ANTONÍN DVOŘÁK (1841-1904)

Serenata para cuerdas en mi mayor, Op. 22

  • Moderato
  • Tempo di valse
  • Scherzo. Vivace
  • Larghetto
  • Finale. Allegro vivace.

Dvořák tenía más de treinta años de edad cuando tuvo que luchar constantemente no sólo por el reconocimiento público sino para lograr un sueldo digno gracias a sus composiciones y no por la incontable cantidad de pequeños trabajos que apenas le daban para subsistir. Durante algún tiempo, los ingresos del músico venían de su trabajo como violista en la Orquesta del Teatro Provisional de Praga, puesto que abandonó definitivamente para poder dedicar más tiempo a la composición. Poco después, sus magras entradas monetarias provenían de su puesto como organista en la Iglesia de San Adalberto en Praga, pero prácticamente nada de sus primeras partituras.

Pero como bien reza la voz común popular, “Dios aprieta, pero no ahorca”, muy pronto el panorama comenzó a estabilizarse profesionalmente para el compositor. A fines de 1873 contrajo nupcias con Anna Cěrmáková (1854-1931), circunstancia que lo hizo muy feliz; un año después se estrenó con un éxito estupendo su ópera Rey y carbonero (Král a uhlíř) y el 4 de abril de ese 1874 su esposa y él festejaron el primer cumpleaños de su hijo Otakar. A inicios de 1875 el horizonte de Dvořák comenzó a aclararse cada vez más: se le otorgó un estipendio anual de 400 florines de oro (muchísimo más de lo que ganaba como atrilista en la Orquesta) por parte del Estado Austriaco gracias a sus Sinfonías 3 y 4, siendo Johannes Brahms (1833-1897) y Eduard Hanslick (1825-1904) -el muy temido crítico de la Neue freie Presse– miembros del jurado calificador.

Así fue que, sintiéndose en plenitud familiar y económica, Dvořák inició un interesante periodo creativo que vio nacer una nueva ópera (Los amantes obstinados), varias piezas de música de cámara (los Tríos con piano en si bemol mayor y en sol menor y su Cuarteto con piano en re mayor), el primer libro del ciclo de canciones denominado Duetos moravos para soprano, tenor y piano, su Quinta sinfonía (comenzada el 15 de junio de ese año y terminada tan sólo cinco semanas después) y, de particular atención, su Serenata para cuerdas.

¡Tan sólo doce días le llevó a Dvořák concebir su Serenata (entre los días 3 y 14 de mayo de 1875)! Recientemente ya había escrito un Quinteto para cuerdas que le permitió trabajar las texturas de dichos instrumentos con un fino artesanado. De hecho, aquel Quinteto lo escribió con dos movimientos lentos, uno de los cuales separó de la pieza para convertirlo más tarde en su Nocturno Op. 40.

La Serenata para cuerdas es, sin lugar a duda, una de las partituras más frescas y encantadoras de todo su catálogo; enraizada en la forma dieciochesca del “divertimento”, la obra posee un espíritu ligero, de proporciones sencillas y bien balanceadas, como su experto uso del “canon” y de la forma cíclica. Su primer movimiento denota cierta nostalgia que se transforma en momentos de gran calidez, con algunos atisbos de música folclórica y con una mano experta que –en momentos- divide al grupo de cuerdas en siete partes. El movimiento siguiente es un minueto a tiempo de vals pleno de elegancia. Viene después un Scherzo que presenta cierta ingenuidad en el que las melodías son imitadas por las diferentes voces cuerdísticas como en un “canon”. Luego se presenta el centro emocional de toda la Serenata: el Larghetto, con ligera referencia a la sección de trío del segundo movimiento, es un nocturno de contornos apasionados que nos remite a la contemplación de la luz de la luna reflejándose en un lago en la quietud de la noche. El último movimiento es mordaz, burbujeante y no menos exuberante, en donde se vuelve a escuchar el tema principal del movimiento inicial justo antes de cerrar la Serenata con un exquisito virtuosismo camerístico.

La Serenata para cuerdas de Dvořák estuvo lista para estrenarse en Viena bajo la dirección de Hans Richter (1843-1916), pero por alguna desafortunada confusión la presentación tuvo que ser suspendida; finalmente, fue estrenada el 10 de diciembre de 1876 durante un Concierto de jubileo de la Sociedad de amigos del Coro y la Orquesta del Teatro Checo de Praga, bajo la dirección de Adolf Čech (1841-1903).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Capella Istropolitana. Jaroslav Krček, director

Dvořák alrededor de 1870

Nació en Nelahozeves, República Checa, el 8 de septiembre de 1841.

Murió en Praga, República Checa, el 1 de mayo de 1904.

Serenata para instrumentos de aliento y contrabajo en re menor, Op. 44

  • Moderato quasi marcia
  • Minueto
  • Andante con moto
  • Finale: Allegro molto

Después de que Dvořák escribiera su Serenata para cuerdas en 1875 su fama alcanzó alturas impresionantes en su país natal. Ya para entonces se había hecho acreedor en dos ocasiones al Premio Estatal Austriaco, llamando la atención de Johannes Brahms (1833-1897), quien a raíz de ello se decidió a impulsarlo y aconsejarlo.

La Serenata en re menor está instrumentada para pares de oboes, clarinetes y fagotes, contrafagot, tres cornos, violonchelo y contrabajo, y fue escrita rápidamente en enero de 1878 para ser estrenada por el propio autor en la dirección en Praga en noviembre del mismo año. La estructura de la partitura nos deja ver la influencia de las serenatas callejeras tan célebres en el siglo XVIII, en las que básicamente se utilizaban alientos (y, por supuesto, también en el estilo de Wolfgang Amadeus Mozart [1756-1791] que alimentó el género con sendas serenatas y divertimenti).

Es curioso hacer un símil entre la marcha que inicia esta Serenata, que con tan sólo escucharla nos remite directamente a una marcha nupcial con carácter muy solemne. Por su parte, el segundo movimiento (un Minueto) recuerda una danza popular bohemia, en ritmo lento, conocida como sousédská, que se une a un trío vivaz de ritmos sincopados. Por su parte, el Andante nos muestra uno de los más hermosos momentos de la música de Dvořák, pleno de poesía, inspiración e invención armónica; mientras que el Finale es de tintes totalmente rústicos, con una hiperactividad excitante que desemboca en la reiteración de la marcha inicial y en un final “muy a la Dvořák”.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Solistas de la Filarmónica de Oslo.

ANTONÍN DVOŘÁK (1841-1904)

Concierto para violonchelo y orquesta en si menor, Op. 104

  • Allegro
  • Adagio ma non troppo
  • Finale: Allegro moderato

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Dvořák en 1900

El Concierto para violonchelo de Dvořák fue la gran última partitura que él escribió durante una interesante aventura profesional (y de vida) en los Estados Unidos de América.

Todo comenzó en 1891 cuando Dvořák recibió una misiva “desde el nuevo mundo”, por parte de Jeannette M. Thurber (1850-1946), una músico estadounidense educada en París y esposa de un próspero mayorista neoyorkino, quien se había convertido en una distinguida filántropa de Nueva York empeñada en elevar la pedagogía musical estadounidense a los estándares europeos. Con este fin fundó el Conservatorio Nacional de Música en Nueva York, y se dispuso a persuadir al egregio compositor para que aceptara ser su director. Afortunadamente la señora Thurber tuvo éxito (sobre todo por haberle ofrecido al músico un sueldo total de ¡quince mil dólares anuales!), y al año siguiente Dvořák y su familia se mudaron a La gran manzana. Ahí fue responsable de cimentar el plan de estudios, además de ser invitado constantemente como director y en ese período compuso verdaderas obras maestras como su Cuarteto en fa mayor Op. 96, (apodado “Americano”), el Quinteto para cuerdas en mi bemol mayor (ambas piezas concebidas en Spillville, Iowa), la Sinfonía Desde el nuevo mundo (la novena en su catálogo) y el Concierto para violonchelo en si menor.

La relación de Dvořák con el violonchelo no era nueva para él: cuando tenía veinticuatro años de edad compuso un Concierto en la mayor, que bosquejó únicamente con acompañamiento de piano y que permaneció en el olvido hasta que fue recuperado e instrumentado de forma muy mediocre por un –entonces- joven compositor llamado Günter Raphael (1903-1960) y de esa manera se hizo escuchar en 1930; tuvieron que pasar algunos años para que se le hiciera cierta justicia gracias al compositor Jarmil Burghauser (1921-1997). Dvořák lo escribió para su compañero atrilista y amigo Ludvík Peer (¿?-¿?), quien a la sazón era primer chelo de la Orquesta del Teatro Provisional de Praga. Para mala fortuna del compositor, Peer abandonó su puesto en la Orquesta y partió sin rumbo definido, llevando en su equipaje el manuscrito de dicho Concierto que permaneció sin ser escuchado más de medio siglo.

Otro chelista amigo de Dvořák fue Hanuš Wihan (1855-1920) quien gozó de una notable carrera como solista, principalmente en Alemania, y a quien Dvořák le escribió su Rondó Op. 94. Este es el primer nombre con el que puede asociarse estrechamente la creación del Concierto para violonchelo Op. 104. Según se sabe, Wihan dio testimonio de que solicitó a Dvořák un Concierto justo al momento en que el compositor estaba haciendo las maletas para iniciar su experiencia en Norteamérica.

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Victor Herbert

Estando en Nueva York, apareció el segundo nombre que, definitivamente, inspiró la creación del nuevo Concierto promovido por Hanuš Wihan: el chelista y también compositor de origen irlandés Victor Herbert (1859-1924), quien fue violonchelo principal de la entonces llamada Sociedad Sinfónico-Filarmónica de aquella ciudad (hoy Filarmónica de Nueva York) y jefe del departamento de violonchelo del Conservatorio al cual Dvořák llegó a dirigir, puesto al que accedió después de estudiar en Viena. Cabe anotar que Herbert era un personaje muy respetado en los Estados Unidos y a la vuelta del siglo XX adquirió fama universal con su ópera Babes in Toyland (1903) y su opereta Naughty Marietta (1910), esta última un éxito de Broadway y llevada a la pantalla cinematográfica en 1935; tan sólo dos de sus cuarenta obras que produjo para los escenarios.

Cuando se estrenó la Novena sinfonía de Dvořák, Herbert se encontraba tocando en la orquesta y el 9 de marzo de 1894 el músico checo atestiguó la primera audición del Segundo concierto para chelo del propio Herbert bajo la dirección de Anton Seidl (1850-1898). Y aunque Dvořák había tenido tanta relación con chelistas, él mismo llegó a decir que “el violonchelo no es digno de que se le escriba un Concierto entero”. Al escuchar la obra de Victor Herbert, Dvořák quedó perplejo por el fenomenal despliegue de matices, colores y virtuosismo que el estadounidense había impreso en su partitura (en la que, por cierto, utiliza una gran orquesta que incluye tres trombones y que en ningún momento opacan el discurso solista), muy alejado de aquel lugar común del siglo XIX en el que se decía que el violonchelo simplemente era inadecuado para la retórica y el empuje del lenguaje concertante.

El 28 de abril de 1894 Dvořák firmó la renovación de su contrato en el Conservatorio por dos años más; después de su periodo vacacional de verano en su tierra natal regresó a Nueva York y puso manos a la obra en su nuevo Concierto hacia el 8 de noviembre. El día 9 de febrero del año siguiente (el día del décimo cumpleaños de su hijo Otakar [1885-1961]) “a las 11:30 de la mañana” puso punto final a la obra. Al verano siguiente, el compositor regresó a su patria para disfrutar de su vacación y en medio de su descanso (en agosto) escribió decidido a la Sra. Thurber que lo había empleado, solicitándole de forma muy cordial que fuera liberado de su contrato, algo a lo que ella no pudo rehusarse.

En septiembre Dvořák se reunió con el chelista Wihan a instancias de Josef Hlavka (1831-1908), uno de los más destacados impulsores de la cultura checa; el encuentro ocurrió en el Castillo Lány donde Wihan, acompañado por el compositor en el piano, tocaron el Concierto de principio a fin. El chelista sugirió algunos pequeños cambios a la partitura que fueron tomados con agrado por Dvořák, pero cuando se sugirió que al final del Concierto se incluyera una cadenza virtuosa para el solista el compositor tuvo que rehusarse (por circunstancias que se detallan más adelante). Aun así, la partitura del Concierto para violonchelo está dedicada a Wihan; aparentemente el desaguisado provocó que el estreno mundial fuera realizado por alguien distinto, el inglés Leo Stern (1862-1904), quien tocó la primera audición en Londres el 19 de marzo de 1896 en la Queen’s Hall con la Sociedad Filarmónica de aquella ciudad bajo la dirección del compositor y su posterior estreno en Praga el 11 de abril siguiente con la Filarmónica Checa.

Al paso de los años, y tratando de analizar lo que ocurrió en las semanas alrededor del estreno del Concierto se ha concluido que, más que haberse sentido insultado porque sus opiniones no fueron tomadas en cuenta, en realidad la agenda de trabajo de Wihan estaba tan complicada que, al momento de programarse la audición londinense, le era imposible tocar como solista. Prueba de ello es que siempre consideró a ésta como una obra maestra, y dio la primera de muchas presentaciones en La Haya bajo la batuta de Willem Mengelberg (1871-1951).

El carácter majestuoso del Concierto para violonchelo Op. 104 queda manifiesto en la elaborada exposición orquestal con la que abre el primer movimiento y en la que los clarinetes llevan una parte fundamental (como a lo largo de toda la partitura), al presentar el tema principal que es retomado por toda la orquesta con la anotación de “grandioso”. Después se escucha la voz de un corno con un segundo tema más lírico y la orquesta completa nos hace escuchar un tema más casi en forma danzada justo antes de la imponente entrada del instrumento solista que retoma el tema principal “quasi improvisando”. A partir de ese momento, todo el material expuesto recibe un tratamiento de proporciones heroicas; aquí no hay cabida para alguna cadenza para el solista pues Dvořák continúa el discurso sinfónico de manera magistral. Al final del movimiento aparece la reiteración del tema inicial en un episodio arrebatador, enunciado por las trompetas y los timbales.

El segundo movimiento inicia con un dulce tema escuchado en los alientos madera que después es retomado por los clarinetes que tienden un delicado manto para que el solista exponga su propio tema; de pronto, un estallido orquestal nos lleva al segundo tema de esta sección, con tintes de marcha fúnebre. Aquí Dvořák echa mano de un tema propio, ligeramente alterado, de la primera de sus cuatro canciones de su Opus 82: Déjame deambular solo con mis sueños (aunque el título original simplemente dice Lasst mich allein –déjame solo-). Aquí vale la pena recordar uno más de los nombres que dieron origen y sentido al Concierto para violonchelo: Dvořák disfrutó de un largo y feliz matrimonio con Anna Čermáková (1854-1931), con quien se casó en 1873. Pero ella no había sido su primer amor; varios años antes había experimentado un enamoramiento formal por una de sus hermanas mayores, Josefina (1849-1895), su estudiante de piano en ese momento. Nada romántico surgió de esa atracción precoz (que, de hecho, parece haber sido estrictamente de parte de Dvořák), y Josefina y Antonín pasaron treinta años viviendo como parientes políticos y totalmente platónicos. Mientras la pareja Dvořák vivía en Nueva York, la salud de Josefina comenzó a declinar precipitadamente, y murió el 27 de mayo de 1895, solo un mes después de que regresaran a Praga de su estadía estadounidense. Dvořák hizo un homenaje a la moribunda Josefina en su Concierto al incorporar la canción antes citada que, según el biógrafo de Dvořák, Otakar Šourek (1883-1956) era una de las favoritas de Josefina.

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Las hermanas Čermákovy (Josefina -de pie- y Anna -sentada)

El movimiento final es un vigoroso rondó que inicia con cierto carácter marcial; de acuerdo con varios estudiosos, el espíritu robusto y triunfal a la vez de esta música tiene que ver con el regreso definitivo del compositor a su patria. Los cornos exponen el tema de marcha de forma discreta pero también gloriosa y estalla en júbilo con toda la orquesta y más tarde con el violonchelo solista. Después viene una sucesión de temas e ideas que van de lo muy enérgico a lo lírico en extremo, uno de los cuales es cantado por el violonchelo y un violín solo. La coda del movimiento es descrita por el propio autor en una carta dirigida al editor Fritz Simrock (1837-1901) el 3 de octubre de 1895: “El finale culmina con un diminuendo gradual, como un suspiro, con reminiscencias de los movimientos primero y segundo, siendo que la voz solista va muriendo hacia un pianissimo. Entonces el sonido orquestal comienza a crecer y los últimos compases son tomados por la orquesta en un final tempestuoso.”

De hecho, al enterarse Dvořák de la muerte de Josefina, reelaboró ​​la coda del Concierto, con alusiones a paisajes celestiales, trinos de pájaros y un nuevo susurro de la canción Lasst mich allein como un discreto mausoleo a un amor sempiterno que nunca se pudo materializar.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Alisa Weilerstein, violonchelo. Orquesta Filarmónica Checa. Jiří Bělohlávek, director.

CLAUDE ACHILLE DEBUSSY (1862-1918)

Iberia, de las Imágenes para orquesta

  • Por las calles y los caminos
  • Los perfumes de la noche
  • La mañana de un día de fiesta

 

Entre los años 1910 y 1913 Francia era uno de los lugares del mundo en donde había constantemente un progreso en las artes y la intelectualidad. En ese sentido, Debussy había sido parte de esa rebelión junto con muchos de sus colegas de generación en el afán de romper el cordón umbilical del wagnerismo y voltear la mirada a horizontes cada vez más amplios.

Precisamente en esos años Debussy escribió sus dos libros de Preludios y publicó un tríptico orquestal con el que él deseaba transformar su lenguaje instrumental y que concibió de manera integral entre 1906 y 1912: Imágenes.

El nuevo camino que quiso tomar Debussy en este tríptico estuvo guiado por la música popular de tres países: la música folclórica inglesa en las Gigas (específicamente la tonada Keel Row); las danzas españolas en Iberia; y las canciones populares francesas (Nous n’irons plus aux bois) en Rondas de Primavera. Una colección orquestal de inmensa sutileza y plena de efectos chispeantes y brillantes y que el autor se tomó todo el tiempo necesario para concebirlas. En primera instancia, Rondas de Primavera e Iberia fueron pensadas como piezas netamente pianísticas en 1905 aunque luego Debussy cambió de parecer.

El 20 de febrero de 1910 los Conciertos Colonne de París presentaron Iberia de Debussy, unos cuantos días después de que se estrenaran las Rondas de Primavera en los Conciertos Durand. Para el estreno de Iberia, el compositor fue muy tajante con el autor de las notas al programa, indicándole que “es inútil preguntarme sobre alguna anécdota de esta pieza; no hay ninguna historia asociada a ella, y depende de la música por si misma de despertar el interés en el público. Al momento de su primera audición en el Teatro Châtelet parisino, el público recibió Iberia con un prolongado aplauso y quienes se encontraban sentados en galería pidieron que se repitiera la obra. El director en aquella ocasión fue Gabriel Pierné (1863-1937) quien quiso complacer al público con su solicitud, pero otro sector lo desaprobó con chiflidos. Si el público estuvo dividido en aquella ocasión, lo mismo ocurrió con los críticos en la prensa: unos alabaron la nueva pieza de Debussy, otros la reprobaron totalmente.

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Claude Debussy

Muchos músicos consideraron la partitura de Iberia como “un delicado pedazo de excremento”, con poca sustancia. Uno de los principales detractores de Debussy, Luc Marvy expresó en el Monde Musical que Iberia era “una rapsodia más tras los montes, ni buena ni mala, y ciertamente no bien construida a diferencia de las que hemos escuchado en los últimos doce años.” Marvy seguramente se refería a España (1883) de Emmanuel Chabrier (1841-1894) y la Rapsodia española (1907-1908) de Maurice Ravel (1875-1937); y sin quitarle ningún mérito a esas dos obras espectaculares, cierto es que su comentario mezquino no es muy certero. Hoy reconocemos en Iberia de Debussy una pieza orquestal de estupenda factura, gran imaginación, fiel a los preceptos revolucionarios que Debussy estaba poniendo en marcha pocos años antes de su muerte.

Como no todo es terrible, aquí tenemos el comentario de Alfred Bruneau (1857-1934) aparecido en el diario Matin:

“Estos delicados bosquejos españoles no tienen ninguna similitud a los lienzos sonoros de Albeniz y Chabrier. Uno reconoce la personalidad de Debussy hasta en los más pequeños detalles. No contienen ningún rastro de aspereza, gracias a su intensa alegría que anima las secciones primera y tercera. Son deliciosamente poéticas, exquisitas en sus colores, llenas de encanto fascinante y artísticamente maravillosas.”

Y aunque a Debussy no le gustara ninguna descripción programática de su Iberia, es muy válido reconocer el paseo que él nos propone desde el atardecer en una localidad española, la intensidad de las fragancias nocturnas y las campanas que anuncian el amanecer de un concurrido día de fiesta. Esa transición sonora, del anochecer hasta el despuntar del día, es definitivamente de lo mejor de la producción del músico francés.

Justamente un músico extranjero (español él) nos proporcionó esta invaluable opinión sobre Iberia de Debussy en un artículo en la publicación Chesterian:

“Los ecos de los pueblos, una especie de Sevilla –el tema genérico de la obra- que parece flotar en una clara atmósfera de luz brillante; el hechizo embriagante de las noches andaluzas, lo festivo de la gente bailando con los alegres sones de una banda de guitarras y bandurrias… todo ello gira en el aire, se aproxima y aleja, y nuestra imaginación está despierta en todo momento y deslumbrada por el poder de una música intensamente expresiva y de gran riqueza…”

El autor de tan halagador comentario: Manuel de Falla (1876-1946).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta de Cleveland. Pierre Boulez, director.

MAURICE DURUFLÉ (1902-1986)

Réquiem, Op. 9, para mezzosoprano, barítono, coro, orquesta y órgano

  • Introito
  • Kyrie
  • Domine Jesu Christe
  • Sanctus
  • Pie Jesu
  • Agnus Dei
  • Lux aeterna
  • Libera me
  • In Paradisum

Maurice Duruflé

Maurice Duruflé

Si revisamos parte de la historia musical francesa, nos percataremos que muchos de los más distinguidos compositores que vio nacer Francia estaban francamente involucrados con una labor que, por otro lado, también ha sido una constante en varios autores, quizá desde antes de los tiempos de Bach: hablo del trabajo como organista en una iglesia. Y aunque algunos de aquellos franceses quizá no produjeran una gran cantidad de partituras para el instrumento (como es el caso de Saint-Saëns) también hubo quienes legaron un fascinante repertorio, básico en la literatura organística y piezas obligadas para cualquier intérprete. Los casos más extraordinarios recaen en las personalidades de Louis Vierne y Maurice Duruflé. Nacido en Louviers el 11 de enero 1902, y fallecido en París el 16 de junio de 1986, Duruflé fue alumno del Conservatorio de París principalmente de Paul Dukas en composición y de Gigout en órgano, también tuvo oportunidad de trabajar este instrumento con Tournemire (el sucesor de otro gran organista, César Franck, en la Iglesia de Santa Clotilde) y con el ya mencionado y célebre Louis Vierne. Maurice Duruflé siempre dio impresionantes muestras de talento tanto en la composición como en la ejecución organística, siendo que pronto –y muy joven- logró el respeto absoluto de sus colegas y le granjeó el inmenso honor de convertirse en el suplente de Vierne en el órgano de Notre Dame de París (1929-31). Paralelamente a dicha actividad prosiguió su preparación como asistente de Dupré en sus clases de órgano del Conservatorio, donde muy pronto llegó a ser profesor titular de los cursos de armonía, actividad que estuvo en sus manos desde 1943 hasta 1973. Muchos de los más importantes organistas franceses de la actualidad fueron alumnos de Duruflé, como es el caso del gran Pierre Cochereau. Duruflé también fue organista de la Iglesia de Saint Etienne del Monte, en París, puesto que conservó desde 1931 hasta su muerte ocurrida cincuenta y cinco años después. Sin embargo, la fama y el respeto por el quehacer como instrumentista de Duruflé no se circunscribió a su país, ya que también fue muy famoso en los Estados Unidos donde hizo numerosas giras. El pronunciar su nombre en este año 2002 y tener la oportunidad de deleitarnos con su música (quizá con la más famosa pieza que le ha sobrevivido, su Réquiem) es de gran importancia para recordar el centenario de quien ha sido considerado como una de las más interesantes personalidades musicales francesas del siglo pasado (así es, del siglo XX). Y, aunque todos bien sabemos que Francia fue la cuna durante ese siglo de autores tan valiosos como Olivier Messiaen, Pierre Boulez y Henri Dutilleux (estos dos últimos aún vivos y activos), es imposible negar un lugar distinguido a la producción de Duruflé que, aunque magra en relación al catálogo organístico de Messiaen, nos muestra a un autor capaz de describir con sonidos una espiritualidad inusitada, apacible, coherente.

Estas son algunas de sus piezas más importantes:

• Tres danzas para orquesta

• Misa Cum Jubilo, para barítono, coro masculino y orquesta

• Preludio, recitativo y variaciones para flauta, viola y piano

• Cuatro motetes antiguos basados en Cantos Gregorianos para coro a capella

• Notre Père, para coro

Y piezas para órgano como:

• Fuga sobre el tema de Carillón de los Héroes de la Catedral de Soissons

• Preludio y adagio coral sobre el tema Veni Creator Spiritus

• Preludio y fuga sobre el nombre de Alain

• Preludio e introducción sobre la Epifanía

• Scherzo

• Suite del año 1933

Como dijimos antes, dentro de toda su producción el Réquiem que escribiera Duruflé es, acaso, su única partitura que sobrevive en el grueso de los conciertos sinfónicos de todo el mundo. En muchos momentos se ha comparado con el Réquiem que Fauré escribiera a fines del siglo XIX, quizá por la disposición de sus secciones y algunos detalles (sobre todo hablando de la transparencia instrumental y el experto trabajo con la masa coral, además de que ambos incluyen únicamente dos solistas vocales: una voz femenina y otra masculina). Sin embargo, el caso de Fauré es diametralmente opuesto al de Duruflé en tanto que éste último se consagró en cuerpo y alma a la interpretación organística que a la composición.

Duruflé con su esposa

Duruflé con su esposa

Duruflé escribió su Réquiem hacia 1947, respondiendo a una comisión de la casa editora Durand, y está dedicado a la memoria de su padre. Desde el inicio de la obra notamos por qué ha sido comparado con el Réquiem de Fauré, con sus colores luminosos y serenidad casi mágica, aunque en algunos momentos se torna en música de intenso dramatismo y que poco a poco nos va llevando hacia un mundo sonoro brillante, de enorme paz, con los sonidos celestiales que nos propone en la última sección, In Paradisum. Nadie puede saber en qué medida sobreviva a la vorágine de los tiempos el legado de Duruflé. Nadie puede indicar si este Réquiem continuará interpretándose en las décadas por venir. Lo cierto es que a cien años del nacimiento de este autor, la oportunidad de regocijar nuestro espíritu con su Réquiem es motivo para reflexionar, para encontrar esos recovecos de bondad perdidos en nuestra alma por la acción de la malignidad diaria. Hoy, esta noche, el vehículo será Duruflé. Mañana, está en nosotros encontrar la belleza y la paz por nuestros propios medios. Que así sea…

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Maurice Duruflé: Réquiem Op. 9

Versión: Jennifer Larmore, mezzosoprano; Thomas Hampson, barítono; Coro Ambrosian Singers; Orquesta Filarmonía de Londres. Michel Legrand, director.

ANTONÍN DVORÁK (1841-1904)

Sinfonía No. 6 en re mayor, Op. 60

  • Allegro non tanto
  • Adagio
  • Scherzo – Furiant: Presto
  • Finale: Allegro con spirito – Presto

Antonín Dvorák en 1880, año de composición de su Sexta sinfonía

Antonín Dvorák en 1880, año de composición de su Sexta sinfonía

El auge del nacionalismo que se extendió por Bohemia en la segunda mitad del siglo XIX llevó a Antonin Dvorák a la fama. Se convirtió, en poco tiempo, en el primer compositor de su país que alcanzó reconocimiento internacional. En sus obras tempranas Dvorák hacía eco del romanticismo alemán, particularmente de Wagner. Sólo cuando empezó a considerar su música como heraldo de sus sentimientos nacionales fue que finalmente logró una voz individual.

Vladimir Herfert ha destacado la importancia del compositor para su país y en el contexto de la música en general: “En él, la música bohemia halló a un genio de espontaneidad frontal.” Y en cuanto al rango en que el musicólogo Donald Francis Tovey situaba a la Sexta sinfonía, basta con decir que la consideraba sólidamente al lado de las cuatro Sinfonías de Brahms y de la Novena sinfonía de Schubert, “las más grandes compuestas después de Beethoven”.

Dicha Sexta sinfonía la escribió Dvorák entre el 27 de agosto y el 15 de octubre de 1880. Esos eran los tiempos en que el compositor gozaba de una indudable reputación en las principales capitales europeas y hasta en los Estados Unidos. Su nombre era bien conocido gracias a las profusas interpretaciones que se hacían de sus Danzas y Rapsodias eslavas. Muchos han señalado que quizá fue por ese repentino éxito (y la asociación que de él hacían músicos y públicos como un autor netamente nacionalista bohemio) que para su Sexta sinfonía Dvorák decidió concebirla con una importante carga de sentimiento eslavo, sin dejar atrás el refinamiento que rubricó en muchas de sus partituras. Para más señas, el tercer movimiento de esta Sinfonía es un furiant, una danza folklórica bohemia de contornos exuberantes que utiliza alternadamente compases de 2/4 y ¾, con lo cual queda perfectamente definido el carácter general que Dvorák deseaba dar a su partitura.

El célebre director de orquesta Hans Richter, dedicatario de la partitura de la Sinfonía No. 6 de Dvorák

El célebre director de orquesta Hans Richter, dedicatario de la partitura de la Sinfonía No. 6 de Dvorák

La historia de cómo surgió la Sexta de Dvorák se remonta al 24 de septiembre de 1879. Aquel día la Orquesta Real de Prusia estrenó la Tercera rapsodia eslava de Dvorák bajo la dirección de Wilhelm Taubert, provocando en el público una instantánea y furibunda recepción. Entre los asistentes se encontraba el eminente Hans Richter, quien en aquellos tiempos era el director de los conciertos de la Filarmónica de Viena. Ni tardo ni perezoso, Richter (quien por cierto recibió la dedicatoria de la Sexta sinfonía) solicitó dicha Rapsodia de Dvorák para estrenarla en Viena, y paralelamente solicitó al compositor le escribiera una nueva Sinfonía, que estuvo lista en menos de un año. Sin embargo, los vientos políticos no soplaban a favor de los bohemios en el otrora Imperio austro-húngaro, por lo que Richter, al contar con la flamante partitura de la Sexta sinfonía, se llevó la música bajo el brazo para organizar su estreno en Praga, lo cual ocurrió con la Filarmónica de aquella ciudad dirigida por Adolf Céch el 25 de marzo de 1881, en una sala de conciertos construida en la isleta de Zofin, en el río Moldau (Moldavia). Este director Céch conocía muy bien a Dvorák pues habían sido compañeros en la sección de violas de la Orquesta Cecilia y posteriormente se convirtió en director del Teatro Nacional; a Céch también le tocó el honor de estrenar las Sinfonías 2 y 5 de su colega.

Resulta muy curioso notar cómo los vieneses despreciaron de tal manera la nueva música de Dvorák, tan sólo por considerarlo “un pobre, desconocido, inexperto bohemio”. Estamos seguros que (como sigue ocurriendo hasta la fecha) los preceptos raciales de los integrantes de la Filarmónica de Viena y de la sociedad austríaca entera tuvieran más influencia para no hacer escuchar una música que –tal parece no se percataron- estaba totalmente enraizada en la tradición germana y austríaca del género sinfónico. Si escuchamos atentamente la Sexta de Dvorak, nos daremos cuenta que ésta es un reflejo muy fiel y exquisito de la Segunda sinfonía de Johannes Brahms, a quien Dvorák idolatraba y en algún momento siguió todos sus consejos (básicamente cuando el compositor bohemio concibió su Séptima sinfonía en 1884). Tanto en la Sexta de Dvorák como en la Segunda de Brahms encontramos un ambiente bucólico y, de hecho, hasta la misma tonalidad: re mayor.

La Sexta de Dvorák fue publicada como Primera sinfonía en Berlín en 1882 por el editor Simrock (editor, también, de la música de Brahms, y quien le fuera presentado al bohemio por el autor del Réquiem alemán). Rica en temas y transformaciones melódicas, como era característico en Dvorák, tiene también la típica modulación libre y armonía compleja que usaba en gran autor bohemio, pese a la lírica clásica de la escuela de Leipzig adoptada para su plan general. La jovial dulzura y sincera y sencilla inspiración se contraponen de un modo estilísticamente magistral a la exquisita técnica con que Dvorák realizó su Sexta sinfonía.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Antonín Dvorak: Sinfonía No. 6 en re mayor Op. 60

Versión: Orquesta Sinfónica de Londres. István Kertész, director.

ANTONÍN DVORÁK (1841-1904)

La bruja del mediodía. Poema sinfónico Op. 108

 

A Dvorák le apasionaba ser músico, además de disfrutar las maravillas de la Naturaleza y todo lo que la componía, especialmente de la relajada vida campestre. También amaba profundamente la poesía, en especial la de Karel Jaromir Erben, y sobre todo una serie de baladas folklóricas checas publicadas como La guirnalda en 1853. Fue en 1896 que Dvorák tuvo el tiempo suficiente de realizar un proyecto que durante años había acariciado: escribir poemas sinfónicos basados en esa colección de baladas de Erben. Dicha empresa la inició con tres poemas sinfónicos a la vez (El duendecillo del agua, La bruja del mediodía y La rueca de oro), mismos que concluyó en unas cuantas semanas. Poco tiempo después, Dvorák añadió un cuarto poema sinfónico de nombre La paloma del bosque.

Con respecto a la partitura que hoy nos atañe, La bruja del mediodía, es importante considerar en ella una música plena de belleza, y que se inicia con una representación muy viva del principio original de la balada de Erben: un idilio que evoca a un niño jugando mientras su madre prepara el almuerzo. La progenitora, un tanto irritada por los jugueteos inocentes de su retoño, lo calla y éste comienza a llorar y lo cual trae como consecuencia que la desesperación de la madre sea insalvable. En ese momento, ella le dice al niño que si no deja de “hacer berrinche” la bruja del mediodía llegará a casa para llevárselo. El tema de la bruja, un típico personaje del folklore bohemio, aparece representado por los clarinetes, justo antes de que el niño comience a recuperar el aliento post-berrinche. Para sorpresa de la madre, la mentada bruja del mediodía se materializa y le pide que le entregue a su hijo. Ella, temerosa, toma a su hijo y lo estrecha fuertemente. Grita y se desvanece, aún sosteniendo al crío, al momento en que la campana que anuncia el mediodía suena y la bruja desaparece como llegó. En la última sección de este poema sinfónico el padre llega al hogar muy alegre. Al encontrar a su esposa en el suelo, desmayada, él trata de reanimarla. La mujer regresa de su sueño pero el padre, al percatarse de que su hijo está muerto, maldice a su esposa. Al parecer, la bruja del mediodía tuvo la última palabra.

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Antonín Dvorák: La bruja del mediodía Op. 108

Versión: Orquesta Sinfónica de la Radio Polaca. Stephen Gunzenhauser, director.

Karel Jaromir Erben, autor de la balada La bruja del mediodía, que inspiró a Dvorák a escribir su poema sinfónico.

Concierto para violín y orquesta en la menor, Op. 53

  • Allegro ma non troppo
  • Adagio ma non troppo
  • Finale: Allegro giocoso, ma non troppo

Así como en 1878 el editor berlinés Fritz Simrock le sugirió la idea a Dvorák de escribir una colección de Danzas eslavas, un año más tarde volvió a solicitarle una partitura mediante una misiva que rezaba: “¿No quiere escribir un Concierto para violín para mí? ¿Qué sea muy original, pleno de bellas melodías y para buenos violinistas?”. La respuesta de Dvorák fue inmediata y se puso a trabajar en “ese tipo de música” que el influyente editor deseaba. Sin embargo, el compositor pidió en algún momento el consejo de uno de los más brillantes violinistas de la época, Joseph Joachim, a quien le mostró la primera versión terminada de la obra.

Johannes Brahms (sentado), mentor de Dvorák, y Joseph Joachim, a quien Dvorák «debía» dedicar su Concierto para violín.

Joachim revisó la música y concluyó que trabajaría con Dvorák en algunos aspectos para mejorarla. Desafortunadamente, algunos de sus comentarios como “el acompañamiento es muy denso y no permite que fluya la parte solista” preocuparon mucho al autor, quien decidió que haría cambios realmente sustanciales en el contenido de la partitura. Hacia 1880 escribió al editor Simrock informándole que se encontraba revisando todo el Concierto, al grado que “cada uno de sus compases están siendo modificados (por lo que)… el aspecto general del Concierto es absolutamente distinto ahora”. Más aún, cuando Dvorák pensó que la génesis para revisar la pieza estaba terminada, Joachim volvió a jalarle la oreja al músico en 1882, insistiendo que la obra en general continuaba siendo densa. Después de muchos tijeretazos, y cuando Dvorák estuvo satisfecho con el resultado, dedicó la partitura a Joachim pero la entregó en manos del joven virtuoso Frantisek Ondricek para que la estrenara en Praga el 14 de octubre de 1883.

Foto de Frantisek Ondricek dedicada a Dvorák.

En resumen, el Concierto para violín de Dvorák resulta ser una de las piezas más interesantes escritas para el instrumento en el siglo XIX (junto a los muy conocidos Conciertos de Beethoven, Brahms y Mendelssohn); algunos momentos de la obra son realmente interesantes especialmente en lo que a su estructura se refiere –como en la sección de desarrollo del primer movimiento, que es sustituida por una serie de interludios en donde se hace referencia al tema con el que abre la partitura. Mientras su movimiento lento está lleno de sensualidad y paz, la última sección nos muestra un derroche de jovialidad y ritmo, haciendo uso Dvorák del carácter de danza de la furiant y la dumka, tal como lo había sugerido en primera instancia Simrock.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Antonín Dvorák: Concierto para violín en la menor Op. 53

Versión: Ilya Kaler, violín. Orquesta Sinfónica de la Radio Polaca. Camilla Kolchinsky, directora.

CLAUDE ACHILLE DEBUSSY (1862-1918)

Petite Suite  (Pequeña Suite)

  • En bateau (En barco)
  • Cortège (Cortejo)
  • Menuet
  • Ballet

Debussy en el Grand Hotel de Eastbourne (Inglaterra) a punto de sacar una fotografía.
(Debido a que fue huesped frecuente de ese hotel se nombró en su honor a una Suite como «Debussy»).

Al escribir (o confeccionar, como me gusta decir a mi) notas al programa uno puede llegar a influir en el ánimo del público para la audición musical, además de proporcionar los consabidos datos “musicológicos” que nos permitan saber cómo, cuándo, por qué y para qué fue escrita la obra referida. Para hablar de la Petite Suite de Debussy me tomaré la libertad de sugerirle que primero escuche la música y posteriormente lea la presente nota (si lo desea, claro); con ello trataremos de hacer un experimento en el que pondremos a prueba nuestra capacidad de “visualizar” los sonidos. Si usted imaginó después de escuchar la Petite Suite un barco navegando lentamente en una cálida tarde de verano en la primera sección, un cortejo elegante y lleno de algarabía en la segunda, continuando con un danza ejecutada casi con timidez y para terminar con algo parecido a una exacerbada escena de ballet, me congratulo en decirle que usted se sacó un “diez” y Claude Debussy logró su cometido artístico. Justamente eso fue lo que este compositor francés imaginó al concebir las cuatro piezas que integran su Petite Suite, escrita a su regreso de Roma en 1889. El título es justificado en dos sentidos: es Suite en cuanto a que es una colección de piezas de carácter distinto -en este caso de danzas características- en el espíritu de la Francia de fin del siglo XIX y no tanto con la acepción de una Suite en el barroco; y por otro lado, aquello de Petite (o Pequeña) alude a que esta música es de dimensiones minúsculas, además de que su sencillez en expresión nos permite disfrutar de ella sin mayores problemas.

Gozoso, ahora le explico el contenido de la Petite Suite: En bateau (En barco) es una típica “barcarola” en 6/8 y con forma ternaria, y en la que los arpeggios en el arpa nos sugieren el movimiento del agua al paso de la embarcación, sobre lo cual flota una deliciosa melodía llena de nostalgia. La segunda pieza, el Cortejo, está dentro del ambiente de una “polonesa” también en forma ternaria, siendo la sección central a la manera de un scherzando y que nos lleva con regocijo y acordes pomposos al final. El Menuet que sigue tiene poco en común con el Minuet como lo conocemos del clasicismo vienés. Y el Ballet que concluye la Suite es de una frescura inusitada y con un elegante vals francés en la sección central, con ecos de aquellos grandes ballets de Leo Delibes. Debussy compuso originalmente la Petite Suite para piano a cuatro manos, siendo orquestada posteriormente por Henri Büsser con significativo respeto por la estética de Debussy, lo cual es comprensible si tomamos en cuenta que Büsser fue amigo cercano y asistente del autor de Pelléas y Melisande y El mar.

Intentando que la música de Debussy “influya” en esta nota al programa, es mi deseo ponerle ahora punto final y dejarla como la Suite que acaba de escuchar: Petite.

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Claude Debussy: Petite Suite

Versión: Orquesta de la Suiza Romanda. Ernest Ansermet, director.


Printemps (Primavera)

Debussy y su mejor amiga Rosalie Texier (con quien posteriormente contrajo nupcias)

Todos sabemos perfectamente que Debussy es considerado como el iniciador del movimiento musical impresionista, y que se desarrolló en una época incitante en Francia paralelamente al impresionismo pictórico (cuyos principales exponentes fueron Rodin, Monet, Renoir, Degas, Seurat y Cézanne, quienes siguieron los preceptos de su profesor Manet), animado igualmente por nuevas tendencias literarias, promovidas especialmente por el ultra-naturalismo en las novelas de Emile Zola.

Si debemos recordar cuáles son los fundamentos del impresionismo pictórico, basta señalar que fue una técnica pictórica que consiste en el empleo de pinceladas yuxtapuestas de tonos puros, que forman una textura de toques de color, con una ausencia importante del negro. De carácter paisajista, los pintores impresionistas intentaron plasmar directamente las sensaciones físicas de la naturaleza a su alrededor con breves pinceladas y con una atmósfera vaporosa como nunca antes se había utilizado. El caso es que, así como podemos describir someramente dicha técnica (y cuyo sentido se comprende mejor al tener frente a frente a cualquiera de las creaciones de los pintores arriba mencionados), hablar de la música de Debussy nos lleva a utilizar la misma terminología; pero sus pinceladas son totalmente sonoras, por lo que podemos hablar de este compositor francés como el más vasto “pintor” impresionista.  Esto es manifiesto, especialmente, en sus partituras orquestales, utilizando una fascinante paleta de color que le permitió llegar a una experimentación sonora de importancia capital en la transición de la música del siglo XIX al XX. Si Debussy requiere de alguna definición más específica, más allá de las palabras, sólo hay que encontrar su significado en músicas tan atmosféricas como el Preludio a la siesta de un fauno, El mar, los tres Nocturnos, las Imágenes y Jeux (Juegos), sin olvidar su ópera Pelléas y Melisande, además de la pieza escénica El martirio de San Sebastián.

Un lugar común en la producción debussista es la representación musical de una de las estaciones del año más vivas y coloridas: la primavera. En este sentido, encontramos en sus Imágenes para orquesta las Rondas de primavera; igualmente una breve pieza para coro femenino con acompañamiento instrumental –concebida en su juventud- llamada Salut Printemps (Saludos, primavera), y otra obra que alude a la misma estación del año, y justamente creada en los tiempos de la obra coral referida, y cuyo título es, llanamente, Printemps.

Los antecedentes de dicha partitura se remontan a la época que Debussy pasó en Roma, luchando por hacerse de un lugar en el medio artístico a través de sus participaciones como concursante en el Premio de Roma, un certamen bastante codiciado, que curiosamente en toda su historia no otorgó ningún primer premio a compositores bien conocidos por todos hoy día. El período romano de Debussy comenzó en 1882 cuando presentó, justamente, su breve “cantata” Salut Printemps, sobre un texto que el mismo jurado seleccionó (en este caso –y, para ser francos, en muchas de las obras para el concurso- se eligió un texto del Conde de Ségur). El veredicto del jurado fue contrario a Debussy, pues su juicio artístico era, a todas luces, radicalmente diferente a lo que el francés poseía en su estética que, aunque joven aún, ya estaba mostrándose en ebullición hacia el futuro. El caso es que Salut printemps no ganó premio alguno, pero el compositor no se desmoralizó e intentó nuevamente en 1883 con otra pieza coral sobre un poema del ciclo Harmonies poétiques et religieuses de Lamartine: Invocación. Como era de esperarse, la fortuna no estuvo del lado de Debussy, y volvió a fallar en su participación. Fue hasta 1884, cansado de poner tantas energías en el Premio de Roma, que el compositor recibió el primer lugar del concurso por su cantata El hijo pródigo. Aún así, el ánimo del músico quedó muy afectado, como él mismo lo indicó en una carta: “Si me hubiera quedado en Roma me hubiera autodestruido; desde que llegué a este lugar mi espíritu está muerto, y lo que más deseo es trabajar en algo fuerte y que sea totalmente mío.”

El joven Claude Debussy en una fotografía posterior a ganar el Premio de Roma y justo antes de su regreso a París.

A su regreso a París Debussy puso manos a la obra y creo lo que tanto necesitaba: una obra que apelara a sus sentidos y a su carácter estético. El resultado fue la Suite sinfónica Printemps, cuyas claras innovaciones sonoras levantaron cientos de comentarios encontrados en los círculos artísticos parisinos. Hubo quien dijo por ahí: “La Academia espera en un futuro algo realmente excepcional de un compositor con tanto talento como Monsieur Debussy.” La primera versión de Printemps está pensada para voz y dos pianos, teniendo como principal materia sonora aquella de Salut printemps de 1882. La orquestación la realizó Henri Büsser en 1913 (quien también fue responsable de orquestar la Petite suite) concibiendo la participación de las voces como meros instrumentos solistas al interior de la masa orquestal, respetando la parte pianística y haciéndola parte integral del discurso total. Y lo cierto es que, según anotan los entendidos, la partitura original fue destruida en un incendio, y únicamente pudo reconstruirse a partir de los manuscritos de Debussy para que Büsser la orquestara.

La idea principal de esta pieza de Debussy es recrear con sonidos La alegoría de la primavera de Botticelli (recordemos que Respighi también lo hizo, con gran éxito, en su Trittico Botticceliano). La música nos deja ver ya algunas pistas de lo que Debussy logró en 1894 con el Preludio a la siesta de un fauno; sin embargo, James Harding insiste en que en Printemps hay muchas influencias, y muy notorias, de la música de Massenet y Franck, con algunos procedimientos armónicos derivados de Wagner. Lo más impresionante de todo es que los cultos jueces de la Academia de Bellas Artes insistieron que en Printemps podía escucharse “un vago impresionismo, de dimensiones peligrosas.” Lo que no sabían ellos es que, al referirse a Debussy como un impresionista, se estaban adelantando al futuro del autor, y no lo estaban perjudicando, sino al contrario. La originalidad del entonces joven francés ya estaba dando cosas qué decir.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Claude Debussy: Printemps

Versión: Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director.

ANTONÍN DVORÁK (1841-1904)

Sinfonía No. 7 en re menor Op. 70

  • Allegro maestoso
  • Poco adagio
  • Scherzo: Vivace – Poco meno mosso – Vivace
  • Finale: Allegro

Portada del manuscrito de la Sinfonía Op. 70 (antes catalogada como No. 6) de Dvorák

La opinión general de músicos y público al referirse a la música de Dvorák, particularmente a sus Sinfonías, está cimentada en dos aspectos: 1) suena a folklore checo (bohemio, digamos, pues en la época en la que vivió Dvorák no existía Checoslovaquia y mucho menos la hoy denominada República Checa, y Bohemia era parte del Imperio Austro-húngaro); y 2) sus Sinfonías parecen la continuación lógica de aquellas de Brahms.

Ambas consideraciones son ciertas. No podemos soslayar la importancia que tuvieron en Dvorák los cantos y danzas de su país y que encuentran expresión principalmente en las colecciones de Danzas eslavas, Oberturas y Poemas sinfónicos, y que también perfuman el espíritu de sus Sinfonías.

Asimismo, la influencia de Johannes Brahms en el compositor bohemio fue de gran peso. Baste recordar que él alentó a Dvorák para escribir muchas partituras, le presentó a su editor Fritz Simrock para que confiara en él y pusiera a sus órdenes su talento, entre muchas otras cosas. Por supuesto, si mucha de la música de Dvorák cuenta con ese acendrado sabor brahmsiano y alemán se debe también a la “dominación” social, cultural y artística que ejerció el Imperio Austro-húngaro en esa zona.

Alrededor de 1884 Brahms escuchó con agrado el estreno de la Sexta sinfonía de Dvorák, y sintió que el compositor bohemio no sólo lo idolatraba, sino que también seguía “a pie juntillas” su carácter artístico. La mencionada Sinfonía resultó ser un “espejo” de la Segunda de Brahms, ya que ambas compartían desde un carácter bucólico hasta la misma tonalidad (re mayor). También en aquellos días Dvorák conoció la Tercera de Brahms y quedó prendado de su fascinante contenido. El músico de Hamburgo quiso ser benévolo con su colega y le comentó que su Sexta sinfonía era sensacional, brillante y expansiva, aunque debía considerar otorgarle mayor severidad a su siguiente partitura en el género.

Quizá las palabras de Brahms fueron premonitorias, ya que en julio de ese 1884 Dvorák recibió una comisión de la Sociedad Filarmónicade Londres para que escribiera una nueva Sinfonía y él decidió que ésta debía ser aquella obra sólida y fenomenal apelando a los comentarios de su amigo alemán. La comisión cristalizó en la Séptima sinfonía que fue escrita por Dvorák entre el 13 de diciembre de ese año y el 17 de marzo de 1885. Richard Freed señaló que “ésta es la única de sus Sinfonías de madurez que se caracteriza por una naturaleza oscura y apasionada; de hecho, bien puede recibir el título de ‘Trágica’.”

Antonín Dvorák

Este comentario es muy adecuado, ya que en esta Séptima habita un sentimiento que estamos seguros no fue “impuesto” por Brahms, sino por una lucha interior de Dvorák por conseguir una música firme e imponente, y quizá desligarse un tanto de sus raices nacionalistas para acceder a una “internacionalización” que más bien estaba orientada a lograr que sus obras sonaran más germanas. Al escuchar esta Sinfonía nos queda claro el propósito de Dvorák por emular a Brahms, pero también es audible que la pluma de este hombre nunca dejaría de nutrirse con el carácter nacionalista de su patria. De hecho, el tema con el que abre la partitura es comentado por Richard Freed: “En el contexto del nacionalismo checo, (este tema) sugiere a los guerreros esperando la llamada a las armas en la sagrada montaña de Blaník.” Por su parte, el segundo movimiento constituye uno de los más nobles y hermosos momentos de toda la música de este autor, sin despreciar el movimiento lento de la Sinfonía Desde el nuevo mundo con su meditativo solo de corno inglés; de hecho, el segundo movimiento de la Séptima también está protagonizado por una magnífica sección solista, pero aquí conferida al corno francés. Y si Dvorák no podía dejar a un lado su carácter “nacional”, esto es más que obvio en el Scherzo, con su carácter entre polka y furiant pero con colores oscuros y una atmósfera algo enrarecida, como una danza que no quiere bailarse. La Séptima sinfonía concluye con un movimiento trágico en sentimiento, y dominado por lo que algunos críticos han definido como una “marcha bohemia”. Si bien toda esta Sinfonía cuenta con ese sentimiento angustioso, formal y severo, esta última sección viene a coronar la obra con vigor, intesidad y desafío.

Una rápida revisión a las partituras de la Séptima de Dvorák y la Tercera de Brahms nos revela curiosas similitudes: en cuanto a su estructura es obvio pensar que las dos Sinfonías tienen cuatro movimientos; pero en cuanto a la métrica de cada uno de ellos encontramos que el primer movimiento de la de Brahms está delineada en 6/4 y la de Dvorák en 6/8; y los movimientos segundo y cuarto están en 4/4.

El estreno de esta Sinfonía ocurrió el 22 de abril de 1885 en Londres bajo la dirección del propio Dvorák, con una espléndida recepción del público que comenzaba a dar abrigo a este hombre, como también hicieron los ingleses con músicos como Handel, Haydn y Mendelssohn en sus épocas respectivas. De hecho, la Octava de Dvorák ha sido llamada como su Sinfonía inglesa, y aunque podría fantasearse sobre algún posible contenido programático en ella la realidad es que dicha obra fue publicada por el célebre editor inglés Novello, debido a que el injusto señor Simrock quería pagarle unas cuantas monedas a Dvorák por ella. Como quiera que sea, Dvorák escribió contentísimo a Simrock después del estreno de la Séptima para decirle que ésta “…tuvo un éxito excepcionalmente brillante.”

Como comentario final, no sería descabellado decir que si las Sinfonías de Dvorák números 4 y 5 son enérgicas y llenas de júbilo, la Sexta y la Octava son definitivamente pastorales y la Novena es elegante y monumental, la No. 7 es la Sinfonía más robusta, con más carácter, estilo y enjundia de todas las que haya escrito Dvorák.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Antonín Dvorák: Sinfonía No. 7 en re menor Op. 70

Versión: Filarmónica de la BBC de Manchester. Vassily Sinaisky, director.

CLAUDE ACHILLE DEBUSSY (1862-1918)

Preludio a la siesta de un fauno

Ilustración de Nijinsky en el papel del Fauno, realizada por Leon Bakst

Fue en 1892 que Debussy decidió tomar el poema La siesta de un fauno de Stéphan Mallarmé para confeccionar una suerte de Sinfonía que incluyera un Preludio, un Interludio y una Paráfrasis final. Después de algún tiempo de trabajar en dicho proyecto, Debussy prefirió únicamente conservar el Preludio, concluido en 1894, y desechó la composición de las dos secciones finales. Dicha pieza tuvo su primera presentación el 22 de diciembre de 1894 en la Salle D’Harcourt de París bajo la dirección de Gustave Doret. El enorme interés que provocó la primera audición de este Preludio, llevó a músicos y público franceses a alabar a Debussy y elevarlo a un pedestal como uno de los más importantes creadores franceses de fin de siglo. Más aún, al caminar el tiempo, este Preludio a la siesta de un fauno constituye el rompimiento con las ataduras wagnerianas (que tanto fastidiaban a Debussy) y la tradición post-romántica en general, dando paso a una renovada aproximación al arte de los sonidos; en otras palabras, con esta breve obra cambió radicalmente el pensamiento estético en la música.

Mallarmé tuvo oportunidad de escuchar la versión para piano del Preludio, y le comentó a Debussy que “esta música extiende la emoción de mi poema y enfoca la escena de una manera mucho más viva de lo que había podido hacer el color.”

Recreación del Preludio a la siesta de un fauno, por el Ballet de Hamburgo

Debussy proporcionó un programa impreso en la partitura, que es consecuencia de la lectura del poema de Mallarmé, y dice: “La música es como los decorados sucesivos a través de los cuales se mueven los deseos y los sueños de un fauno en el calor de la tarde. Después, cansado de perseguir la huida aterrada de las ninfas y las náyades, se tira al sol enfebrecido, lleno de sueños y deseos realizados, de posesión total en la Naturalezauniversal.” Gracias al impresionante control que poseía Debussy al manejar la paleta orquestal, el Preludio a la siesta de un fauno aparece ante nuestros oídos con sonidos y colores verano y una atmósfera diáfana, casi indescriptible. Aquí, conviven dos temas (si así pueden llamarse): el del cálido bosque, que es presentado al principio por la flauta sola, y el del fauno, que se escucha en las múltiples síncopas que aparecen en la parte central de la obra.

El Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, con toda esa fascinación, belleza y magia, ha sido considerado -con justeza- como la puerta que abrió un nuevo mundo sonoro hacia el siglo XX.

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Claude Debussy: Preludio a la siesta de un fauno

Versión: Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director


Claude Debussy en Pourville

JEUX, Poème dansé

JUEGOS, Poema danzado

En el año 1913 – definitivo en la música universal debido al estreno de La consagración de la primavera en París -, una buena cantidad de empresarios, bailarines y compañías de danza en la Ciudad luz comenzaron a solicitar que varias obras de Debussy pudieran ser adaptadas para los escenarios del ballet. A dichas peticiones -abundantes, según dicen- tanto el autor de Pelléas y Melisande como su editor decidieron aprobarlas.

De tal suerte que en mayo de ese año Loïe Fuller recreó para la danza los Nocturnos de Debussy en una “adaptación curiosa”, de acuerdo con el biógrafo León Vallas, pero que únicamente incluía Nubes y Sirenas, mientras que la sección central, Fiestas, era interpretada sólo por la orquesta, con el telón abajo, pues la música era complicada para su escenificación.

Tiempo antes de este espectáculo poco satisfactorio, la famosa compañía de los Ballets rusos de París, comandada por el célebre Sergei Diaghilev, también solicitó permiso para llevar a los escenarios la música de Debussy. En este sentido, el bailarín Vaclav Nijinsky se abocó a adaptar el Preludio a la siesta de un fauno, cuya coreografía resultó ser un parte aguas en la danza moderna. Y posterior a la primavera de 1912, Diaghilev le solicitó a Debussy escribir la música para un tema definitivamente moderno en aquel tiempo, y para el que Nijinsky había pensado un ballet de nombre Jeux (Juegos). El tan vanguardista tema tenía que ver con la imagen plástica del hombre en 1913 y su sinopsis era la siguiente: “La escena es un jardín al atardecer; una pelota de tenis acaba de perderse; un hombre joven apuesto y dos muchachas están buscándola. La luz artificial de las enormes lámparas con sus fantásticos rayos sobre ellos sugiere la idea de juegos infantiles: así, juegan a las ‘escondidillas’ y tratan de atraparse uno a otro. La noche es cálida, el cielo está bañado por una luz pálida; se abrazan. Pero el encanto se rompe por otra pelota de tennis que ha sido lanzada por una mano desconocida. Sorprendidos y alarmados, el joven y las chicas desaparecen en las profundidades nocturnas del jardín”.

Manuscrito de Jeux

Según el biógrafo de Diaghilev, Richard Buckle, esa idea de “dónde quedó la pelotita de tennis” le surgió Nijinsky y al empresario de los Ballets rusos después de haber asistido a un partido de tennis en Bedford Square, en Bloomsbury. Desafortunadamente, el fino Debussy encontró esa idea “idiotizante y antimusical”. De la única forma en la que podía aceptar tal proyecto era recibiendo el doble de la comisión que se le había ofrecido; para sorpresa de Debussy, la propuesta fue aceptada con beneplácito.

Para expresar la idea general de Jeux, Debussy pensó en una serie de bosquejos musicales llenos de efectos musicales delicados, además de reproducir en la medida de lo posible la técnica ágil y que no permite descanso de este juego de pelota tan peculiar. En resumidas cuentas, lo que Debussy consiguió con esta partitura fue una música muy flexible en cuanto al ritmo y con una coloración siempre cambiante, y con su idea fundamental de construir una orquestación “sin pies”, es decir, que la música tuviera la posibilidad de flotar, como si colgara de un lugar indefinido.

Es importante señalar que semanas después de que Jeux de Debussy se estrenara (el 15 de mayo de 1913 en el Teatro de los Champs-Élysées de París), La consagración de la primavera también tuvo su primera presentación en el mismo teatro y con la misma compañía de Diaghilev. Imagínese que en tan sólo unos días París fue testigo del nacimiento dos obras totalmente revolucionarias en el sentido de la evolución armónica en ambos autores. En Jeux Debussy consiguió mostrar ese desarrollo estilístico en su lenguaje con mucha ligereza y con inteligencia, aunque a Stravinsky no le fue muy bien con el público pero también demostró un nuevo idioma musical, severo pero innovador.

Quizá es válido erigir un monumento a estas dos partituras que rompieron (cada una a su manera) los esquemas post-románticos de principios del siglo XX, junto a otra partitura genial de la pluma de Arnold Schönberg: Pierrot Lunaire.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Claude Debussy: Juegos, poema danzado

Versión: Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director

PAUL DUKAS (1865-1935)

El aprendiz de brujo

Scherzo para orquesta basado en una balada de J. W. von Goethe

Alumnos de Dukas en París (1929)

En seguimiento de una mentalidad colorística que se remonta, por lo menos, a la música de Jean-Philippe Rameau (1683-1764), en los últimos decenios del siglo XIX los compositores franceses se mostraron muy entusiastas en la exploración de las posibilidades sonoras de la paleta orquestal per se, de la misma manera que los pintores impresionistas exploraron los juegos de luces que transfiguran el mundo natural. De hecho, tanto músicos como pintores fueron inspirados por las mismas fuentes de luz (la lumière, como se dice en francés, palabra que con sólo pronunciarla resulta más evocativa que cualquier otra influencia): de los fríos y luminosos azules y grises del cielo parisiense hasta los más cálidos y seductores colores del Oriente y de España. Y probablemente esa amplitud de luces y sombras nos ayude a entender el distintivo balance de la música francesa entre claridad y forma y flexibilidad de la ejecución. Algo de ese balance de fuerzas que actúan opuestas sin serlo, tiene mucho que ver con la vida de Paul Dukas quien, aunque creó pocas obras, es uno de los compositores franceses de mayor sensibilidad.

Paul Dukas

Para desgracia nuestra sólo sabemos de Dukas gracias a su breve scherzo orquestal El aprendiz de brujo. Pero hay que recordar ahora que Dukas también escribió otras piezas: dos Sinfonías (en re y en do), la Obertura Polyeucte, la Villanela para corno y piano u orquesta, la ópera Ariana y Barbazul, amén de piezas para piano entre las que destacan su Sonata en mi bemol mayor (considerada como continuadora de la gran tradición pianística desde Beethoven hasta Liszt) y sus Variaciones, interludio y final sobre un tema de Rameau.

La gran ironía en la vida de Dukas fue que, aún cuando se le nombró profesor de composición en el Conservatorio de París –un puesto añorado por todos en aquel tiempo ¡y en el nuestro también!- en el año 1912, a partir de ese momento nunca volvió a escribir una obra importante. Su personalidad en el Conservatorio era bastante rígida y autosuficiente lo cual puede notarse en un inefable comentario dirigido a sus alumnos decididos a tomar como profesión la dirección de orquesta. Les decía él: “Sólo hay un secreto para dirigir una orquesta: la mano derecha debe estar levantada, claramente visible, marcando el tiempo de manera precisa. Una muñeca flexible es lo único que importa; más allá de ello ¿a quién le interesaría hacer gestos?”

La más célebre partitura de Dukas (y la más difundida también) es el ya citado Aprendiz de brujo –o bien, de mago, para quien prefiera una traducción más fiel y “harrypotteresca”- que data de 1897. La pieza está inspirada por la balada homónima que escribió Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) exactamente cien años antes de que Dukas la transportara al mundo de los sonidos ordenados, y nos cuenta la historia del aprendiz de un hechicero quien, inmerso en un tremendo ataque flojeril, debe acarrear una generosa cantidad de cubetas con agua en ausencia de su Maestro. Pero el muchacho siente que puede invocar a las fuerzas sobrenaturales como lo hace el “mago en jefe”; y así comienza un verdadero diluvio provocado por una escoba que cobra vida y arremete acarreando cientos y cientos de baldes rebosantes de agua. El inexperto maguito trata de cancelar el conjuro, pero lo único que consigue es avivar las furias en conjunto del agua, escoba y cubetas. En un frenético arrebato, el aprendiz toma un hacha y rompe en mil pedazos a la escoba embrujada, pero para su mala fortuna aparecen de sus astillas (como por generación espontánea) miles y miles de escobas que lo acosan. La catástrofe es inminente. Pero cuando todo parece perdido llega el magazo quien detiene el diluvio y con el último golpe orquestal de la música nos parece verlo al reprender a su buen aprendiz… ¡pero bueno para nada!

Al paso de los años El aprendiz de brujo de Dukas ha sido muy popular por su brillante orquestación, pero también por la feliz idea de Walt Disney de incluirla en su película Fantasía del año 1940, aquella genial cinta que hasta la fecha nos divierte y ha sensibilizado a varias generaciones para disfrutar el arte musical. Y, por cierto ¿quién era el aprendiz flojonazo? Pues claro: Mickey Mouse, vestido con capa y gorro de mago, quien además logró con ese papel –para mi punto de vista- una de sus más logradas interpretaciones, aunque extraoficialmente sabemos que el Pato Donald hizo tremendo berrinche por no haber sido considerado para el papel y mucho menos fue llamado a tan distinguida película.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Descarga disponible:

Paul Dukas: El aprendiz de brujo

Versión: Orquesta del Capitolio de Toulouse. Michel Plasson, director.

Mickey Mouse, en una de sus mejores actuaciones


Leer la Balada de Goethe al escuchar la música es muy ilustrativo. Aquí, el texto íntegro:

EL APRENDIZ DE BRUJO

Johann Wolfgang von Goethe

Ahora que el viejo maestro se ha ido,

El viejo maestro sabio en sortilegios,

Yo de los espíritus me haré obedecer,

Que no tengo ni un pelo de tonto.

De coro aprendí, con todo cuidado,

Sus palabras nimias y solemnes gestos,

Y así, haciendo gala de innata energía,

Los mismos prodigios que él hace,

Yo también hacer puedo.

Limitemos…

Un amplio espacio…

Donde el agua correr pueda…

Y formando un río hacia el baño tome rumbo…

¡Vieja escoba! ¡Ven conmigo!

¡Mucho tiempo fuiste esclava!

Ponte estos trapos,

Disponte a hacer lo que se te manda.

En dos pies andar te ordeno…

¡Muy bien! La cabeza ahora.

Coge el jarro y ver por agua,

Que eres como una persona.

Mírenla, que solícita obedece;

Ya llegó junto al río y ya viene de vuelta,

Colmado el cantarillo.

Bueno, ¡Pues vuelve y torna!

¡Cómo rebosa!

¡Que no quede en la casa ni un cacharro vacío!

Ya esta bien ¡Para ya!

¡Basta! ¡No sigas! ¡Que ya colmada está la medida!

¡Fatalidad!

La frase mágica llegué a olvidar

¡Miren la escoba! Sigue trayendo agua y más agua.

¿Qué hacer? ¡Recórcholis!

Cántaro y cántaro sigue trayendo…

Es el diluvio

¡Ya más no puedo!

No, no es posible. ¡Cogerla debo!

Debo pararla, pero no hay remedio.

Ahora la necia se me subleva ¡Vaya una cara!

¡Vaya más gestos!

Engendro del infierno. ¿Qué pretendes? ¿Inundarme la casa?

Ya mil ríos debajo de las puertas se desbordan,

Creciendo sin cesar este estropicio.

¡Escoba maldita!!

¿No quieres oír?

¡Vuelve a lo que eras!

¡Un garrote vil!

Pero, ¿es que no quieres hacer ningún caso?

Pues bien, tomaré el hacha

Y de un solo golpe te haré dos pedazos.

¡Miren! ¡Ya viene con más agua!

Pues como te atrape, infernal engendro, ya verás…

El hacha, ahí te va. Buen filo tiene.

¡Toma! ¡Toma!

¡Para tu escarmiento!

Pues ya te partí en dos, con brava estocada.

Ahora veremos si te das por vencida.

Pero… ¿qué pasa?

Dos escobas en lugar de una son ahora las que cargan con la jarra.

¡Dios me valga!

¡Ya inundada está la casa!

¡Yo ya estoy hasta la coronilla!

¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Me ahogo!! ¡Me ahogo!!

Ah, por fin el maestro viene.

Gracias al cielo.

Ayúdeme maestro mío. Y líbreme de estos genios

Que no acatan mis deseos.

“Pronto escobas… al rincón.

“Vuelvan a ser lo que eran, sin ninguna dilación.

“¡No haya excusa! ¡Que el maestro sólo en hombre las convierte

para servir su intención!!”

Adaptación del texto original traducido al español por Rafael Cansinos Asséns:

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ