SIR ARNOLD BAX (1883-1953)

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Sir Arnold Bax

Al hablar de la historia de la música del Reino Unido, nuestra atención se centra en compositores como Henry Purcell (1659-1695), Sir Edward Elgar (1857-1934), Benjamin Britten (1913-1976) y Ralph Vaughan Williams (1872-1958) por sólo nombrar unos cuantos. Pero se nos escapa uno: sinfonista nato, un artesano sonoro nutrido con el esplendor de la bóveda celeste y de los susurros de los bosques: Sir Arnold Bax. En sus tiempos de estudiante en la Academia Real de Música de Londres, Bax descubrió los poemas de W. B Yeats (1865-1939), y despertó en él su interés por las leyendas, tradiciones y el paisaje celta. La partitura donde él refleja de mejor manera este apego es un poema sinfónico que compuso después de una estancia de seis semanas en la localidad de Tintagel en los acantilados de la costa norte de Cornualles (Cornwall), y en donde se encuentra un mítico castillo en ruinas.

Bax comenzó a escribir esta obra en octubre de 1917 y su orquestación estuvo lista a principios de 1919. En la primera página de la partitura el compositor escribió: “(esta música representa) el acantilado de Tintagel coronado por el (alguna vez) majestuoso castillo y, de una forma muy especial, las amplias distancias del Atlántico que pueden verse desde los acantilados de Cornwall en un día de verano soleado y ventoso.” Y agregó: “en la sección central de la obra puede imaginarse que, con el creciente tumulto del mar, surgen los recuerdos de las asociaciones históricas y legendarias del lugar, especialmente aquellas conectadas con el rey Arturo, el rey Marco, además de Tristán e Isolda.”

He aquí una de las pistas importantes por las cuales Arnold Bax escribió Tintagel: el mar en medio de una tormenta y la cita que en ella hace de la ópera de Wagner basada en la relación imposible entre dos amantes, evocan la situación personal del músico en esa época. Cuando Bax visitó las costas de Cornualles lo hizo acompañado… pero no por su esposa Elsita Luisa Sobrino (c.1885-¿?) sino por una joven pianista de nombre Harriet Cohen (1895-1967) con quien el compositor mantuvo un romance. De tal suerte, la apasionada relación “ilícita” de esta pareja aparece representada por las borrascosas aguas el océano Atlántico que golpean el acantilado donde se encuentra el castillo de Tintagel. Y, como quizá pueda entenderse, la tormenta personal de Bax era quedarse con su joven y bella amante o permanecer en su vida familiar junto a su esposa e hijos.

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El castillo del rey Arturo en el acantilado de Tintagel.

Al inicio del poema sinfónico se evocan las aguas del océano en los instrumentos de cuerda, que dan paso a las voces de los metales en lo que Bax llamó “el castillo en ruinas, ahora tan antiguo y corroído por el tiempo que parece una emanación de las rocas sobre las que fue construido”. Después de un clímax orquestal se escucha un pasaje en las cuerdas marcado como “muy callado” y –en palabras del autor- “sugiere los espacios serenos y casi sin límites del océano”. En la sección central de la pieza, con la evocación de los juegos de las olas a cargo de los alientos madera y el arpa, surge el tema wagneriano del “Tristán enfermo” en el oboe y el solo de violín y que va creciendo en intensidad. Después, llegamos a un clímax que denota el poder de las inmensas olas rompiendo en el acantilado y con el viejo castillo, inamovible, haciendo frente al viento y al sol.

El poema sinfónico Tintagel de Bax fue estrenado por la entonces llamada Orquesta Municipal de Bournemouth dirigida por Dan Godfrey (1868-1939), el 20 de octubre de 1921 y está dedicado a Harriet Cohen.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica de Virginia. JoAnn Falletta.

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756-1791)

Sinfonía No. 31 en re mayor, K. 297, París

  • Allegro assai
  • Andantino
  • Allegro
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Una vista de Notre Dame en París desde el Point de la Tournelle en 1778, año en que Mozart vivió ahí con su madre.

Una vez que Mozart concluyó su Sinfonía No. 31 en 1778 le escribió a su padre en una carta: “Espero que estos idiotas parisinos encuentren en ella algo que les guste”.

Dicha reacción tenía bastante sentido al conocer la forma en cómo surgió esta partitura y que a continuación relataremos.

Era la primavera de 1778; Mozart (con 22 años de edad) se encontraba junto con su madre, Anna María Pertl (1720-1778) en París. Habían llegado ahí después de pasar una breve temporada en Mannheim como parte de una “gira europea” que Leopold (1719-1787), el padre Mozart, había pensado para su hijo con tal de mantenerlo alejado de Salzburgo. Y la razón principal para que el muchacho abandonara su ciudad natal tiene nombre y apellido: Hieronymus Joseph Franz von Paula (1732-1812), mejor conocido como el Arzobispo Jerónimo de Colloredo. Este personaje se convirtió en el patrón de Leopold y Wolfgang al morir su antecesor, el Príncipe Arzobispo Segismundo, en 1771. Colloredo se convirtió, poco a poco, en la peor pesadilla de la familia Mozart y –más aún- del muchacho que aún se encontraba en la adolescencia y quien debía escribir cantidades de piezas religiosas para su patrón, para ser recibidas por incontables improperios de quien era un tipo de pésimo gusto musical y peor carácter. Y aunque durante seis años Wolfgang compuso con avidez para la corte arzobispal, siempre fue tratado con vejaciones, como –por ejemplo- enviarlo a comer con los sirvientes el poco alimento que dejaba el patrón. Hacia fines de 1777 Wolfgang ya había estallado mil veces en contra de Colloredo y fue así que su padre prefirió mantenerlo al margen de “tan buen trabajo” al enviarlo por varias ciudades para mostrar su talento como compositor e instrumentista. Así es como llegamos a la historia “parisina” de Mozart.

Él permaneció en la Ciudad luz durante seis meses, mismos que –para las pulgas del joven compositor- también fueron una pesadilla. Dentro de las actividades que Mozart desarrolló ahí incluyó la composición de su Sinfonía concertante para cuatro instrumentos de aliento solistas K. 297b en abril de 1778. Sin embargo, existe un halo de misterio alrededor de esta pieza: Mozart le “juró y perjuró” a su padre que la había escrito pensando en cuatro instrumentistas de la afamada Orquesta de Mannheim pero que terminó de escribirla en París. Hasta la fecha, algunos estudiosos insisten en que la partitura original está extraviada y que lo que se sigue tocando en nuestros días no es del puño y letra de Wolfgang. Sea como sea, dicha Sinfonía concertante también se vio envuelta en polémica al momento de ser estrenada… simplemente por un berrinche de Mozart. Por aquellos días un compositor hacía las delicias de la alta sociedad parisina con sus extraordinarios quintetos para alientos: Giuseppe Cambini (¿1746?-¿1825?). Mozart acusó a este personaje de sabotear el estreno de la Sinfonía concertante en los Concerts Spirituels, simplemente porque estaba celoso por su perfección en la escritura para alientos. Nuevamente, no existe ningún antecedente de un acto tan terrible.

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Manuscrito de la primera página de la Sinfonía «París» de Mozart.

Joseph Legros (1739-1793) era el dinámico director de la serie de Concerts Spirituels que se presentaban en el Palacio de las Tullerías en París. Sintiéndose comprometido con Mozart por el supuesto sabotaje a su flamante obra para alientos, le pidió al de Salzburgo que compusiera una nueva sinfonía, para así enmendar cualquier sinsabor. Para el compositor este significaba un reto encantador: no había escrito una sola sinfonía en cuatro años, desde los tiempos en que servía al Arzobispo Colloredo, y su lenguaje ya era mucho más sólido y decantado.

La Sinfonía No. 31, apodada París por obvias razones, es un documento único en el catálogo sinfónico mozartiano especialmente por la forma en que el autor quería retar al público parisino. Antes de que la Sinfonía se estrenara, Mozart la tocó en privado para dos de sus amigos locales y le reportó a su padre dicha experiencia:

“A ambos les gustó mucho, yo también estoy muy contento con ella, pero si a otras personas les gustará, no sé… Puede dar fe de los pocos franceses inteligentes que pueden estar allí, como para los estúpidos – no veo un gran daño si no les gusta. He tenido cuidado de no pasar por alto el premier coup d’archet [El primer golpe de arco. Un término de fantasía que significa simplemente que todos los instrumentos toquen juntos al inicio de una sinfonía, y que fue una de las modas contemporáneas del Concert Spirituel. -N. del E.-]… ¡Qué escándalo hacen estos asnos! ¡Diablos!, no veo ninguna diferencia, todos empiezan juntos, como lo hacen en otra parte, es una broma.”

Así como lo reveló el compositor líneas arriba, la introducción de esta Sinfonía 31 es muy peculiar: Mozart consigue aquí uno de los momentos sonoros más emocionantes jamás escuchado en sus sinfonías previas gracias a ese efecto de “primer golpe de arco” que, más que nada, pretendió sorprender a los parisinos. Otra de las peculiaridades que hace sui generis a la Sinfonía París es la inclusión de clarinetes (por vez primera en una sinfonía mozartiana) instrumento que había escuchado con interés en su visita a Mannheim.

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Anna-Maria, la madre de Mozart.

En ocasión del estreno de la Sinfonía No. 31, el 18 de junio de 1778, el Allegro inicial impresionó al público al grado de querer aplaudir antes de que esta sección acabara. El segundo movimiento existe en dos versiones pues, al momento del estreno, Legros le pidió a Mozart que sustituyera dicha sección por una “más compacta y sin tantas ideas” (un Andantino). Es muy probable que la versión original del Andante sea la que se escucha constantemente en nuestros días, en 6/8. Y ya que se le había solicitado al compositor que su nueva Sinfonía estuviera estructurada en un estilo “francés”, entonces Mozart no escribió un minueto (como era costumbre en la estructura sinfónica clásica) y concluye con un Allegro burbujeante, una pequeña pieza maestra que realiza un virtuoso ejercicio de contrapunto como base para los fuegos artificiales pensados para complacer a los oyentes.

Alguna reseña de esta música, aparecida posterior a su estreno, señala que: «El compositor obtuvo el elogio de los amantes del tipo de música que interesa a la mente sin tocar el corazón». Justamente esto se convertiría en un lugar común en la música de Mozart -simplemente contenía demasiadas ideas, demasiada variedad, demasiado contenido. Pero no importaba. En el caso de su Sinfonía París, Mozart había logrado manejar hábilmente tanto a los “idiotas” como a los ilustrados del público parisino y, hasta ese momento, escribió su obra más grandiosa en el ámbito instrumental.

La felicidad provocada por el éxito de la Sinfonía París no le duró mucho a Mozart pues el 3 de julio, unos días después del estreno de la obra, murió su madre y tuvo que hacerse cargo de las exequias en el cementerio de la Iglesia de San Eustaquio.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.

PARTITURA

ARTURO MÁRQUEZ (n.1950)

Danzón No. 2

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Arturo Márquez

En estos tiempos que avanzan con rapidez vertiginosa y en los que muchos productos artísticos son -más que nada- “llamaradas de petate”, nuestra capacidad de asombro es mayúscula al ser partícipes de cómo una obra musical ve la primera luz y desde el primer aliento se gana el cariño del público. El caso denominado Danzón No. 2 de Márquez es deslumbrante y reúne todas las características para convertirse en una de las piedras de toque de la música mexicana de las postrimerías del siglo XX. ¿Cómo fue concebido este Danzón? Márquez mismo señala, a través de las notas para el estreno de la obra:

“Surgió en 1993 durante un viaje a Malinalco con el pintor Andrés Fonseca y la bailarina Irene Martínez, ambos expertos en bailes de salón y con una especial pasión por el danzón, la cual me transmitieron desde el principio y también en posteriores excursiones a Veracruz y al Salón Colonia en la Colonia Obrera del Distrito Federal. A partir de esas experiencias empiezo a aprender sus ritmos, su forma, sus contornos melódicos a base de escuchar las viejas grabaciones de Acerina y su Danzonera, y dentro de mi fascinación capto que la aparente ligereza del danzón es sólo una carta de presentación para una música llena de sensualidad y rigor cualitativo que nuestros viejos mexicanos siguen viviendo con nostalgia y júbilo como escape hacia su mundo emocional, el cual afortunadamente aún podemos ver en el abrazo que se dan música y baile en Veracruz y en los salones de la Ciudad de México. El Danzón No. 2 es un tributo a ese medio que lo nutre. Trata de acercar lo más posible a la danza, a sus melodías nostálgicas, a sus ritmos montunos, y aun cuando profana su intimidad, su forma y su lenguaje armónico, es una manera personal de expresar mi respeto y emotividad hacia la verdadera música popular. El Danzón No. 2 fue compuesto gracias a un encargo de la Dirección de Actividades Musicales de la UNAM y está dedicado a mi hija Lily.”

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Fue la noche del sábado 5 de marzo de 1994 que la Sala Nezahualcóyotl de la ciudad de México testimonió el “nacimiento” al sonido de esta partitura de Márquez con la Orquesta Filarmónica de la UNAM dirigida por Francisco Savín (n.1929), provocando en el público una aceptación poco usual en cualquier obra de estreno. Tal fue la ovación para esa pieza, la cual iniciaba el concierto, que tuvo que ser repetida ante la insistencia de un público que aplaudía, golpeaba en el piso, silbaba de emoción y gritaba vítores a una pieza orquestal llena de sensualidad y garbo. Y el crecimiento de ese Danzón No. 2 es constante: se ha convertido, decisivamente, en “obra de culto” para nuestra música de concierto. El asunto es que escribir “danzones de concierto” le ha sido bien retribuido a Márquez y, para mi gusto, ha conformado con ellos un nuevo perfil del compositor mexicano que accede a la continuidad artística, asunto casi nulo en aquellos que escriben un Concierto No. 2 sin nunca haber escrito el No. 1, por ejemplo. Así, Arturo Márquez escribió el primero de sus Danzones para saxofón y cinta magnética, el segundo (como ya se vio) para gran orquesta, el tercero para flauta y guitarra con acompañamiento orquestal, un cuarto para orquesta de cámara, el 5 (Portales de madrugada), 6 para pequeña orquesta (Puerto Calvario), y los danzones séptimo y octavo para gran orquesta. En resumen, cada Danzón que ha escrito Márquez tiene esa fulgurante vida propia, la inspiración y el aliento de un ser independiente con temperamento propio… y contoneándose sensualmente por las curvas del brío danzonero.

¿Quién iba a decir que el muy célebre, gustado y requetetocado Huapango de José Pablo Moncayo (1912-1958) iba a encontrar un rival en el magnífico y sensual Danzón No. 2 de Arturo Márquez?

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Arturo Márquez: Danzón No. 2

Versión: Orquesta Sinfónica Nacional de México. Enrique Arturo Diemecke, director.

GIUSEPPE VERDI (1813-1901)

RIGOLETTO *

Melodramma en tres actos de Giuseppe Verdi (1813-1901) con libreto de Francesco Maria Piave (1810-1876) basado en Le roi s’amuse de Victor Hugo  (1802-1885).

Personajes (y elenco en la grabación que aquí se comparte):

El duque de Mantua: Vincenzo La Scola, tenor

Rigoletto (el bufón de la Corte): Giorgio Zancanaro, barítono

Gilda (hija de Rigoletto): Daniela Dessi, soprano

Sparafucile (un asesino a sueldo): Paata Burchuladze, bajo

Maddalena (su hermana); Martha Senn, contralto

Giovanna (aya de Gilda): Francesca Franci, soprano

Conde Monterone: Giorgio Surian, bajo

Marullo (un noble): Lucio Gallo, barítono

Borsa (un cortesano): Ernesto Gavazzi, tenor

Conde Ceprano: Michele Pertusi, bajo

Condesa Ceprano: Nicoletta Curiel, mezzosoprano

Portero de la Corte: Ernesto Panariello, bajo

Paje: Valeria Esposito, mezzosoprano

Coro y Orquesta del Teatro Alla Scala de Milán. Riccardo Muti, director.

La escena de desarrolla en el ducado de Mantua y sus alrededores en algún momento del siglo XVI.

Estreno: 11 de marzo de 1851 en el Teatro La Fenice. Venecia, Italia.

Intérpretes en la primera representación: Raffaele Mirate (Duque), Felice Varesi (Rigoletto) y Teresa Brambilla (Gilda).

* El nombre “Rigoletto” es una combinación de “Triboulet” (1479–1536) -bufón de los reyes Luis XII y Francisco I de Francia- y “rigoler” (“reir” en francés).

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GIUSEPPE VERDI

LA HISTORIA

Fue alrededor de septiembre de 1849 cuando Giuseppe Verdi entró en contacto con el drama de Victor Hugo llamado Le roi s’amuse (El rey se divierte). Desde ese momento sintió la necesidad de llevar esa pieza teatral al mundo de la ópera pues la consideraba “una de las máximas creaciones del teatro moderno”. La trama que había cautivado tanto al compositor italiano versaba sobre la figura de Francisco I de Francia, presentado como un personaje mundano, arrojado a los placeres carnales y la seducción y que “se divierte” gracias a los oficios de Triboulet, el bufón de su corte, quien constantemente ataca mediante sus burlas a la sociedad contemporánea, además de promover un asesinato para que su rey conquiste a una nueva amante.

Victor Hugo sufrió la severa mano de los censores (por obvias razones) al momento del estreno de su obra y que tuvo como consecuencia que estuviera vetada de todos los escenarios franceses durante medio siglo. Verdi estaba consciente de lo controversial de este tema; sin embargo, hizo todo lo necesario para llevar su proyecto a buen fin.

El primer libretista a quien se acercó fue a Salvatore Cammarano (1801-1852); pero lo que permitiría que Verdi pusiera manos a la obra en su nueva ópera fue la invitación a firmar un contrato con el Teatro La Fenice de Venecia en abril de 1850. Por un lado, el gran barítono Felice Varesi (1813-1889) prestaba sus servicios en Venecia (Varesi dio vida al papel principal de la ópera Macbeth de Verdi tres años antes) y por otro el “poeta en residencia” en dicho teatro, Francesco Maria Piave (1810-1876), quien había sido libretista de cabecera de Verdi para óperas como Ernani, Los dos Foscari, Macbeth y El corsario. Verdi le planteó el proyecto a Piave y lo alertó de una posible censura; pero el escritor supo asesorarse y –para salvar el tema de la censura- le propuso a Verdi que la ópera se llamara inicialmente La maledizione (La maldición).

Para el verano de ese año había claros signos de La Fenice de que este tema no podría escenificarse pero el compositor no puso marcha atrás, especialmente porque “había encontrado el color musical perfecto para la escena”. En octubre ya se había delineado el elenco que participaría en el estreno y Piave proporcionó los primeros bosquejos del libreto. El problema que se presentaba para Verdi es que estaba inmerso en la composición de otro título, Stiffelio, para el Teatro Grande de Trieste (colaborando también con Piave) y pensó que no podría concentrarse en el nuevo proyecto hasta casi fin de año. Estando en esas fue que llegó la más severa campanada por parte de la Policía censora de Venecia: sus argumentos estaban dirigidos a “la desagradable inmoralidad y obscena trivialidad” del libreto por lo que no podría representarse jamás en La Fenice. Verdi estalló contra Piave y se rehusó a escribir una nueva ópera, ofreciendo su Stiffelio a ese Teatro a cambio de la ópera censurada.

Verdi no contaba con la gran lealtad que Piave le profesaba al músico; fue tan digna su postura que le presentó una adaptación del original con el título I duca di Vendôme (El duque de Vendôme), cuya trama fue aprobada por los censores el 9 de diciembre siguiente. Para Piave el asunto estaba solucionado… pero no para Verdi, quien siguió encolerizado con su libretista. Y la razón primordial es que el nuevo personaje (el Duque) estaba totalmente desdibujado de la idea original, el papel del tenor era el que captaba toda la atención del drama y el bufón de la corte (Triboletto) se convirtió en jorobado. Tal era el coraje de Verdi que decidió visitar a los censores y enfrentar lo que tuviera que pasar: negoció que pudieran cambiarse nombres, situaciones y hasta personajes con tal de que permitieran que este título fuera estrenado. Gracias a los buenos oficios de los censores y del propio Secretario del Teatro La Fenice, Guglielmo Brenna, se acordó que la acción cambiaría al Ducado de Mantua –inexistente en esos momentos-, que el Duque regidor proviniera de una familia ya extinta (los Gonzaga) y que algunas escenas “fuertes” se modificaran. Con la firma de los involucrados, Verdi, Piave y Brenna, se obtuvo la aprobación total para que la nueva ópera continuara su desarrollo bajo el título Rigoletto.

Así, durante las primeras seis semanas del año 1851, Verdi se concentró totalmente en la nueva partitura para llegar a Venecia a mediados de febrero e iniciar los ensayos con piano junto con los protagonistas y para terminar la orquestación.

El estreno absoluto de Rigoletto ocurrió la noche del 11 de marzo de 1851 en el Teatro La Fenice con un gran éxito. Tal fue el impacto de la muy cínica aria del Duque de Mantua “La donna è mobile” (La mujer es voluble) que al día siguiente de la primera función el público ya silbaba la melodía por las calles. En los primeros diez años de existencia de Rigoletto se representó más de 250 veces y hoy día es una de las óperas italianas más representadas en todo el mundo junto a La traviata… también de Verdi.

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SINOPSIS ARGUMENTAL

ACTO I

Escena primera

El Preludio de la ópera es ya un claro ejemplo de la escritura madura de Giuseppe Verdi: en él se puede palpar -en unos cuantos trazos- la enorme carga dramática de toda la historia. El motivo inicial que se escucha con un carácter amenazante en la trompeta y el trombón parece sugerirnos la terrible “maledizione” que caerá sobre el bufón de la Corte.

Se abre el telón: nos encontramos al interior de un lujoso salón del palacio del Duque de Mantua. Hay una gran fiesta en la que el propio Duque quiere captar la atención de los asistentes haciendo gala de sus supuestas dotes de conquistador, refiriéndose a que puede enamorar “a esta o aquella”. Una de sus conquistas más recientes es una inocente pueblerina que conoció en la iglesia; ante la ausencia de esa joven en la fiesta al Duque le parece “simpático” cortejar a la Condesa Ceprano en las mismas narices de su esposo. En ese momento hace acto de presencia Rigoletto, el bufón jorobado de la Corte, quien ensalza los desplantes machistas de su patrón al ridiculizar (frente a los Ceprano) a los maridos de las mujeres que corteja el Duque. En su mismo tono burlón llega a sugerirle que, para poder conseguir lo que desea, bien podría deshacerse de sus “rivales” asesinándolos.

Mientras tanto, en otro rincón del salón, Marullo –un noble- comienza a pasar la voz entre los incrédulos asistentes que el bufón tiene una amante. La reputación de Rigoletto está en los suelos, precisamente por mofarse constantemente de los cortesanos; como consecuencia, muchos de ellos empiezan a mascullar que el tema de su amante es un buen pretexto para cobrarle toda la injuria que ha sembrado.

Aparece entonces el Conde Monterone, cuya hija ha sido mancillada por el Duque. Ante las insistentes bromas de mal gusto de Rigoletto, Monterone rompe en cólera y desea venganza. Pero el Duque, muy despreocupado, ordena que el Conde sea arrestado para que deje de incomodar a sus asistentes. Monterone ve fijamente a Rigoletto y le lanza una maldición (“la maledizione”). Rigoletto se siente temeroso ante ese ultimátum devastador.

Escena segunda

Nos encontramos ahora en la esquina de una calle sombría, donde se vislumbra el jardín de la casa de Rigoletto. El bufón regresa muy atribulado a su hogar después de escuchar la proclama de la maldición. Se topa entre las tinieblas a un personaje errante: Sparafucile. Él es un asesino a sueldo y le ofrece sus servicios al asustado  bufón quien entiende que el encuentro de dos desconocidos no es fortuito; a fin de cuentas Sparafucile y Rigoletto son iguales: el primero mata con su espada mientras que el otro deshace a sus víctimas con su “lengua maliciosa”.

Al entrar en su casa el bufón se encuentra a su hija, Gilda, justamente a quien todos los cortesanos han identificado como la amante de Rigoletto. La escena del encuentro padre-hija es realmente significativa en la comprensión de la psicología del bufón: así como maldice, se mofa y da una cara impasible a todos, él es un hombre que esconde debajo de sus defectos físicos y de carácter a un hombre bondadoso, que ama a su hija por sobre todas las cosas y que teme porque algo llegara a ocurrirle. Rigoletto se siente devastado por ocultarle a Gilda su profesión en la Corte… ¡y su propio nombre!; como conoce bien a su patrón, lo único que hace es que su hija no salga a ningún lado más que a misa en días festivos, acompañada de su aya, pues cree que sería presa fácil de los flirteos del Duque.

Rigoletto se retira de la habitación. Cuál sería su sorpresa si conociera el secreto que también esconde su hija: Gilda es la joven pueblerina que el Duque conoció en la iglesia pero no ha tenido el valor de revelárselo a su padre. A la salida de escena del bufón, aparece furtivamente el Duque quien está buscando a su inocente damisela. Ahí es donde se percata que es la hija de su bufón. Pero hay aún más mentiras y secretos: el soberbio notable le ha hecho creer a Gilda que él es un estudiante de pocos recursos, pero que ese no es impedimento para que florezca el amor entre ellos. Para poder acceder a la casa de Rigoletto, el Duque soborna a Giovanna, la aya de Gilda; la ilusionada muchacha le pide al caballero su nombre para saber de quién está tan enamorada. “Gualtier Maldé”, le dice dudoso el Duque.

Mientras ocurre este “amoroso” encuentro se escuchan voces en el jardín exterior: se aproxima el Conde Ceprano junto con el cortesano Borsa, quienes ya tienen en mente cobrarse todas las burlas de Rigoletto secuestrando a la supuesta amante de la que todos hablan. Al escuchar las voces afuera Gilda cree que es su padre quien se aproxima de nuevo. Le pide al “pobre estudiante” que se retire de inmediato mientras ella se siente plena por recibir el amor de aquel caballero de tan “querido nombre”: Gualtier Maldé.

Al tiempo que el corazón de Gilda se inflama de emoción e ilusiones amorosas, en el jardín de su casa los cortesanos enardecidos acechan a Rigoletto para cantarle su precio. Ellos están ciertos de que el bufón esconde ahí a su amante (que en realidad es su hija) y que la mejor forma de hacerle daño es secuestrándola. Pero para desconcertar al bufón todos le dicen que, en realidad, se encuentran reunidos para raptar a la Condesa Ceprano a fin de ofrendarla en amasiato al Duque. Rigoletto, que no puede ocultar su temor por todo el daño que ha provocado, se presta a ser parte del rapto y permite que le venden los ojos y los ayude en su perversa labor. Los cortesanos, enmascarados, ejecutan el plan. El bufón no se ha dado cuenta que ha propiciado que secuestren a su propia hija. Al quitarse la venda de los ojos repara que es demasiado tarde. Se desmorona emocionalmente. “Ah, la maledizione!”, grita desgarrado desde lo más profundo de su ser.

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Giuseppe Verdi: Rigoletto. ACTO I

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ACTO II

Nuevamente estamos en el palacio ducal. La desesperación invade al Duque al enterarse que la dulce Gilda ha sido raptada. En ese instante entran jubilosos todos los cortesanos para ofrecerle su “trofeo” al Duque: la supuesta amante de Rigoletto. “El poderoso amor” llama al Duque al darse cuenta que es Gilda a quien le ofrecen. Los cortesanos no entienden bien el júbilo instantáneo del Duque, pero deciden celebrar la venganza sobre el bufón.

De pronto, aparece Rigoletto cantando con aire despreocupado, pero en el fondo disimula su angustia por descubrir en dónde han escondido a su hija. Cuando ya no puede ocultar su desasosiego les ruega a los cortesanos que le revelen el lugar donde han capturado a Gilda. Como todos la niegan el bufón estalla en ira (“raza maldita de cortesanos”). Rigoletto intenta acceder a una habitación golpeado por los presentes. Aparece la virginal Gilda y le pide a su padre que aparte a toda esa turba. Finalmente la joven admite ante su padre que se ha enamorado de un joven que conoció un domingo en la iglesia y que equivocadamente creyó en la historia de que era estudiante y que se llama Gualtier Maldé. Ella ya lo sabía todo: el donjuanesco Duque es quien en realidad la enamoró con engaños. Gilda clama por el perdón de su padre, mientras que él planea una “terrible venganza”.

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Leo Nucci, uno de los más grandes Rigolettos de la historia.

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Giuseppe Verdi: Rigoletto. ACTO II.


ACTO III

Estamos a las puertas de un hostal, casa del asesino Sparafucile a las orillas de un río. Hay dos habitaciones vacantes a disposición de quien desee pasar la noche en ellas. Rigoletto visita al verdugo a sueldo para pedirle que asesine al Duque de Mantua. Gilda, quien sigue enamorada del joven licencioso, llega con su padre a visitar a Sparafucile. Al interior de su casa se escucha la voz del Duque, quien canta sarcásticamente que “la mujer es voluble, como pluma al viento, cambia de palabra y de pensamiento”, como haciendo alarde de su naturaleza infiel.

Rigoletto aprovecha para mostrarle a Gilda la clase de enamorado que tiene. Le insiste que se dé cuenta que sólo está en casa de Sparafucile para seducir a la hermana (y cómplice) del homicida, Maddalena. Efectivamente: al entrar a escena Maddalena comienza a coquetear con el Duque quien no pierde la ocasión de poner en práctica su hombría. Mientras el flirteo continúa, Rigoletto negocia con Sparafucile para que mate a su huésped por 20 escudos y pide a Gilda que corra a casa, se disfrace de hombre, tome el dinero necesario y huya con rumbo a Verona donde su padre promete reencontrarla. A la muchacha no le queda de otra; Rigoletto y el asesino acuerdan que, una vez muerto el Duque, echarán su cuerpo inerte en un saco y lo arrojarán al río.

Es una noche oscura y tormentosa.  Ante la lluvia pertinaz, el Duque decide alojarse en aquel hostal donde ha entablado romance con Maddalena. Sparafucile le asigna una de las habitaciones de la planta baja y la escena comienza a tornarse densa. Gilda, quien había seguido las instrucciones de su padre, no puede quitarse al “amoroso” Duque de sus sentimientos por mucho que haya constatado su traición. Por ello, regresa al hostal donde –ya vestida como hombre- escucha a Maddalena quien trata de convencer a su hermano que no mate a su nuevo amante… sino que debe matar al bufón de la Corte. Sparafucile se siente comprometido con quien le ha hecho un encargo (¡no puede asesinar a quien lo ha contratado!), además de que sólo le dio un adelanto de 10 escudos para terminar con la vida del Duque. Le dice a su hermana que, a cambio, matará al primer caballero que llegue al hostal pidiendo posada siempre y cuando sea antes de la medianoche. Gilda ha escuchado todo y, si bien está aterrada, decide sacrificarse en pos del joven que le brindó su amor, aunque haya sido con artimañas. Es así que se hace pasar por un vagabundo y entra para pedir asilo. Inmediatamente Sparafucile se lanza contra Gilda vestida de hombre y le da una puñalada que la deja gravemente herida.

El reloj ha marcado la medianoche. La tormenta comienza a disiparse. Rigoletto llega a saldar la deuda con Sparafucile quien le entrega el saco con el cuerpo del supuesto Duque en su interior. El bufón siente un regocijo enfermizo en sus entrañas. Decide llenar el saco de piedras para que se hunda con más facilidad en el río. Justo cuando está en esa labor escucha a lo lejos la voz socarrona del Duque cantando su característica tonada. La felicidad de Rigoletto se convierte repentinamente en consternación. Abre el saco completamente y encuentra a Gilda agonizante. En su último aliento le confiesa a su padre que lo ha engañado pero está conforme de haber entregado su vida en lugar de su amante. Rigoletto abraza a su hija muerta y no deja de retumbar en su cabeza aquella “maledizione” que ha segado la vida de una inocente enamorada.

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Giuseppe Verdi: Rigoletto. ACTO III.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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ANTON BRUCKNER (1824-1896)

Sinfonía No. 7 en mi mayor

  • Allegro moderato
  • Sehr feierlich und sehr langsam
  • Sehr schnell
  • Bewegt, doch nicht schnell
Bildnis Anton Bruckner (1824 - 1896)

Anton Bruckner

Anton Bruckner era un hombre completamente religioso, y parte de esa sólida creencia estaba dirigida al acto de la creación musical. Desde sus primeros estudios en la Escuela de música de Saint Florian, y más tarde como organista en la fundación de los monjes agustinos y en la Capilla de la Corte vienesa, este compositor siempre defendió sus afiliaciones religiosas. Insistía que sus partituras, sobre todo sus Sinfonías, venían de Dios y solamente a Él le pertenecían. En este sentido basta recordar que la veneración a ese Ser Superior también quedó plasmada en sus Misas, Salmos, el Réquiem en re menor (1849), un Magnificat (1852) y su insuperable Te Deum (1885).

Al mismo tiempo, el concepto musical bruckneriano llegó a convertirse en algo más que sonidos. Un experto estadounidense escribió que el espíritu de este autor “…abarcó el mundo –así, perpetuamente construirá microcosmos, sistemas planetarios sinfónicos. Gravitando en sus melodías, su amplia fortaleza diatónica, puede ser escuchada la noble sencillez del hombre. Hay algo gótico en su arte, como una catedral. Los arcos se levantan a tales alturas que llegan a perderse en lo alto. Una unidad monumental penetra el edificio… (La música de) Bruckner consigue una verdadera grandeza de espíritu y de expresión. Perteneció a una época heroica, nació fuera de su tiempo. Debió ser contemporáneo de (Giovanni Pierluigi da) Palestrina (1525-1594) o de Johann Sebastian Bach (1685-1750)… Su música sólo puede ser poseída por algunos, aquellos que tienen la humildad y la sensibilidad espiritual para sentirla, para responder a lo que el propio compositor sintió. Por ello es que Bruckner es el ídolo de los místicos…”

Así, queda suficientemente clara la proximidad del alma de Bruckner al Creador. Pero ahora hay que conocer por qué consideraba que –para él- existían dos dioses. Para ello, debemos remontarnos al año 1863, cuando Bruckner asistió a una representación de la ópera Tannhäuser (1845) de Richard Wagner (1813-1883). Con esa fulgurante experiencia artística Bruckner encontró a su segunda deidad en la impresionante revolución artística de Wagner.

Y para reafirmar su acendrada creencia en “Dios Wagner” marchó a Múnich un par de años después y fue testigo del estreno de Tristán e Isolda (1865); posteriormente, al estrenarse Parsifal en Bayreuth en 1878, Bruckner llegó al momento más álgido de su devoción: se hincó, besó la mano de Wagner y le dijo: “¡Maestro, lo venero!”

En un encuentro previo en Bayreuth, Bruckner ofreció dedicarle una Sinfonía a su “Maestro de Maestros” y accedió gustoso: “¡Sí, sí, esa Sinfonía en re menor en donde la trompeta comienza el tema!”, le refirió Wagner a Bruckner en una nota, ya que el austriaco le había presentado dos Sinfonías distintas. La Tercera de Bruckner es conocida, desde entonces, como Sinfonía Wagner.

Y no sólo las dedicatorias y enormes demostraciones de respeto caracterizaron esa idolatría de Bruckner. También es fácil percatarnos de ello en su música, con la enorme influencia que ejerció el idioma wagneriano con toda su grandeza, simbolismo y alcances épicos. Así, las dos grandes fuentes inspiradoras para Bruckner en el terreno sinfónico las constituyeron –por un lado- la Novena sinfonía (1824) de Beethoven (1770-1827) y –por otro- las dimensiones “a la Wagner” de su música, los procesos armónicos que confeccionó especialmente en los movimientos lentos, el tratamiento extraordinario que dio a las voces de los metales y sus siempre sofisticadas orquestaciones. Aquí vale la pena establecer un leve paralelismo con las Sinfonías de Gustav Mahler (1860-1911) aunque, a decir verdad, no debería existir. Si bien mucha de la música de Mahler podría ser entendida a partir de la de Bruckner, el asunto de la orquestación mahleriana rebasa en mucho a la del “seguidor wagneriano”, en cuanto a la búsqueda de colores y matices tan revolucionarios como los que concibió Héctor Berlioz (1803-1869) en su tiempo.

Retomando la idea de aquella Tercera sinfonía dedicada a Wagner hay que decir que, si alguna Sinfonía de Bruckner rinde homenaje definitivo a su “segundo Dios” de manera palpable y emotiva, entonces tenemos que referirnos a la Sinfonía No. 7 (1883) como la definitiva Sinfonía Wagner, obra que (en su primera página) porta una dedicatoria: A su majestad el rey Luis II de Baviera.

Anton Bruckner

Según Hans Christoph Worbs (n.1927) en la Séptima sinfonía “el lenguaje musical y la realización melódica de varias ideas o el extenso uso de los armónicos alterados le dan a la obra una afinidad particular con la música de Wagner.”

Igualmente es de destacar que Bruckner concluyó los bosquejos del segundo movimiento (Adagio) el 22 de enero de 1883. Según dicen por ahí, este trozo musical fue creado como una premonición de la muerte de Wagner. Unas tres semanas después de que Bruckner había terminado ese movimiento, el ilustre y venerado Maestro Richard Wagner accedió a la inmortalidad en la ciudad de Venecia, Italia.

Bruckner aseguró en una carta a su alumno Felix Mottl (1856-1911) el hecho de haber concebido ese tema fúnebre que da base y sentido a todo el Adagio de su Sinfonía mucho antes de enterarse que su ídolo estuviera enfermo de muerte.

El pasaje en el que el espíritu de Wagner aparece inmortalizado por Bruckner está confiado a cuatro tubas wagnerianas (un tipo de tuba tenor, con un sonido profundo y elegante, y que Wagner mismo diseñó para varias de sus óperas) y un corno francés. En tan sólo cuatro compases, Bruckner deseó dar forma a esa “música de luto en memoria del tránsito del Maestro”.

Aun así, el sombrío inicio del movimiento y su carácter de una marcha fúnebre profunda y sentida nos confronta con uno de los momentos más conmovedores de toda la historia de la música occidental.

Sin embargo, la decisión de incluir las tubas wagnerianas vino hasta que el compositor se enteró con gran pesar de la muerte de su “maestro”.

También existe otro elemento que fue añadido con posterioridad a dicha sección: un solitario y sublime choque de platillos en triple forte, casi al finalizar el movimiento, acompañado de un fugaz destello sonoro del triángulo. Ese toque colorístico y de gran intensidad ha causado innumerables controversias, llevando a muchos directores de orquesta a omitirlo con el pretexto de que Bruckner lo añadió después de haber concluido la partitura.

La Séptima de Bruckner posee otros dos factores relevantes: con el estreno de la obra en Múnich el 30 de diciembre de 1884 bajo la dirección de Arthur Nikisch (1855-1922) el compositor aseguró su fama en el difícil ámbito de la música austriaca y también en otras ciudades de gran tradición musical; un año después de su primera audición, los públicos de Hamburgo, Colonia, Viena, Graz y hasta Chicago (Estados Unidos) ya habían aplaudido la belleza sin límites de la Séptima sinfonía. Por otra parte, es importante el hecho de que Bruckner no sometiera la partitura a revisiones como ocurrió con algunas de sus Sinfonías, no porque estuviera poco satisfecho con ellas sino por la acción directa de mucha gente ajena a la creación artística y que -continuamente- lavaban la cabeza del autor para cambiar tal o cual pasaje o bien para que reestructurara toda la obra, como fue el caso de su Octava sinfonía (que tiene dos versiones: una de 1887, otra de 1890 y su edición definitiva en 1892).

Si además queremos encontrar algún punto de referencia en esta partitura (y como ocurre en casi todas sus Sinfonías) con la Novena de Beethoven, basta escuchar la introducción del primer movimiento con la exposición directa del tema a cargo de los violonchelos y cornos, flotando sobre un indescriptible y emocionante “trémolo” de los violines en pianissimo. Posteriormente podemos escuchar un segundo tema en las voces de oboes y clarinetes.

Los scherzi brucknerianos son de los movimientos favoritos del autor. En el tercer movimiento de la Sinfonía No. 7 la actuación de las trompetas, trombones y tuba, junto con los timbales, le da un carácter viril y decidido a esta sección.

El tema con el que abre el último movimiento tiene cierto parecido al tema fundamental del primer tiempo, pero este último presentado de forma más vigorosa y junto a otro tema en forma de “coral” –también en los violines- con el acompañamiento de pizzicati en cellos y contrabajos, va creciendo en un desarrollo armónico de amplitudes titánicas para concluir la Sinfonía con una reminiscencia majestuosa del tema principal de la obra, aquella melodía que (según Jim Svejda) surgió en la mente de Bruckner gracias a una imagen onírica.

¿Qué puede quedar en nosotros después de sentir a Bruckner en una de sus máximas creaciones sinfónicas? ¿Acaso flotará por nuestras cabezas el exacerbado sentimiento religioso del autor? ¿Nos quedará clara la devoción que profesaba a Wagner? ¿Será posible que este señor de baja estatura, gran nariz, vocabulario poco cortés y carácter campesino, haya sido un ángel enviado a la Tierra para ensañarnos la palabra del Creador (como cada quien lo conciba) a través de sonidos? ¿Cuál debe ser, para nosotros, el significado de la existencia humana después de escuchar la música de Bruckner?

A estas preguntas, probablemente muchas sin respuesta evidente, tengo una afirmación férrea y ojalá sepa usted comprenderla: Bruckner no sería un ser divino pero no hay duda de que, si acaso existe un Paraíso donde habitan las buenas almas, la de él está ahí, observando con tranquilidad y sabiduría las atrocidades de este mundo hermoso y a la vez desquiciado y de los actos de todos quienes habitamos en él.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Anton Bruckner: Sinfonía No. 7

Versión. Orquesta Sinfónica de Chicago. Sir Georg Solti, director.

PARTITURA

NIKOLAI RIMSKI-KÓRSAKOV (1844-1908)

Scheherazade. Suite sinfónica Op. 35

  • El mar y el barco de Sinbad
  • La historia del príncipe Kalendar
  • El joven príncipe y la joven princesa
  • Festival en Bagdad; El mar; El barco se hace pedazos al chocar con una roca coronada por un guerrero de bronce; Conclusión
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Scheherazade. Pintura de Sophie Anderson.

Desde muy pequeño, a Rimski-Kórsakov le fascinaron las historias fantásticas y soñó con visitar países remotos. Su hermano Voin (1822-1871) fue marino y geógrafo, y le mandaba a su hermano menor cartas y postales desde el lejano Oriente, lo cual alimentó los sueños del músico en ciernes quien encontró en el mar a uno de sus más grandes amores (aunque nunca lo hubiera visto con sus propios ojos). Y cuando uno ama algo tanto, puede convertirse en obsesión: Rimski-Kórsakov comenzó a leer cuanto libro se encontró acerca de los barcos, el mar y las técnicas de navegación. Y llegó el momento en que, siendo adolescente, se inscribió en el Colegio de Cadetes Navales. Aun así, su instrucción musical también acaparaba su corazón y al cumplir 17 años de edad conoció a Mussorgsky (1839-1881), a Cui (1835-1918) y a Balakirev (1837-1910), tres de las destacadas estrellas musicales en la Rusia zarista que lo inspiraron tanto al grado de empezar a dudar en su vocación marítima. Sin embargo, se graduó en 1856 y durante 30 meses se embarcó en el buque Almaz y llegó hasta puertos como Río de Janeiro o Nueva York; al término de su travesía Rimski-Kórsakov tenía muy claro que sería músico y que los viajes fantásticos los realizaría simplemente con la ayuda de su imaginación febril, para convertirlos en sonidos colmados de colores, texturas y atmósferas.

En 1868 Rimski-Kórsakov compuso su primera partitura con la vista puesta en Oriente: su Segunda sinfonía a la que intituló Antar, inspirada en una colección de melodías árabes recopiladas en Argelia por su colega Alexander Borodin (1833-1887). Y seis años después su inclinación por los lugares exóticos creció al visitar Sevastopol en la península de Crimea; ahí se conjugaban los gritos de los vendedores ambulantes, la música en los servicios religiosos de las mezquitas, los gitanos tocando y cantando en las calles.

Borodin murió en febrero de 1887 provocando una dolorosa devastación emocional en Rimski-Kórsakov, pues –además de colegas, se habían convertido en buenos amigos-. Sin pensarlo mucho, el compositor abandonó la música en la que estaba trabajando y se dio a la tarea de concluir la ópera El príncipe Igor de su amigo fallecido. Así, al involucrarse en cuerpo y alma a los sonidos y fragancias de la música de Borodin que evocaba el Asia Central, Rimski-Kórsakov estaba en la antesala de sumergirse en la idea de una fantasía oriental basada en Las mil y una noches y que cobró vida en la partitura que le ha dado la fama universal: Scheherazade.

Durante el verano de 1888 Rimski-Kórsakov decidió tomarse unas vacaciones junto con su familia a las orillas de un apacible lago y trabajó de forma intensa en Scheherazade. Al terminar la obra incluyó en la primera página de la partitura la siguiente descripción:

“El Sultán Shakriar, convencido de la falsedad e inconstancia de todas las mujeres, hizo el juramento que mataría a cada una de sus esposas después de la primera noche. Sin embargo, la Sultana Scheherazade salvó su vida despertando su interés en los cuentos que contó durante las 1001 noches. Impulsado por la curiosidad, el Sultán pospuso su ejecución día a día, y por fin abandonó sus votos sanguinarios.”

Tiempo más tarde, Rimski-Kórsakov escribió en su auto-biografía:

“Al componer Scheherazade quise dar algunas sugerencias para conducir la fantasía del oyente, sólo ligeramente, hacia el camino que había viajado mi propia fantasía, y dejar concepciones más minuciosas y particulares a la voluntad y el estado de ánimo de cada uno. Todo lo que quería era que el oyente, si le gustaba la pieza como música sinfónica, debería llevarse la impresión de que es indudablemente una narración oriental de numerosas y variadas maravillas de cuento de hadas, y no sólo cuatro piezas tocadas una tras otra, basadas en temas comunes a las cuatro.”

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Rimski-Kórsakov (1897).

La orquestación de Scheherazade es verdaderamente magistral, logrando un impresionante y vivo lienzo sonoro; mucha de la brillantez de sus colores reside en proporcionar pasajes solistas a diversos instrumentos. La Suite está claramente unida por un motivo recurrente, una fascinante melodía cantada por el solo de violín y que representa a la voz de Scheherazade.

El primer enunciado orquestal en esta pieza es el aterrador tema de Sultán que, al desvanecerse, da pie a que Scheherazade comience con sus relatos. Posteriormente, se nos presenta el mar en toda su inmensidad y el barco de Sinbad que surca las agitadas aguas.

Al inicio de la sección siguiente se escucha la voz del violín que parece decir: “Había una vez…” Y prosigue el fagot para contarnos una historia más, como si fuera un juglar. Las andanzas del Príncipe Kalendar cobran vida con un tema de carácter guerrero en los metales.

La tercera parte no es otra cosa más que una escena amorosa, en la que la pareja de príncipe y princesa ejecutan una danza ciertamente exótica que llega a su clímax como si se tratara del primer beso de los enamorados.

El final es una viva escena de un festival en Bagdad. El episodio se interrumpe con la colisión de un barco contra una gran roca en medio de una terrible tormenta. Al amainar la tempestad, se escucha nuevamente el noble tema del mar, presentado al inicio de la obra, y la voz de Scheherazade cierra sus maravillosos relatos con serenidad plena.

La Suite Scheherazade de Rimski-Kórsakov fue estrenada bajo la batuta del propio autor el 3 de noviembre del año de su composición en un concierto en San Petersburgo.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Nikolai Rimski-Kórsakov: Scheherazade

Versión: Sydney Harth, solo de violín. Orquesta Sinfónica de Chicago. Fritz Reiner, director.

Grabación realizada en febrero de 1960.

PARTITURA