GABRIEL FAURÉ (1845-1924)

Cantique de Jean Racine, Op. 11

Fauré comenzó a mostrar su talento musical natural siendo muy niño, por lo que su padre decidió solicitarle una beca para que comenzara sus estudios en la École de Musique Classique et Religieuse, también llamada École Niedermeyer en honor a su fundador y director. Fue así que en 1854 el muchacho de tan sólo nueve años de edad comenzó sus estudios en aquella Institución que se extendieron durante once años, en las que estuvo bajo la guía de diversos profesores, entre ellos Camille Saint-Saëns (1835-1921).

Su graduación tuvo lugar en el año 1865 con una breve pieza que había escrito un año antes para coro y piano, de nombre Cantique de Jean Racine, y con la que obtuvo el Primer Premio de composición escolar. Al año siguiente de concluir sus estudios, Fauré fue nombrado organista de la Basílica de San Salvador de Rennes y unos meses más tarde ofreció su Cantique en versión para armonio y quinteto de cuerdas, en un evento en el que se consagró el nuevo órgano de ese templo.

El Cantique de Jean Racine fue dedicado a Cesar Franck (1822-1890), quien empuñó la batuta para dirigir su estreno en un concierto de la Sociedad Nacional de Música, el 15 de mayo de 1875. Durante más de cuarenta años de su vida, Fauré fue muy fiel a esta breve pieza, siendo que en 1905 se realizó una nueva versión para coro y gran orquesta, probablemente de elaborada por un alumno del compositor en el Conservatorio de París.

Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta por qué Fauré eligió este texto de Jean Racine (1639-1699) que proviene de los Hymnes traduites du bréviaire romain (Himnos traducidos del breviario romano) que, a su vez, el egregio dramaturgo realizó para la Abadía de Port-Royal des Champs y que se publicó en 1688. Este texto contiene una paráfrasis del himno Consors paterni luminis, originalmente atribuido a San Ambrosio (c. 340-397) y que debía entonarse ex professo para los maitines de los martes. Dicho himno apareció por vez primera en la traducción del Breviario romano realizada por Nicolas Letourneux (1640-1686).

Verbe égal au Très Haut,

Notre unique espérance,

Jour éternel de la terre et des cieux,

De la paisible nuit nous rompons le silence:

Divin Sauveur, jette sur nous les yeux!

Répands sur nous le feu de ta grâce puissante,

Que tout l’enfer fuie au son de ta voix,

Dissipe le sommeil d’une âme languissante,

Qui la conduit à l’oubli de tes lois!

Ô Christ sois favorable à ce peuple fidèle

Pour te benir maintenant rassemblé,

Reçois les chants qu’il offre, à ta gloire

immortelle,

Et de tes dons qu’il retourne comblé!

Jean Racine

Nuestra única esperanza

Día eterno de la tierra y los cielos,

Desde la noche pacífica rompemos el silencio:

¡Divino Salvador, arroja tus ojos sobre nosotros!

Difunde sobre nosotros el fuego de tu poderosa gracia,

Deja que todo el infierno huya al sonido de tu voz

Disipa el sueño de un alma lánguida

¡Quién lo lleva a olvidar tus leyes!

Oh Cristo, sé favorable a este pueblo fiel

Para darte la bienvenida ahora,

Recibe las canciones que ofrece, para tu gloria

inmortal,

¡Y tus regalos que él devuelve llenos!

Jean Racine

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MÚSICA

Versión: Coro y Orquesta de París. Paavo Järvi, director.

Gabriel_Fauré_by_Pierre_Petit_1905

Gabriel Fauré (1905)


Pavana, Op. 50

En el Grove Dictionary of Music and Musicians encontramos la siguiente definición de pavana:

“Una danza cortesana del siglo XVI y principios del XVII. Existen cientos de ejemplos en las obras de la época para conjuntos, teclado y laúd; entre ellas muchas de las más inventivas y profundas composiciones del período renacentista tardío. La pavana tuvo casi con toda certeza un origen italiano ya que tanto ‘pavana’ como ‘padoana’ son adjetivos que significan ‘de Padua’, por lo que presumiblemente dicha ciudad dio nombre a esta danza. Algunos musicólogos, sin embargo, han sugerido una posible derivación del vocablo castellano pavón o pavo real, basados en una supuesta semejanza entre los dignos movimientos de la danza y el despliegue de las plumas de un pavo real. La pavana es de carácter sosegado y fue empleada con frecuencia a manera de danza procesional introductoria… Según prescribía Arbeau, la música de una pavana debía ser invariablemente de métrica binaria (es decir, dos o cuatro tiempos por compás según las transcripciones modernas) y debía consistir de dos, tres o cuatro secciones de estructura métrica regular, cada una repetida.”

Si bien los orígenes de las pavanas se remontan al siglo XIV con piezas de Antonio de Cabezón (1510-1566) y Luis de Milán (1500-1561), el simple pronunciar la palabra “pavana” nos remite directamente a las postrimerías del siglo XIX e inicios del siglo XX en Francia y, casi exclusivamente a dos nombres: Maurice Ravel (1875-1937) y Gabriel Fauré, el primero de ellos con su exquisita Pavana para una infanta difunta (1899) así como la Pavana para la bella en el bosque durmiente de su colección de piezas pianísticas (posteriormente orquestadas y también convertidas en ballet) llamada Mi madre la oca (1911).

En el caso de la Pavana de Fauré tenemos noticias de ella en 1886 como una pieza puramente orquestal que el autor concibió en su descanso veraniego, alejado de sus compromisos como profesor y del constante barullo de su labor administrativa en el Conservatorio de París. Y se refirió a ella diciendo que: “lo único que he podido escribir en esta agitada existencia es una Pavana para orquesta –elegante, ciertamente efectiva, pero no particularmente importante”. Quizá para el compositor esta música no tenía la suficiente importancia, pero es curioso saber que su delicado ritmo y ambiente sofisticado fueron lo que influyó a Ravel para escribir sus Pavanas.

Fauré decidió dedicar su breve y atmosférica Pavana a la Condesa Élisabeth Greffulhe (1860-1952), una estupenda mecenas de las artes en París quien siempre tuvo en gran consideración el desempeño artístico de Fauré. Al año siguiente del surgimiento de la versión orquestal de la Pavana, la Condesa animó a su primo, el Conde Robert de Montesquiou (1855-1921), para que escribiera un breve texto que acompañara la pieza, petición que refrendó el propio compositor.

En 1891, muchos años después de materializarse ese encargo, la Condesa planeó una presentación de la Pavana, con vestuario ad hoc, durante un baile en el aristocrático jardín parisino conocido como Bosque de Boulogne y posteriormente en la Ópera de París en 1895 con la coreografía de Léonide Massine (1896-1979). Tiempo después (en 1917) el empresario de los Ballets Rusos de París, Sergei Diaghilev (1872-1929) llevó la Pavana de Fauré al terreno de la danza con el nombre de Las meninas. Sin embargo, el estreno de la versión original de la Pavana (como se escucha en estos conciertos) ocurrió en la serie de los Conciertos Lamoureux el 25 de noviembre de 1888.

La enorme popularidad que ha gozado la Pavana de Fauré desde sus primeras interpretaciones dio pie para que su propio autor hiciera diversos arreglos para diferentes combinaciones instrumentales. Su carácter melancólico y profunda exquisitez continuará fascinando a músicos y público hasta el fin de los tiempos.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de la BBC (Manchester). Yan Pascal Tortelier, director.

CÉSAR FRANCK (1822-1890)

Sinfonía en re menor

  • Lento; Allegro non troppo
  • Allegretto
  • Allegro non troppo

A mi amigo Eduardo Neri (1963-1997)

Cesar Franck

César Franck nació en Lieja, Bélgica, y residió en París desde los 26 años de edad cuando contrajo nupcias con la señorita Desmousseux -hija de una famosa actriz francesa-. Franck propició un renacimiento extraordinario en la música francesa hacia finales del Siglo XIX. De hecho, poco después de concluida la Guerra Franco-Prusiana fue fundada en París la Sociedad Nacional de Música el 25 de febrero de 1871, y en la que sus destacados miembros (Camille Saint-Saëns, Gabriel Fauré y el propio Franck) tenían como responsabilidad principal difundir el trabajo de los compositores vivos de ese país. Su bandera fundamental: Ars Gallica.

No sólo la clara demostración de la lucha de Franck por los principios del arte sonoro francés lo colocó en lugar de privilegio entre los intelectuales franceses, sino que su tarea como profesor de las nuevas generaciones de músicos (entre ellos Ravel), su célebre desempeño como organista de la Iglesia de San Juan-San Francisco en Marais (y posteriormente en la Basílica de Santa Clotilde), y la inacabable belleza de sus partituras lo convierten en una figura musical primordial de las postrimerías del Siglo XIX.

Hombre de claro pensamiento, sencillo, optimista e indiferente a los seres mezquinos que le llegaron a rodear, refleja su personalidad con naturalidad a través de su música: la serenidad de su espíritu, sus profundas convicciones religiosas, el idealismo y un misticismo innato. David Ewen asegura que “(Franck) tomó de otros sólo lo que le era útil: la técnica del leitmotiv -o idea conductora- de Wagner; la polifonía de Bach; la técnica pianística de Liszt; el estilo de la variación de Schumann. Pero éstos fueron vehículos para un fin: la proyección de una belleza poética y la realización de una iluminación espiritual en la música que, en su mayor parte, se convierte en un tipo de revelación que puede encontrarse en las obras finales de Beethoven. El arte de Franck, dijo su alumno Vincent D’Indy, tiene ‘claridad verdadera y serenidad luminosa. Su luz fue totalmente espiritual…’”.

Posiblemente el elemento fundamental de la producción de Franck reside en su individualidad y de forma particular en su propio método estructural, que hoy es conocido como “forma cíclica” y en la que varias frases generadoras o fragmentos melódicos crecen en melodías completamente desarrolladas, transformación posible a partir de las dinámicas, ritmo o armonía.

Lo mejor del catálogo de Franck se encuentra, sin lugar a dudas, en sus poemas sinfónicos Las Eólidas, Redención, El cazador maldito, Les Djinns (esos pequeños duendes-genios buenos-malos) y Psique; sus Variaciones sinfónicas para piano y orquesta; el Oratorio Las beatitudes; su Sonata para violín y piano; sus Tres corales para órgano; la hermosa pieza pianística Preludio, Coral y Fuga; su Quinteto con piano en fa menor; y de manera especial la única Sinfonía que escribiera en su vida, concebida -por cierto- casi al final de su existencia.

Franck al órgano

La terrible manzana de la discordia entre las partituras de Franck resultó ser esa única Sinfonía, tratada con especial inconformidad y oídos sordos por algunos de sus colegas y críticos de la época al momento de su estreno en 17 de febrero de 1889. Todo comenzó con la total insatisfacción de la Orquesta del Conservatorio de París durante los ensayos previos a la primera ejecución de su Sinfonía. Se dice que sus integrantes se negaban a tocar una sola nota de la partitura. Al correr dichos rumores por las calles parisinas, el entonces director del citado Conservatorio, Ambroise Thomas, también metió su cuchara con la obra de Franck y reafirmó su desagrado por la Sinfonía al comentar que no le cabía en la cabeza por qué Franck utilizó un corno inglés en un pasaje importante del segundo movimiento de la obra. “¿Quién ha escrito algo similar?” sentenció al referirse -curiosamente- a uno de los pasajes más hermosos que alguna vez fueran escritos en la literatura sinfónica.

Pero este desagradable asunto no termina ahí. Charles Gounod se sintió muy “chucha cuerera” y dio su personal opinión de la Sinfonía de Franck: “es la afirmación de la incompetencia empujada por duraciones dogmáticas”. Estará usted de acuerdo que un comentario de este tipo no puede ser tomado muy en serio viniendo de alguien que únicamente escribió en su vida dos sinfonías y, por cierto, nada geniales.

Y para concluir esta cuestión tan áspera era obvio que el público francés, siempre rarito para sus gustos musicales, no entendió el fantástico universo sonoro de Franck, estructurado sobre una base lógica, perfecta, y con elementos que apelan a lo más importante de su creatividad.

Pero, ¿qué dijo Franck al terminar su Sinfonía? Uno de sus alumnos relató que el compositor salió del teatro “radiante”, y simplemente expresó: “sonó bien, justamente como pensé que sonaría”. Con ello percibimos el alma humilde de este hombre quien no tuvo ningún rencor sobre los buitres que quisieron hacer carroña de una obra plena de belleza, dramatismo y altamente emotiva.

La Sinfonía de César Franck tiene un desarrollo muy natural desde su introducción sombría y que va cambiando poco a poco en carácter e intensidad. Algunos críticos señalan que las armonías que usa Franck en el primer movimiento están directamente relacionadas con sus geniales obras para órgano. Los temas presentados son de gran fuerza; el primero de ellos lleno de virilidad, seguido por varias ideas alrededor de ese tema y del de la introducción: uno tiene carácter tierno, otro cuenta con una expresión poderosa “de fe y esperanza” (Ewen), y el último es escuchado en el corno francés y los alientos.

Posiblemente el movimiento favorito de todos los públicos en esta partitura lo constituye el segundo, cuyo melancólica melodía en el corno inglés, retomada posteriormente por el clarinete y el corno francés, provoca sensaciones tan encontradas que sería imposible traducir a palabras.

La última sección abre con optimismo y que posteriormente se transforma en una evocación de la melodía del movimiento anterior y más tarde aparecen los temas fundamentales de la Sinfonía para llevar a una conclusión magistral.

Así pasen los años y los gustos del público sigan transformándose en direcciones contrapuestas a lo que estábamos acostumbrados, estoy seguro de que no podremos permitir que -en el desarrollo de las artes sonoras- sigan propiciándose ataques tan terribles como el que sufrió Franck. ¡Qué lástima que ese compositor haya vivido tan poco después del estreno de su Sinfonía! Pero valió la pena que su primer y único esfuerzo en dicho género sea tan valioso, auténtico, y signifique -en su conjunto- la síntesis de su pensamiento artístico.

 

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Cesar Franck: Sinfonía en re menor

Versión: Orquesta Sinfónica de Boston. Seiji Ozawa, director. 

MANUEL DE FALLA (1876-1946)

El sombrero de tres picos

Primera parte

  • Introducción
  • La tarde
  • Danza de la esposa del molinero
  • Las uvas

Segunda parte

  • La danza del vecino
  • La danza del molinero
  • Jota: Danza final

Manuel de Falla

Manuel de Falla marchó a París en 1907, justo en el momento en que compositores como Debussy y Ravel estaban fascinados por los ritmos y colores de la música española. Ese fue el tiempo, además, en el que Falla entró en contacto con uno de los empresarios de ballet más trascendentes de la época: Sergei Diaghilev, quien dirigía la compañía de Ballets Rusos de París. Hacia 1916, después de haber escuchado una obra de Falla, la Noche en los jardines de España, Diaghilev alentó al compositor español para que ofreciera dicha partitura a su compañía de ballet. Sin embargo, Falla prefirió presentar al empresario una nueva partitura escrita especialmente para ellos. El alegre destino de esta “comisión” fue el estreno de El sombrero de tres picos el 22 de julio de 1919 en el Teatro Alhambra de Londres con la dirección musical de Ernest Ansermet, decorados de Pablo Picasso, libreto de Gregorio Martínez Sierra y las actuaciones de Tamara Karsavina y Leonid Massine –éste último responsable, también, de la coreografía. Aunque hay que puntualizar que la música para este ballet (primero pensado como pantomima) fue confeccionada en primera instancia para grupo de cámara, y de esa forma fue presentada la obra por vez primera en el Teatro Eslava de Madrid el 7 de abril de 1917, antes de que su autor se decidiera a llevarla a la orquesta sinfónica y moldeara totalmente su trama. La pieza, inspirada en El corregidor y la molinera de Pedro Antonio de Alarcón, lanzó a su compositor a la fama mundial desde el día de su estreno. De hecho, la compañía dancística de Diaghilev montó El sombrero de tres picos en diversos escenarios, desde Madrid, París y Berlín, mismos que recibieron con afecto unánime las capacidades creadoras de Manuel de Falla.  La historia de El sombrero de tres picos involucra a tres personajes centrales: El molinero, su esposa y el Corregidor (magistrado cuyo máximo símbolo de autoridad residía en su sombrero… de tres picos –un tricornio-), quienes se ven envueltos en episodios de celos e intriga, que hasta cierto punto no dejan de ser chuscos. El ballet comienza con una exquisita fanfarria, como si se tratara de la retreta inicial en una corrida de toros. Mientras la multitud grita “¡Olé!” una voz femenina alerta a las mujeres desposadas:

Casadita, casadita, cierra con tranca la puerta…

Que aunque el diablo esté dormido, a lo mejor se despierta.

Vestuario de Pablo Picasso para El sombrero de tres picos

El molinero siente terribles celos de su bella mujer, aunque ella no le de razones para estarlo pues siempre se ha guiado por el camino de la fidelidad con su esposo. Aunque quien está provocando esos celos es aquel magistrado regañadientes y dizque seductorcillo de cuarta que es el Corregidor. Él se la pasa acosando a la pobre y diáfana esposa del molinero, al grado de no querer recibir negativas sobre sus intereses sexuales. Sin embargo, molinero y señora deciden ponerle un alto al amancito venido a menos. La molinera envía al Corregidor por un racimo de uvas y cuando ello ocurre la pareja lo tira sobre los arbustos. Todos ríen, pero el importante personaje jura cobrar venganza. Así pues, ordena que arresten al molinero y lo metan a la cárcel. Pero él, nada estúpido, consigue escapar y arregla una broma más para su enemigo: un flirteo bastante inocente con la esposa del Corregidor (!), haciéndose pasar por éste último. En la Danza del molinero, una farruca (danza típica del norte de España y que posteriormente llegó a Andalucía), vuelve a escucharse la voz femenina que sentencia:

Por la noche canta el cuco,

Advirtiendo a los casados,

Que pongan bien los cerrojos,

Que el diablo está desvelao.

Por la noche canta el cuco…

Cucú, cucú, cucú…

Sin embargo, al momento de quedar desenmascarados todos, el que finalmente queda encarcelado es el coscolino Corregidor; mientras los habitantes de la localidad festejan el triunfo de la fidelidad y las buenas costumbres bailando con la pareja una alegrísima “jota” aragonesa (sí, alegre, como toda buena jota debe serlo). Tan sólo imagine como al Corregidor tuvieron que bajársele los humos… ¡y los alborotos hormonales también!

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Manuel de Falla: El sombrero de tres picos

Versión: Lourdes Ambriz, soprano. Orquesta Sinfónica de Dallas. Eduardo Mata, director

Escenografía de Picasso para El sombrero de tres picos


El amor brujo

  • Introducción y escena
  • En la cueva (La noche)
  • Canción del amor dolido
  • El aparecido
  • Danza del terror
  • El círculo mágico (Romance del pescador)
  • A medianoche (Los sortilegios)
  • Danza ritual del fuego (para ahuyentar los malos espíritus)
  • Escena
  • Canción del fuego fatuo
  • Pantomima
  • Danza del juego del amor
  • Final: Las campanas del amanecer

Fue entre 1914 y 1915 que Manuel de Falla escribió el ballet en un acto El amor brujo, denominado por el autor como “Escena gitana en Andalucía”. Éste, fue el resultado de una comisión que le hiciera Pastora Imperio, toda una personalidad en el cante jondo y la danza en España, de orígenes gitanos; ella deseaba una obra especialmente para que ella desplegara sus enormes dotes vocales y dancísticas al mismo tiempo. Así, la historia del ballet fue escrita por el célebre novelista Gregorio Martínez Sierra. Para mala fortuna de la solicitante y del compositor, El amor brujo tuvo una pésima recepción del público y la crítica en su primera presentación, que ocurrió el 15 de abril de 1915 en el Teatro Lara de Madrid. En esa ocasión El amor brujo fue presentado como un ballet “de cámara” para un grupo instrumental de pequeñas dimensiones, y con dos personajes fundamentales: Candelas, una gitana muy “maja”, su actual novio Carmelo, aunque también aparece de forma implícita un intruso: el antiguo amante de la joven, quien era un maldito infiel.

Caricatura de la época, que muestra a Pastora Imperio y Falla a su izquierda (con bombín y bigote)

Toda la acción gira alrededor de cómo el recuerdo de aquel amante se interpone en el amor de la pareja, hasta el momento en que, con hechizos y fórmulas mágicas, Candelas exorciza aquel mal recuerdo para disfrutar de su flamante romance. Después del desencanto de su estreno, Falla decidió arreglar una Suite orquestal del ballet en 1916; y El amor brujo cobró gran interés a partir de su producción de 1925 en el Theatre du Trianon Lyrique, con coreografía de La Argentina. Dos años después, la Opéra-Comique de París presentó el ballet y desde ahí fue aclamada como una auténtica obra maestra. Ahí, fue presentada una nueva versión del ballet que incluía –en escena- al personaje del antiguo amante de Candelas, además de que Falla realizó una nueva instrumentación para orquesta de grandes dimensiones. Definitivamente, la música que Falla pensó para esta obra está bien enraizada en la música popular andaluza, con una enorme carga de fuerza y pasión que nos pinta esa escena de intenso amor y tremendos celos, puede ser escuchada tanto en los episodios instrumentales como en los que se requiere canto. Este ambiente El Dr. José Aviñoa describe la que quizá es una de las piezas más conocidas de este ballet, y de toda la literatura de Falla:  “Danza ritual del fuego: Episodio celebérrimo que subyuga tanto por la temática impulsiva, frenética, alocada, como por su magia y misticismo oriental presente en el tema cantado por el oboe. Al final, los compases de ritmo casi estentóreo nos remiten al estado alucinado de la gitana.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Manuel de Falla: El amor brujo

Versión: Nati Mistral, mezzosoprano. Orquesta Sinfónica de Londres. Eduardo Mata, director

Programa de sala del estreno de El amor brujo (1915)

GABRIEL FAURÉ (1845-1924)

Réquiem, para soprano, barítono, coro y orquesta Op. 48

  • Introito y Kyrie (Requiem aeternam)
  • Ofertorio (O Domine Jesu Christe)
  • Sanctus
  • Pie Jesu
  • Agnus Dei
  • Libera me
  • In paradisum
 

Manuscrito de una página del Réquiem de Fauré

“… Así es como yo veo la muerte, como una feliz liberación, como el anhelo del gozo que hay más allá, y no como un triste pasaje.” Gabriel Fauré.

Una de las ironías de la historia de la música es que las grandes obras de carácter religioso hayan sido compuestas por creadores a quienes importaba muy poco la religión per se. Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) puso poca atención a este asunto después de dejar Salzburgo, prefiriendo las filosofías humanísticas de la Masonería; Ludwig van Beethoven (1770-1827) pensaba que la religión “convencional” impedía la completa realización de la deidad; Giuseppe Verdi (1813-1901) rehuyó poner un pie en alguna iglesia, al grado de esperar en su carruaje a su esposa Giuseppina Strepponi (1815-1897) para que saliera de misa los domingos; y Gabriel Fauré, quien poseía uno de los puestos de organista de iglesia más prestigiados de París y concibió una de las piezas religiosas más perfectas y sensibles, se declaró agnóstico.

Émile Vuillermoz (1878-1960), en su biografía sobre Fauré, explicó que “sólo su cortesía natural y su conciencia profesional le permitió llevar a cabo su tarea como organista con absoluta integridad, y con poca hipocresía para escribir una buena cantidad de piezas sacras… El Réquiem es la obra de un no creyente quien respeta las creencias de los demás.” Más allá de constituir un testamento de la fe dogmática, el Réquiem de Fauré es una partitura para consolar y reconfortar, y según Vuillermoz -otra vez- “acompaña con contemplación y emoción la partida de un ser querido a su última morada”.

Gabriel Fauré

Fauré comenzó su carrera como organista y músico de iglesia en 1866 en Rennes y cuatro años después marchó a Clignancourt, un suburbio al norte de París. En 1871 fue nombrado organista en la Iglesia de Saint Honoré Eylau y en los siguientes años se convirtió en asistente del gran compositor y organista Charles-Marie Widor (1844-1937) en la Iglesia de San Sulpicio, así como sustituyó en varias ocasiones a Camille Saint-Saëns (1835-1921) en la famosa Iglesia de La Madeleine. Al concluir Saint-Saëns su labor como organista en aquel recinto en 1877 para dedicar más tiempo a la composición y su carrera concertística, fue reemplazado por Théodore Dubois (1837-1924) quien solicitó los servicios de Fauré para asistirlo. Fauré aceptó la posición de organista principal en La Madeleine en 1896 cuando Dubois se convirtió en director del Conservatorio de París. En ese respetable oficio Fauré contribuyó en varias ocasiones con una obra propia para los servicios religiosos en diversas iglesias, pero el Réquiem que ahora nos atañe fue su primera gran partitura en la totalidad de su catálogo. Él señaló alguna vez que comenzó a trabajar en ella hacia 1887 “sólo por el placer de hacerlo”, aunque el impulso por poner en música el bien conocido texto de la misa católica de difuntos le llegó antes -en 1885- al fallecer su padre y perder a su madre dos años más tarde.

La partitura del Réquiem estuvo lista a principios de 1888 y su primera presentación, bajo la dirección del autor, ocurrió en la Iglesia de La Madeleine en París como parte de un servicio fúnebre para el arquitecto Joseph-Michel Le Soufaché (1804-1887). Esta primera versión de la obra tenía sólo cinco movimientos (Introito y Kyrie, Sanctus, Pie Jesu, Agnus Dei e In Paradisum) y su instrumentación era algo “modesta”: violas, chelos, contrabajos, arpa, timbales y órgano, con una parte para violín solo en el Sanctus. Fauré preparó una nueva versión para presentaciones posteriores en 1893 que incluía dos movimientos adicionales (Ofertorio, compuesto en 1889, y el Libera me, concebido originalmente en 1877 como una pieza independiente para barítono y órgano), al tiempo de expandir un poco la orquestación al incluir cornos y trompetas. Con miras a la publicación de la partitura por la editora Hamelle surgió una nueva versión hacia 1900 y en la que Fauré re-instrumentó la obra para gran orquesta, de tal suerte que pudiera ser interpretada tanto en salas de concierto como en servicios religiosos; es importante señalar que existieron rumores de que esta versión definitiva fue realizada por un alumno de Fauré, Jean-Jules Roger-Ducasse (1873-1954). Ésta, fue estrenada en el Palacio del Trocadero en julio de 1900 bajo la dirección de Claude-Paul Taffanel (1844-1908).

Fauré

A diferencia de las grandes, bombásticas y dramáticas puestas en música de la misa de difuntos por autores como Hector Berlioz (1803-1869) y Verdi, el Réquiem de Fauré es muy íntimo en cuanto a dimensiones y su expresión es definitivamente dulce, sobrecogedora en el sentido de la paz y lo diáfano que nos envuelve al escucharlo.

Igualmente, y quizás influido por el Movimiento Ceciliano -que proponía una expresión religiosa sin complicaciones, directa y muy personal- es que Fauré decidió no incluir -de manera explícita- el Dies Irae, aquella sección de la Misa que nos habla de lo terrible del día del juicio final. Charles Koechlin (1867-1950), alumno y amigo de Fauré, siempre creyó que “la bondadosa naturaleza del Maestro tenía que volver la vista lo más lejos posible del dogma implacable del castigo eterno”. Mientras que Fauré indicó que “se ha dicho que mi Réquiem no expresa el temor por la muerte; alguien lo ha llamado como una canción de cuna de la muerte.” En una carta de Fauré fechada el 3 de abril de 1921 y dirigida a René Fauchois (1882-1962), el autor explicó: “Todo lo que he tratado de hacer con mi Réquiem es una suerte de entretenimiento sobre la ilusión religiosa, que de alguna forma es dominada de principio a fin por un sentimiento muy humano en cuanto a la fe por el descanso eterno.”

La gracia y belleza casi helénica que caracteriza a las mejores obras de Fauré pueden ser encontradas en su punto más elevado en este Réquiem, sobre el cual comentó la célebre Nadia Boulanger (1887-1979) que “nada más puro o lleno de claridad en su definición había sido concebido con anterioridad. Ningún elemento externo altera la sobriedad y expresión de pesar algo severa; nada provoca que su profundo carácter meditativo sea alterado, ninguna duda restringe la gentileza y ternura de esta música.” 

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Gabriel Fauré: Réquiem

Versión: Alain Clément, niño soprano; Philippe Huttenlocher, barítono; Philippe Corboz, órgano; Coro «Maîtrise Saint-Pierre-Aux-Liens de Bulle»; Orquesta Sinfónica de Berna. Michel Corboz, director.