de Verdi): O Fortuna, velut Luna, que establece el carácter general de la obra. Después viene la primera parte, Primo vere, cuyo ambiente es totalmente festivo y en donde se cantan loas y se ejecutan danzas exaltando a la Naturaleza. La segunda parte, In Taberna, está totalmente dominada por las voces masculinas, que narran todos los acontecimientos típicos de una taberna medieval. Más tarde, la sección final, Cours d’amour, nos habla de las atribulaciones y delicias del amor; en contraste con las partes anteriores, Orff utiliza a las níveas voces de la soprano y el coro infantil para dar un toque lánguido a dicha sección. Para terminar, este trozo se combina con un fantástico recitativo coral que presenta a cada uno de los “protagonistas” de la “historia” y culmina en la reaparición del coro inicial. Esto no es fortuito si pensamos que Orff estructuró Cármina Burana como un sistema cíclico en el que se simboliza a la rueda de la fortuna, o de Karma (si lo prefiere usted) –y hasta del ciclo lunar, por qué no. Como lo afirma un estudioso: “Esto es metáfora de un mundo cerrado que se contiene a sí mismo y cuyas leyes son inmutables. Más allá de sus posibles resonancias ideológicas, este diseño arquitectónico de Cármina Burana es uno de sus rasgos más admirables en virtud de su excelente trazo y realización.”

Para concluir es imperativo dejar claro que, por muchos dimes y diretes que existan alrededor de Cármina Burana y Carl Orff, el público siempre será el principal beneficiado con el impresionante delirio general que provoca su audición. Sea “música fascista” –como se le ha llegado a denominar en algunos ámbitos-, “música barata” o una pieza artística efectista y que conmociona a cualquier alma por lo directo de su expresión, debemos reconocer la forma en que, desde su estreno en Frankfurt el 8 de junio de 1937, ha sabido colocarse muy por encima de otras obras geniales de la historia de la humanidad. Lástima que todas esas obras (quizá bastante mejores pues, aunque nos moleste admitirlo, Cármina Burana no es la obra maestra de Orff –escuche usted su Comedia para el fin de los tiempos y estará de acuerdo conmigo) no gocen de la misma popularidad. Así, mi premisa inicial del por qué dicha partitura embruja a todo el mundo sólo puede ser contestada con las incisivas palabras de mi adorado amigo Eduardo Neri: “Cármina Burana viene a ser como una especie de ‘material girl’, la Madonna de la música de concierto. I’m Crazy for you, my Lucky Star. You’re Like a Virgin, my Cármina Madonna.” Por ello no es gratuito el epígrafe que corona esta nota. Léalo otra vez y entenderá que Cármina Burana es esa música que, como ninguna otra, permite la comunión de la gente, y lo mismo agrada a la burguesía que a los rebeldes.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Nota originalmente publicada por la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato en junio de 2001.

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Carl Orff: Cármina Burana

Versión: Sumi Jo, soprano; Jochen Kowalski, contratenor; Boje Skovhus, barítono. Coro de la Filarmónica de Londres. Coro de Niños Southend. Orquesta Filarmónica de Londres.

Zubin Mehta, director.

JOAQUÍN RODRIGO (1901-1999)

Concierto de Aranjuez, para guitarra y orquesta

  • Allegro con spirito
  • Adagio
  • Allegro gentile

Joaquín Rodrigo

Entre el enorme ajetreo de la vida moderna, enmarcada por dos guerras mundiales, el latente terror de la guerra fría, las armas químicas y bacteriológicas, las crisis financieras, los desastres naturales y la desconfianza de los habitantes del planeta Tierra ante el futuro, siempre surgen seres cuyos corazones reflejan esas angustias de forma totalmente distinta a la mayoría de los artistas a su alrededor.

Una de esas almas nobles, llenas de cariño y humildad por lo que es su vida (la música), es la de Joaquín Rodrigo, quien supo colmar su arte de gran sensibilidad, honestidad y paz interna. Él nació el 22 de noviembre –día de Santa Cecilia- de 1901, en la pequeña localidad valenciana de Sagunto, España. Teniendo tres años de edad sufrió una desgracia que nunca fue impedimento para expresar lo que alma lleva por dentro: quedó ciego.

En 1939, Rodrigo, quien ya gozaba de buena fama como compositor, escribió una obra que definitivamente lo llevaría a la inmortalidad: su Concierto de Aranjuez, para guitarra y orquesta, estrenado en Madrid al año siguiente por Regino Sáinz de la Maza. Su gran poder de comunicación ha convertido a esta fina y exquisita partitura en presa fácil de todo comercializador del arte, que suele vulgarizar infalible lo que toca.

Rodrigo y su esposa en los tiempos en que regresó a España y compuso su Concierto de Aranjuez (1939)

Sin embargo, el Concierto de Aranjuez ha subsistido a cualquier carroñero humano que haya tratado de transfigurarlo. Y lo único que puede reprocharse a este Concierto es que opaca casi en su totalidad a la gran cantidad de partituras que contiene el catálogo de Rodrigo. Pues, por si usted no lo sabe, el valenciano escribió varios conciertos: para piano (Concierto heroico), para violín (Concierto de estío), para violoncello (Concierto en modo galante y Concierto como un divertimento), para arpa (Concierto serenata), para dos y cuatro guitarras (Concierto madrigal y Concierto andaluz, respectivamente) y para flauta (Concierto pastoral), entre una gran cantidad de piezas orquestales: Zarabanda lejana y villancico; A la busca del más allá; Soleriana; Música para un jardín y Para la flor del lirio azul, entre otras. No quedaron atrás en su producción piezas para guitarra sola, canto y piano (Cuatro madrigales amatorios), y obras para piano solo.

Mientras Rodrigo realizaba sus estudios con Paul Dukas en París contrajo nupcias con la pianista turca Victoria Kamhi en 1933 y al año siguiente regresó a España donde casi inmediatamente se le otorgó una donación monetaria por parte del conde de Cartagena. De esa forma pudo egresar a la Ciudad luz para estudiar musicología y otras materias, tanto en el Conservatorio de París como en la Sorbonne. Durante la Guerra Civil Española, de 1936 a 1939, Rodrigo residió tanto en Francia como en Alemania. Y justo a su regreso a Madrid en 1939 Rodrigo, quien ya gozaba de buena fama como compositor, escribió una obra que definitivamente lo llevaría a la inmortalidad: su Concierto de Aranjuez, para guitarra y orquesta, estrenado en Madrid (según algunas fuentes, aunque algunos otros insisten que el estreno absoluto ocurrió el 9 de noviembre de 1940 en Barcelona) al año siguiente por Regino Sáinz de la Maza. Su gran poder de comunicación ha convertido a esta fina y exquisita partitura en presa fácil de todo comercializador del arte, que suele vulgarizar infalible lo que toca. Acerca de su obra, Rodrigo nos legó las siguientes, elocuentes, palabras: “Concebido el Concierto (de Aranjuez), era preciso situarlo en una época y, aún más, en un lugar. Una época a lo largo de la cual los fandangos se quiebran en fandanguillos y el canto y la bulería estremecen el ámbito histórico: Carlos IV, Fernando II, Isabel II, toreros, Aranjuez, América. No les basta a los grandes virtuosos brillar como solistas, necesitaban destacar entre y por encima de un conjunto instrumental, en un supremo alarde de técnica. De este afán nace el Concierto, forma suntuaria y decorativa que al querer enfrentar un instrumento con la orquesta ha agrandado en proporciones considerables la capacidad de los instrumentos solistas. El mismo estirón ha sido pedido a la guitarra (…) Suena el Concierto de Aranjuez escondido en la brisa que agita la fronda de sus parques y sólo quisiera ser fuerte como una mariposa y ceñido como una verónica.”

Rodrigo al piano

El Concierto de Aranjuez ha subsistido a cualquier carroñero humano que haya tratado de transfigurarlo. Y lo único que puede reprocharse a este Concierto es que opaca casi en su totalidad a la gran cantidad de partituras que contiene el catálogo de Rodrigo. Y también hay que reprocharle… su hermosura tan franca y perfecta, pues debido a ello, o a su innegable poder expresivo, es que muchos vivos, muy vivos, hayan querido beneficiarse de esa extraña perfección que posee. Odio decirlo, pero lo más nefasto que le pudo ocurrir a su Adagio fue que cayera en las manos de los publicistas que manejaban la cuenta de los Hermanos Vázquez.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Joaquín Rodrigo: Concierto de Aranjuez para guitarra y orquesta.

Versión: Pepe Romero, guitarra. Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.

DMITRI SHOSTAKÓVICH (1906-1975)

Sinfonía No. 10 en mi menor Op. 93

  • Moderato
  • Allegro
  • Allegretto – Largo – Più mosso
  • Andante – Allegro – L’istesso tempo

Shostakóvich leyendo el periódico Pravda

Para comprender mucha de la música de Shostakóvich, posterior a la Segunda Guerra Mundial, sólo hay que imaginar los tiempos terribles que tuvo que pasar el pueblo soviético, oprimido y en constante depresión emocional. Se dice que en esos días mucha gente ponía cojines sobre sus teléfonos, pues todos pensaban que éstos eran aparatos diseñados por el espionaje stalinista. Cualquier ciudadano común y corriente podía ser tachado (y encarcelado) como un “soplón” en potencia. El mismo Stalin (con toda su inenarrable estupidez) llegó a decir que no había acto más noble que el de denunciar a un amigo. Para conocer más “perlas” como la anterior, hay que citar lo que dijo el entonces Ministro de Cultura (o, debería decirse, de “incultura”), Andrei Zhdanov, en el Primer Congreso de Compositores Soviéticos: “La música contemporánea es como un ejercicio de dentista. El único árbitro es la gente y lo que el pueblo desea son canciones para las masas.” En ese sentido, la Octava sinfonía de Shostakóvich fue tachada de “pieza repulsiva y ultra-individualista”; y por ese motivo, él fue forzado a renunciar a la Liga de Compositores.

El período que separa a las Sinfonías Novena y Décima de Shostakóvich (un total de ocho años) fue el más largo entre cualquiera de sus otras grandes obras orquestales. Pero valdría la pena reflexionar ¿acaso fue este un lapso de silencio? Este comentario viene a cuento pues el compositor siempre dijo que él pensaba sus obras lentamente y las escribía rapidísimo; de hecho, componía mentalmente y al tener la pieza totalmente acabada entonces la ponía en papel pautado, por lo cual es complicado trazar la fecha exacta del inicio de gestación de algunas de sus partituras.

Caricatura de Shostakóvich con la siempre temible sombra de Stalin a sus espaldas

Así, se asume que Shostakóvich compuso su Décima sinfonía después de la muerte de Stalin en 1953, especialmente porque no podía atreverse a publicar una obra como ésta mientras su principal enemigo estaba con vida. La pianista Tatiana Nikolayeva aseguró alguna vez que Shostakóvich le mostró muchos bosquejos de lo que sería la Décima desde 1951. Sin embargo, en el libro Testimonio, él afirmó que aunque la gente pensara que esta música tiene que ver con Stalin, sus horrores y la bendición de su desaparición del planeta, su intención original no era tal. Pero los sonidos que imprimió aquí nos dicen otra cosa. El primer movimiento está construido a partir de una estructura genial, a manera de un largo y lento ritmo de vals, de carácter sombrío, y que nos va llevando poco a poco a un clímax de proporciones monstruosas. Estructuralmente, esta sección es una de las más perfectas que haya concebido Shostakóvich para la orquesta. Y en la parte emocional, podemos sentir la forma en la que expone el cansancio y terror inherente a los años de Stalin en el poder. Pero si encontramos alguna similitud con el régimen brutal y despiadado de este “estadista”, debemos escuchar con atención el segundo movimiento de la Sinfonía. Desde su primer acorde somos protagonistas de sonidos desgarradores, como un grito doloroso que intenta encontrar una boca para hacerse escuchar. Del primer fortissimo, pasando por no menos de cincuenta crescendos, en un movimiento que apenas dura cuatro minutos, encontramos lo que muchos entendidos han definido como el retrato musical más grotesco (pero perfecto) que se pudo hacer de la personalidad y los horrores provocados por Stalin, y en general es un canto colérico, desesperado. Sólo recordemos que durante los funerales de este “tipejo”, cientos de personas fueron ajusticiadas en plena calle para mantener el orden alrededor del cortejo fúnebre. De tal manera, comprendemos que aún en la tumba, Stalin siguió siendo el responsable de la muerte despiadada de muchos inocentes. En el tercer movimiento regresa una forma danzable como estructura, aunque a diferencia del primer movimiento este “vals” nos suena más macabro y oscuro, basado en un tema derivado de cuatro letras, la inicial y las tres primeras del apellido de Shostakóvich: D.Sch que corresponden a re-mi bemol-do-si en la notación alemana. Por su parte, el movimiento final nace de una textura sonora casi imperceptible, y que va creciendo hasta estallar en una sección, brillante, alegre, emotiva, llena de grandeza y de corte triunfal. Su principal antecedente se encuentra en la segunda de las Fábulas de Krylov que él puso en música en 1922, y en la que se escucha una frase que es la esencia del último movimiento de la Décima sinfonía: “Dios nos ha salvado de estos jueces”.

El director Mravinsky y Shostakóvich en la época del estreno de la Décima sinfonía

Después del estreno de la Décima sinfonía, el 17 de diciembre de 1953 con la Filarmónica de Leningrado dirigida por Yevgeni Mravinsky, el compositor confesó que: “Nuevamente no pude escribir un verdadero allegro en forma sonata” (sin embargo, el primer movimiento de la obra –al que se refiere con este comentario- nunca fue pensado como Allegro y su estructura –como ya dijimos- es de las mejores formas “sonata” que el haya concebido). Además, él mismo se reprochó haber escrito la obra de una forma muy rápida, y que la duración de cada movimiento era desproporcionada. Más las cosas habrían de cambiar al discutirse el contenido de esta Sinfonía en una reunión de la Liga de Compositores, en la que desenvainó la espada y declaró: “En esta obra quise transmitir sentimientos y pasiones humanas.” Por su puesto, la actitud de vida siempre reprimida de Shostakóvich lo llevó a falsear sus propios comentarios artísticos. Y es muy obvio que, como se dijo más arriba, el implacable fantasma de Stalin seguiría flotando sobre su cabeza y su creación artística. En este sentido, él mismo dijo que “es muy difícil correr libremente cuando debes estar mirando sobre tu hombro constantemente”. Así, si escuchamos con atención en final de la obra, nos daremos cuenta que existe algo de angustia implícita, la presencia de la tiranía que podría continuar con las manos de algún otro ogro de la humanidad. Y aunque incomprendido, constantemente perseguido artísticamente, el credo de Shostakóvich cobra dimensiones reales al desvanecerse el ultimo acorde de la Sinfonía: “Seguiré escribiendo música –decía él- aunque me corten las manos y tenga que sostener el lápiz con mis dientes”. Sólo Shostakóvich fue capaz de ser tan optimista, pesimista y muy realista en una misma partitura, sin contradecirse en ningún momento. Como quiera que sea, la Décima sinfonía de Shostakóvich no sólo es la catarsis de un período amargo, sino que comparte con la totalidad de su catálogo sinfónico el enorme honor de ser considerado como una de las crónicas sonoras más vibrantes del siglo XX.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Shostakóvich: Sinfonía No. 10 en mi menor Op. 93

Versión: Real Orquesta Filarmónica de Liverpool. Vasily Petrenko, director

SERGEI PROKÓFIEV (1891-1953)

Alexander Nevsky. Cantata Op. 78

  • Rusia bajo el yugo de los Mongoles
  • Canción de Alexander Nevsky
  • Los cruzados de Pskov
  • ¡Levántate, pueblo ruso!
  • La batalla en el hielo
  • El campo de los muertos
  • Entrada de Alexander Nevsky en Pskov

Escena de la película de Einsenstein Alexander Nevsky

Después de haber sorprendido al mundo con sus realizaciones cinematográficas, entre las que se encuentra el clásico Acorazado Potemkin, Sergei Eisenstein volvió a dejar al público estupefacto con la producción de Alexander Nevsky. Mostró nuevamente dos valores paralelos que jamás se separarían en sus manifestaciones artísticas: la sinceridad de las ideas y el arte para expresarlas. En Alexander Nevsky Eisenstein tomó elementos de la historia rusa mezclando el presente con el pasado y dejando como resultado una llama viva de patriotismo. A la vez, Nevsky revivió en forma moderna la relación bélica de Rusia con uno de sus enemigos tradicionales, Alemania, que al momento de realizarse la filmación estaba en plena marcha de guerra. Los caballeros teutónicos de Livonia y sus seguidores fueron destruidos por el gran duque Alejandro y su ejército en 1242. Eisenstein presentó en su cinta a un enemigo feroz y cruel, sin piedad y carente de simpatía. Curiosamente, Eisenstein era un artista y no un político, así es que la sinceridad fue su guía y el filme ofrece algunas de las escenas más crueles y directas que se hayan visto en la pantalla grande. Alexander Nevsky recibió su première en 1938 aunque tardó un poco más para llegar a las salas soviéticas. La partitura fílmica le fue expresamente solicitada a Sergei Prokófiev, quien colaboró con el cineasta en El teniente Kijé y posteriormente con la monumental cinta Iván el terrible. Tanto la película como la partitura fueron vehículos importantisimos en la captación del espíritu heroico e histórico en la defensa de Novgorod por Nevsky para liberarse del yugo de los caballeros teutónicos, una banda de cruzados que marchaban bajo el pretexto de cristianizar el este de Prusia y grandes áreas rusas. Nevsky, que había dirigido al pueblo de Novgorod frente a los invasores suecos dos años antes, fue llamado para reunir y organizar una fuerza militar que sirviera de complemento para el ejército regular ruso. El inevitable encuentro ocurrió el 5 de abril de 1242 sobre el lago Reipus que estaba congelado, cerca de Pskov. Los alemanes fueron destruidos en una de las batallas más feroces que narra la historia y Alexander Nevsky fue proclamado héroe nacional y gran patriota.

Prokófiev al piano trabajando con Eisenstein en la partitura de Alexander Nevsky

Tal fue el éxito de Prokófiev al combinar su genio creativo con su fervor patriótico que quiso expandir sus ideas para que las salas de conciertos les abriera sus puertas. De hecho, el placer de trabajar con Eisentein se ve reflejado en sus declaraciones: “Obtuve un enorme placer de mi trabajo en la música de Alexander Nevsky, lo fascinante del tema, la riqueza de las imágenes, el gran arte de Eisenstein y la colaboración creadora de toda la compañía contratada para el rodaje de la película demostró ser capaz de proveer de un estimulo extraordinario… Decidí que lo mejor sería escribir la música para simbolizar a los caballeros teutónicos no en la forma en que sonaba en la época de la batalla sobre el hielo, sino en la forma en la que la imaginamos actualmente. Adopté un enfoque similar al componer la música rusa. Está fundida en un molde moderno antes que en el estilo de hace setecientos años.” Surgió pues, a partir de la partitura fílmica, una Cantata de concierto para mezzosoprano, coro y orquesta. Los textos que son cantados por el coro y solista fueron trabajados por Prokófiev mismo con la colaboración de V. Lugovsky, y que a lo largo de sus siete escenas narran de manera muy detallista la citada y famosa epopeya rusa. Como Cantata, Alexander Nevsky fue estrenada el 17 de mayo de 1939 con la Filarmónica de Moscú, la mezzosoprano Valentina Gagarina y la batuta del propio Prokófiev, convirtiéndose desde ese momento en un símbolo de la defensa de la paz y la lucha contra las opresiones, especialmente como un arma “intelectual” en la antesala de la Segunda Guerra Mundial.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Sergei Prokófiev: Alexander Nevsky

Versión: Elena Obraztsova, mezzosoprano. Coro y Orquesta Sinfónica de Londres. Claudio Abbado, director.

Poster italiano publicitando Alexander Nevsky

Algunas importantes grabaciones de Alexander Nevsky:

  • Sinfónica de Chicago. Fritz Reiner, director. Rosalind Elias, mezzosoprano. RCA (Esta versión está cantada en inglés pues las autoridades estadounidenses no permitían durante la Guerra Fría que obras de autores soviéticos fueran cantadas en ruso al interior de los EUA)
  • Sinfónica de Londres. Claudio Abbado, director. Elena Obraztsova, mezzosoprano. Deutsche Grammophon.
  • Filarmónica de San Petersburgo. Yuri Temirkanov, director. Evgenia Gorohovskaya, mezzosoprano. RCA.
  • Filarmónica de Los Ángeles. André Previn, director. Christine Cairns, mezzosoprano. TELARC. (Habiéndola escuchado, prefiero la versión de los años 70 del mismo Previn pero con la Sinfónica de Londres en EMI).
  • Orquesta del Teatro Kirov de San Petersburgo. Valery Gergiev, director. Olga Borodina, mezzosoprano. PHILIPS. (Extraordinario sonido y bella intervención de la Borodina, peeero… demasiada perfección).
  • Real Orquesta Nacional Escocesa. Neeme Järvi, director. Linda Finnie, contralto. CHANDOS (Demasiado ruda, ruidosona para mi gusto, pero en esencia así debe ser esta música: algo salvaje).
  • Sinfónica de Dallas. Eduardo Mata, director. Mariana Paunova, contralto. DORIAN. (Realmente espectacular, pero para mis raros gustos como que algo le falta).

Y, un disco realmente importante:

  • Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México. Fernando Lozano, director. Oralia Domínguez, mezzosoprano. FORLANE (No tengo ni idea si está disponible en el mercado, pero a esta grabación le guardo un especial aprecio pues la OFCM la grabó en 1982 en la época en que yo me inicié trabajando con ellos –sí, tenía 16 años de edad-. Esta es una de las únicas grabaciones realizadas en México por la estupenda Oralia Domínguez y la interpretación de Lozano al frente de la OFCM es genial. La Orquesta en la cúspide de lo que alcanzó artísticamente –y que con el tiempo se fue poco a poco a la basura-. Una joya de la discografía mexicana).  Aquí la portada del CD:

ALEXANDER NEVSKY / OFCM / LOZANO / DOMÍNGUEZ

BOHUSLAV MARTINŮ (1890-1959)

Sinfonía No. 1

  • Moderato
  • Allegro. Poco moderato. Allegro come prima
  • Largo
  • Allegro non troppo

De las personalidades musicales más interesantes de los últimos tiempos no sólo encontramos a enormes compositores como Igor Stravinsky, John Cage o Gyorgy Ligeti, entre algunos otros, sino que también podemos contar a un compositor poco conocido en América Latina, pero cuya musica y su carrera han sido muy elogiadas en otras partes del mundo: Bohuslav Martinů, el compositor nacido en Bohemia y que hoy día podría decirse checo.

En el mundo de la música internacional, la música de Martinů ha estado un poco a la sombra de las grandes personalidades de sus compatriotas Antonín Dvorák, Bedrich Smetana y Josef Suk, pero es importante reconocer al genio de Martinů como continuador de la gran tradición sonora sinfónica de Mahler, Richard Strauss, Wagner  y también con la benéfica y enorme influencia de la música popular de su patria, a la que siempre reconoció con gran respeto y admiración.

Bohuslav Martinu

Martinů comenzó sus estudios musicales teniendo como instrumento principal al violín, cuya técnica llegó a dominar y que le permitió ser parte de la Orquesta Filarmónica Checa durante algún tiempo; aunque, según informa Heuwell Tircuit, Martinů adoraba a otro instrumento de cuerda, para el cual escribió obras extraordinarias: el violoncello.

Hacia 1923, este compositor salió de su país con rumbo a París para continuar su preparación musical bajo la guía experta de Albert Roussel, lo cual vino a convertirse en una estadía larga y fructífera, y que tuvo que interrumpirse con el inicio de la Segunda guerra mundial, y especialmente con la toma de la Ciudad luz durante la contienda.  Debido a ello, Martinů tuvo que huir al sur de Francia, y cuando la situación comenzaba a ponerse difícil, tomó la determinación de cambiar su residencia a los Estados Unidos de Norteamérica, tocando las costas del nuevo mundo el 31 de marzo de 1941.

Fue precisamente mientras residía en su patria adoptiva que Martinů escribió las Seis sinfonías de su catálogo, todas ellas obras contrastantes pero que nos dan una síntesis viva y contundente de los poderes imaginativos del checo.

Exactamente un año después de su llegada a Estados Unidos, Martinů ya tenía prácticamente lista la partitura de su Primera sinfonía, que apareció gracias a Serge Koussevitzki, uno de los músicos más importantes del siglo XX, sobre todo por alentar a diversos compositores para que escribieran partituras que hoy son de gran peso en el arte musical del siglo. La invitación que le envió a Martinů el entonces director de la Sinfónica de Boston rezaba también: “será profundamente apreciado si usted dedicara su sinfonía a la memoria de Natalie Koussevitzki”, a lo cual el compositor aceptó con agrado.

Martinu en su casa de Nueva York

El proceso creativo de la Primera sinfonía de Martinů comenzó en 1942 en Long Island, Nueva York, y continuó en Vermont y Berkshire, Massachussets, donde fue invitado por Aaron Copland a dar clases de composición; el compositor ya tenía 52 años de edad. Al momento del estreno de la obra, Martinů proporcionó en los programas de mano su muy personal visión sobre la forma sinfónica, y que dice: “Las grandes proporciones y la forma expansiva de la sinfonía obligan necesariamente al autor a situarse en un plano muy alto.”. Este asunto preocupaba de manera especial a Martinů pues aceptaba que el hecho de enfrentarse por vez primera ante una sinfonía significaba conectar la máxima creatividad del compositor con su concepto sobre el tratamiento de la forma sinfónica. En sus palabras es claro entender que “si alguien encara el problema de su Primera sinfonía, su actitud es de gran seriedad y nerviosismo y sus reflexiones están basadas no precisamente en la Primera de Beethoven, sino en la Primera de Brahms.”

Sin embargo, al escuchar detenidamente su obra, caemos en cuenta que todas las reflexiones al respecto encuentran un sentido totalmente opuesto, especialmente si leemos las líneas que imprimió el autor en la primera página de la partitura: “Lo que mantengo como mi más profunda convicción es la nobleza esencial de pensamientos y cosas que son muy simples y que, sin ser explicadas con sonoras palabras y frases extrañas, aún mantienen un significado ético y humano. Es posible que mis pensamientos fluctúen en cuestiones o eventos de la sencillez de casi todos los días y que es familiar para todos y no exclusivamente para algunos grandes espíritus. Pueden ser tan sencillos que pueden pasar inadvertidos pero aún así contienen un profundo significado y aportan gran placer a la humanidad que, sin ello, podría encontrar la vida pálida y plana. También puede ser que estas cosas nos permitan ir por la vida de una forma más fácil, y si uno les da su lugar, puede tocarse el más alto plano de pensamiento”.

Así como lo escribió en palabras Martinů es como suena exactamente su Primera sinfonía, con una pureza emocional magnífica y sincera, además del profundo significado de cada una de sus melodías y su intenso poder de comunicación. Justamente podemos encontrar ciertos trazos de la música de Mahler o Wagner por ciertos lugares de la obra, además del uso de los ritmos sincopados que tanto gustaban a Martinů; pero el sentimiento esencial de esta música es totalmente el de un alma genial, sensible y elegante, también tinta de sentimientos trágicos, como ocurre en su tercer movimiento, seguramente una reminiscencia visceral de los horrores de la Segunda guerra mundial.

La Primera sinfonía de Martinů -estrenada en noviembre de 1942 bajo la batuta de Koussevitzki- debe ser considerada a estas alturas del Siglo XX como el primer gran testimonio sinfónico de un compositor cuyo valor se hace más grande al entender sus sentimientos, su modestia artística infinita y su gusto por la vida sencilla y libre de preocupaciones.

Dejarse llevar por la música de Martinů implica también un compromiso pleno con la música de nuestro siglo, que debe llevarnos a reconocer la importancia de lo que han sido casi 100 años en la música de la humanidad y de cómo nos negamos a aceptar ante el insoslayable poderío de los compositores de tiempos pasados.

Las Seis sinfonías de Martinů, así como sus Frescos de Piero della Francesca, su Sinfonietta Giocosa, su Concierto para doble orquesta de cuerdas, piano y timbales, La Revue de cuisine, entre muchas otras obras pueden ser el medio fascinante para disfrutar de un pedacito de este Siglo XX, y para pensar que en el nuevo milenio tenemos que dejar atrás esas actitudes de superhombre que tanto daño le han hecho a nuestra historia.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Bohuslav Martinů: Primera sinfonía.

Versión: Orquesta Sinfónica Nacional de Ucrania. Arthur Fagen, director.

MAURICE RAVEL (1875-1937)

Bolero

Caricatura de Ravel por Jean Godebski

El francés Ravel le escribió una carta a su amigo Calvocoressi en 1931, después de su triunfal gira como pianista en los Estados Unidos, y en la que se leía: “(La nueva obra que se me ha solicitado) es un experimento en una dirección muy especial y limitada, y no está pensada para que pueda tomar otra forma posteriormente. Después de su estreno he dejado saber que lo que escribí es una pieza de diecisiete minutos de duración y que consiste totalmente en un manto orquestal sin música, con un crescendo muy largo y gradual. Aquí no hay contrastes y prácticamente no hay invención alguna excepto en su planteamiento y en su forma de ejecución. Los temas son impersonales –tonadas folklóricas de tipo árabe-español. Además, el tratamiento orquestal es simple y directo de principio a fin, sin la más mínima intención de virtuosismo.”

El bailarín Jorge Donn (1947-1992) en su insuperable creación de la coreografía de Maurice Béjart del Bolero

Efectivamente, el conocido Bolero se lo había solicitado a Ravel la bailarina Ida Rubinstein con el propósito de ser danzada y a través de la cual pudiera desarrollarse un escenario peculiar: un café español, a media luz, donde una joven mujer (por supuesto, la Sra. Rubinstein) comienza a bailar un lánguido bolero en una plataforma. Los demás, a su alrededor, comienzan a verla poco a poco y le siguen hasta estallar en una apoteosis dancística. Y como usted también pudo leer en la carta de Ravel a Calvocoressi, parece que al compositor le importaba muy poco lo que ocurriera después del estreno de ese Bolero que, según rezan las viperinas lenguas, no sólo no le interesaba sino que lo aborrecía.

Esa pieza musical de gran arrastre, colorido impresionante y de una capacidad de comunicación tan efectiva que se ha colocado como una de las más gustadas por los públicos del orbe nada más no le importaba a su compositor. Ese enorme genio que era Ravel ¿Estaría consciente de lo que hizo? ¿Por qué despreciaría una de sus obras musicales que ha hermanado razas y diversas formas de pensamiento? Y ¿por qué al parecer una pieza musical monótona como lo es y que sólo se modifica en sus seis últimos compases convoca con fuerza y magia a la sensualidad, la contemplación, el disfrute de la vida y, principalmente, de nuestro sentido auditivo? Una imagen muy clara de ese enorme que ha tenido el Bolero de Ravel en la humanidad queda manifiesta en una película. Sí, como lo está leyendo: y esa película tiene el título de Melodía de la vida, en la que confluyen personajes de diversas nacionalidades y que a lo largo de la cinta exponen sus alegrías, tristezas, frustraciones y otras cosas por el estilo. Todo es coronado al terminar el film con la emotiva recreación que hiciera el entonces bailarín estrella del Ballet siglo XX de Maurice Bejart, Jorge Donn (ya fallecido), al Bolero de Ravel, teniendo como fondo nada más ni nada menos que la Torre Eiffel de París y con la presencia de todos los protagonistas participando de esa intensa herramienta de la comunicación que ha significado el dichoso Bolero raveliano. Pero, además, diversas alusiones de la obra han quedado para la inmortalidad en –curiosamente- otras películas: desde la irreverente pero divertida alegoría a la música de Ravel en manos de Cantinflas con su sensacional Bolero de Raquel, hasta la divertida pero bastante zonza película ochentera de Blake Edwards en donde los dos actores no tenían ni la más remota idea de qué estaban haciendo ahí (Bo Derek y el fallecido Dudley Moore), en 10 La mujer perfecta. Una comedia medio cómica-sexual-musical con la que el Bolero de Ravel acompañó los contoneos de las trencitas de la Sra. Derek por las playas de Manzanillo, mostrando un cuerpo que sinceramente no era tan espectacular. Usted ¿con cuál se queda? Espero que responda: con el meritito Bolero de Ravel.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Versión: Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director.

¿Hasta dónde llega la mercadotécnia? La verdad quise compartir esta portada que encontré, me parece fantástica.

BÉLA BARTÓK (1881-1945)

Concierto para orquesta

  • Introduzione
  • Presentando le coppie
  • Elegía
  • Intermezzo interrotto
  • Finale

El Concierto para orquesta de Bartók fue concebido en el otoño de 1943, cuando el compositor húngaro estaba pasando por uno de los momentos más terribles de su vida: sufría de cáncer y su estado anímico estaba destrozado. Los cuatro años que separan a esta obra orquestal de la partitura que la precede (el Sexto cuarteto para cuerdas) resultó ser el período más largo de la vida de Bartók en el que no escribió ni una sola nota musical.

Forzado a salir de su natal Hungría a causa de la Segunda Guerra Mundial, Bartók marchó al Continente Americano, específicamente a los Estados Unidos; dicho cambio resultó ser una experiencia difícil para el alma sensible de este hombre no sólo en el aspecto profesional sino también en el psicológico.

Ahora bien, ¿por qué Bartók, sumido en la depresión como estaba y sufriendo los embates de la leucemia, se aventuró a escribir una obra de tales dimensiones? Imagínese usted que al renunciar él a toda la fama que tenía en Hungría y –por supuesto- al dejar a un lado el enorme lazo de hermandad que siempre lo mantuvo unido a su pueblo, el gobierno húngaro le suspendió cualquier tipo de apoyo financiero. Al llegar a Estados Unidos Bartók tuvo que acceder a un puesto de investigador de música folclórica en la Universidad Columbia, pero sus penurias físicas iban en aumento y le impidieron presentarse en público en calidad de pianista; la depresión del músico fue en aumento al sentir que sus obras eran ignoradas por la comunidad artística cada día más. Tanta desesperación llegó a los oídos de la ASCAP (American Society of Composers, Authors and Publishers), quienes destinaron un fondo monetario especial para hospitalizar a Bartók en una institución a orillas del lago Saranac en Nueva York, y que le brindó la “tranquilidad” suficiente para seguir componiendo. El musicólogo y compositor Philip Ramey nos dice: “A principios de 1943 las cosas se habían puesto tan mal que dos viejos amigos de Bartók, (el director) Fritz Reiner y (el violinista) Josef Szigeti sugirieron a Serge Koussevitzki que encargara un trabajo orquestal en memoria de su esposa Natalie Koussevitzki. (El director de orquesta) accedió y un día de primavera, mientras Bartók estaba en un hospital de Nueva York llevando a cabo pruebas, se apareció inesperadamente y sobresaltó al compositor ofreciéndole una comisión de $1,000 dólares a nombre de la Fundación Koussevitzki. Bartók, tan raro como siempre, sólo aceptaría inicialmente la mitad de esa cantidad porque temía que su precaria salud le impidiera cumplir con la petición del entonces director de la Sinfónica de Boston.”

Firma autógrafa de Bartók

El Concierto para orquesta fue una de las cuatro grandes obras que Bartók compuso en América junto con la Sonata para violín solo, el Concierto para viola y el Tercer concierto para piano; estas dos últimas partituras quedaron incompletas pues al momento de su muerte el autor trabajaba incesantemente en ellas. Aunque Bartók no escribió sinfonías el Concierto para orquesta puede ser considerado dentro de ese género; de hecho, el autor así lo tenía en mente. Entonces ¿por qué lo llamó Concierto? En sus propias palabras encontramos la solución al enigma: “El título de esta obra orquestal, a la manera de una sinfonía, está explicado en su tendencia a tratar cada uno de los instrumentos de la orquesta como concertante, o bien en forma solística. El tratamiento ‘virtuosístico’ aparece, de hecho, en las secciones fugato del desarrollo del primer movimiento (en los instrumentos de metal), o en el pasaje quasi perpetuum mobile del tema principal en el último movimiento, en el que pares de instrumentos aparecen consecutivamente con pasajes brillantes.”

El hecho de que esta partitura de Bartók signifique para el lenguaje instrumental del siglo XX -y, por supuesto, del milenio recién empezado- un estupendo tratado de orquestación y del tratamiento de la paleta orquestal (así como el propio Mikrokosmos de este autor puede -¡debe!- ser tomado por los pianistas como la Biblia para el perfecto entendimiento, técnica y posibilidades sonoras de su instrumento), nos permite a continuación citar a detalle el estudio que sobre el Concierto para orquesta realizara Eric Mason:

“El título de la obra, como bien lo indican las palabras del autor, es explicado en cuanto a su tendencia para tratar a los instrumentos individualmente en una forma concertante o solista. Su enorme pasión (de Bartók) por la simetría es reflejada en su disposición en cinco movimientos, con dos sólidos movimientos externos que flanquean a otros dos más ligeros en su carácter que a su vez funcionan como marco para el apasionado movimiento lento central (*).

“El primer movimiento, a pesar de su título, resulta tener una amplia estructura en forma sonata. La introducción lenta evoca una atmósfera misteriosa y permite a las cuerdas introducir el intervalo de una cuarta, que de hecho es un elemento destacado de toda la obra. Una idea melódica sugerida por la flauta es tomada suavemente por las trompetas y posteriormente de forma más apasionada por los violines. El siguiente Allegro consta de tres temas: una melodía llena de fuerza con prominencia en las cuartas, una figura del trombón basada en dichas cuartas y una melodía más tranquila presentada por el oboe. Todas ellas toman sus turnos en el desarrollo, que avanza con una fantástica seguridad contrapuntística. El tema del trombón tiene la última palabra.

“Al referirnos directamente al manuscrito autógrafo de Bartók encontramos que el título del segundo movimiento fue corregido a Presentando le coppie -Presentando a los pares o parejas- (que es diferente a como se encuentra publicado en la partitura y/o grabaciones discográficas, donde se conoce a esta sección como Giuoco delle coppie –Juego de las parejas- N.del.E). Cinco pares de instrumentos de aliento, acompañados por una tarola y las cuerdas, van desfilando por turnos, cada una con distinto material melódico. Cada ‘pareja’ toca en diferentes intervalos: fagotes en sextas, oboes en terceras, clarinetes en séptimas, flautas en quintas y finalmente las trompetas con sordina en segundas. La sección central es una especie de breve coral para trompetas, trombones y tuba, que se extiende a los cornos. Entonces las parejas regresan y elaboran su ‘juego’, un tercer fagot se añade a los dos presentados al principio y algunos otros pares de instrumentos hacen ‘cuarteta’ (sic).

“Todas las ‘premoniciones’ aparecidas en el primer movimiento encuentran sentido en la Elegía, que es trazada a partir del mismo material. Los violines hacen su entrada con desgarrador e intenso carácter trágico inmerso en un ambiente pleno de murmullos nocturnos, tocando su tema apasionado de la introducción del Concierto. En la parte central del movimiento encontramos un tema para los alientos de indiscutible sabor húngaro.

Portada de mi partitura del Concierto para orquesta de Bartók, autografiada por Jorge Mester después de una estupenda versión que él dirigió con la OFCM en el año 2000

“Dos temas conforman la primera parte del Intermezzo interrumpido (Intermezzo interrotto). La primera es presentada en un solo de oboe; la otra, basada en una canción popular de Transilvania, se escucha por vez primera en las violas. Entonces llega la interrupción. Un clarinete toca una melodía que recuerda el tema de la marcha (en el primer movimiento) de la Sinfonía Leningrado de Shostakóvich, que a su vez es una cita de La viuda alegre de Franz Léhar, aunque el hijo de Bartók alguna vez señaló que su padre se refería más directamente a la Sinfonía Leningrado, que él escuchó repetidamente en la radio y le pareció grotesca (sic). Repentinamente se escucha una especie de gran carcajada orquestal que dice todo lo que pensaba Bartók del tema empleado. El autor enfatiza este punto con sonidos rudos en los trombones y la tuba, y después vuelve a parodiar la melodía. La elegante y hermosa melodía popular cierra la sección, haciendo un contraste evidente, y el movimiento concluye con el tema inicial.

“Un virtuosismo considerable se requiere en las cuerdas para el Finale. El toque de corno que abre el movimiento, y que será recurrente más tarde en este trozo, va siendo desplazado por el inexorable crescendo de las cuerdas tocando un vigoroso perpetuum mobile. Algunos episodios más tranquilos incluyen una melodía en los alientos que recuerdan música de gaitas, y Bartók emplea su peculiar maestría en el contrapunto con impresionante efectividad. Existe un motivo, claramente identificable en la trompeta, que significaba en las palabras de Bartók una gran afirmación de vida, mismo que cierra brillantemente la obra.» Aquí cabe comentar que los últimos 24 compases originales que concluyen la obra no fueron totalmente del agrado de Koussevitzki, por lo cual le solicitó a Bartók que escribiera un final algo más largo y menos abrupto que el original, y es así que se escucha hasta la fecha (aunque en la partitura existen los dos finales, siendo el original marcado como “final alternativo”).

Cuarto movimiento del Concierto para orquesta. Con mis anotaciones de solfeo, dizque para «no regarla»

Desde que el Concierto para orquesta fue estrenado, el 1 de diciembre de 1944 con la Orquesta de Boston y Koussevitzki en la batuta en el Carnegie Hall de Nueva York, la partitura ha resultado ser una de las más exitosas de Bartók, lo cual llevó a decir a quien la solicitó que ésta se trataba de “la mejor obra orquestal de los últimos veinticinco años”. Y sobre todo, este clásico del siglo XX no sólo es todo un acontecimiento musical, sino que también es un documento sonoro que nos habla con elocuencia de la voluntad y la gran valentía de su creador en la lucha por la vida. Bartók sólo vivió algunos meses más después de que su Concierto para orquesta viera la primera luz.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

(*) Aquí también debe hacerse referencia a la estricta visión que Bartók tenía en cuanto a la duración de cada una de las secciones de cualquiera de sus partituras. Dicha exactitud, casi milimétrica, si bien es considerada por bastantes intérpretes posteriores a Bartók en el caso del autor como su intérprete no ocurre lo mismo, y para comprobarlo sólo hay que escuchar sus grabaciones del Mikrokosmos para comprender que él mismo se tomaba licencias que no permitía en otros pianistas.

Con respecto al Concierto para orquesta, la partitura publicada por Boosey and Hawkes establece las siguientes duraciones para la interpretación de la obra:

Introduzione: 9’48”

Presentando le coppie: 6’17”

Elegía: 7’11”

Intermezzo interrotto: 4’08”

Finale: 8’52”

Duración total de la obra: ca. 37’

Y además, Bartók era muy específico de cuánto debía durar el lapso entre un número de ensayo y el otro (en segundos), cosa que, si usted revisa cualquier grabación del Concierto para orquesta se dará cuenta que en ninguna de ellas puede lograrse la perfección de relojero suizo que solicitara el autor.

Descarga disponible:

Béla Bartók: Concierto para orquesta.

Versión: Orquesta Sinfónica de Chicago. Sir Georg Solti, director.

ARNOLD SCHÖNBERG (1874-1951)

Noche transfigurada, Op. 4

Arnold Schönberg

En los últimos meses del año 1899 fue que Schönberg, de entonces 25 años de edad, se dio a la tarea de escribir un sexteto para cuerdas con el sugerente título de Noche transfigurada (Verklärte Nacht), tomado de un poema del influyente Richard Dehmel, considerado como todo un fenómeno de creación literaria en Alemania en la última década del siglo XIX. En palabras del músico: “Al finalizar el siglo XIX los más importantes representantes del Zeitgeist en el campo de la poesía lírica eran Detlev Liliencron, Hugo von Hoffmannsthal y Richard Dehmel. En música, y en contraste, muchos jóvenes compositores que escribían bajo el influjo de las secuelas de la muerte de Brahms siguieron el modelo de Richard Strauss y compusieron música programática. Esto explica los orígenes de Noche transfigurada: es un ejemplo de música programática diseñada para describir y expresar el poema de Dehmel. (…) pero no describe una acción en particular o un drama sino que se limita a pintar la Naturaleza y a expresar sentimientos humanos.”

Cuando Schönberg concluyó este sexteto decidió enviarlo a la Sociedad de Música de Cámara de Viena esperando que fuera programada dicha pieza. La cerrada visión de los jueces impidió que Noche transfigurada viera la primera luz de manera inmediata. Las razones fueron muy variadas; uno de estos jueces habló del sexteto como “si alguien hubiera tomado la partitura del Tristán (e Isolda, de Wagner) cuando la tinta estaba todavía fresca y la hubiera embarrado por todas sus páginas.” Los demás colegas de este juez dictaminador encontraron en la música de Schönberg un acorde cuya procedencia no podían definir a partir de los libros de teoría. Fue principalmente por ello que no podían concebir el estreno de una obra cuyos alcances armónicos estaban indefinidos en los anales sonoros del postrero siglo XIX. Qué sorpresa se habrán llevado todos estos señores cuando Schönberg publicó uno de los libros más influyentes en el entendimiento musical de todos los tiempos: su Harmonielehre, o Tratado de armonía, en el que muchas de sus premisas artísticas estaban perfectamente delimitadas y “fácilmente” comprensibles para los estudiosos.

El caso es que Noche transfigurada fue estrenada finalmente en Viena en el año 1902 a cargo del Cuarteto Rosé y dos músicos adicionales (viola y cello). El primer violín de dicho Cuarteto, Arnold Rosé, era cuñado de Gustav Mahler, invitándolo a que asistiera a varios de los ensayos previos al estreno. Mahler quedó fascinado con el lenguaje sonoro de Schönberg, pero tuvo que admitir que estaba más allá de sus alcances estéticos. Como era de esperarse, el día del estreno de este sexteto fue bastante oscuro para las expectativas del entonces joven músico. El público se dividió de manera muy evidente; hubo quienes abuchearon sonoramente y otros (los menos) aprobaron la flamante y hermosa partitura de Schönberg. Sin desanimarse demasiado, el autor decidió arreglar Noche transfigurada para orquesta de cuerdas en 1917, realizando una revisión en 1943, misma que es la más grabada y presentada en conciertos en todo el mundo.

Se dice que el contenido del poema de Dehmel en el que se basó Noche transfigurada era tan escabroso como los sonidos que alentaron a Schönberg a escribir una música tan intensa. El asunto, en términos generales, trata de la conversación de un hombre y una mujer a la luz de la luna en un espeso bosque. La mujer confiesa que ha sido infiel a la relación con su bienamado y que lleva en el vientre el producto de ese error. Pensando que sería abandonada por el hombre, éste decide hacer suyo a ese niño, con el único hecho de ser felices juntos. Claro está que este asunto pudo erizar el cabello a los “castos” vieneses. Lo que cautivo a este músico del poema de Richard Dehmel no sólo fue su desgarrador tema, con todo y su clara resolución, sino el símil que encontraba con la literatura de Nietzsche, y por la nueva imagen del hombre que trasciende las ideas morales que prevalecían en el Imperio Austro-húngaro. De tal suerte, su actitud se “transfigura” de los convencionalismos sociales a un libre albedrío. Por supuesto, la música de Noche transfigurada era un claro ejemplo del radicalismo artístico que Schönberg protagonizaría durante varias décadas; sin embargo, al escuchar la obra nos topamos con una verdadera pieza maestra, plena de belleza en todos sus trazos y en la emotividad de sus temas, y es –definitivamente- una obra tonal a diferencia de las obras que este hombre escribiera tan sólo unos años después de estrenada Noche transfigurada. En cada una de sus cinco partes (que aluden al mismo número de secciones en el poema de Dehmel) encontramos un lenguaje que puede ser definido como el canto del cisne de la época post-romántica, en una exquisita combinación del lenguaje post-wagneriano, también enraizado en la tradición de Brahms (de quien, por cierto, Schönberg era un ferviente admirador).

Definitivamente, Noche transfigurada es icono del fin de una época, y al mismo tiempo constituye uno de los primeros atisbos a los azarosos tiempos de diversidad artística que protagonizaron en las primeras décadas del siglo XX obras como La consagración de la primavera de Stravinsky, El castillo de Barbazul de Bartók, hasta el Pierrot Lunaire del mismo padre del dodecafonismo.

Como sano ejercicio para la inspiración, y como herramienta básica para la audición de Noche transfigurada, resulta imperativo proporcionar aquí (en traducción libre) lo que nos cuenta el poema de Richard Dehmel, y dejarnos abrazar por esa profunda y hermosa luz de luna y por el intenso amor en el que habita, ante todo, la sinceridad y la comprensión.

Dos seres vagan por un bosque frío y deshojado;

La luna les presta claridad.

La luna pasa por encima de las copas de los altos robles;

Ni la más ligera nube empaña el cielo,

Hacia donde se yerguen las oscuras cimas.

Se oye la voz de una mujer:

“Llevo un hijo en mis entrañas, y no es tuyo;

Camino junto a ti pecadora.

Yo cometí una gran falta

Al suponer que jamás podría nuevamente ser feliz;

Por ello sentí el deseo del vivir intenso,

De los goces maternos.

Por eso me aventuré, por eso

Trémula me abandoné en los brazos de un hombre extraño,

Por eso concebí un fruto.

Ahora la vida se venga de mi;

Soy tuya, y tengo tu compañía.”

Camina ella con paso firme.

Mira a lo alto, la luna resplandece.

Entonces se escucha la voz de un hombre:

“ No deseo que el hijo que has concebido

sea una pesada carga para tu espíritu.

¡Mira en torno tuyo, qué radiante claridad!

Ya de luz todo es iluminado.

Conmigo marchas por el frío desierto,

Pero un fuego interno nos envía su calor,

De ti a mí, de mí a ti.

Ese calor transfigura al niño del extraño,

por mi lo habrás concebido;

Yo lo amparo, tú me has llevado su primer balbuceo.

A mi también me has convertido en un niño.”

Él la estrecha fuertemente entre sus brazos.

Se funden sus alientos en el aire.

¡Dos seres avanzan por la alta, brillante noche!

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Descarga disponible:

Arnold Schönberg: Noche transfigurada.

Versión: I Musici de Montreal. Yuli Turovsky, director.