BENJAMIN BRITTEN

Nació en Lowestoft, Inglaterra, el 22 de noviembre de 1913.

Murió en Aldeburgh, Inglaterra, el 4 de diciembre de 1976.

Réquiem de guerra, Op. 66

  • Requiem aeternam
  • What passing-bells for these who die as cattle?
  • Dies irae
  • Bugles sang
  • Liber scriptus proferetur
  • Out there, we’ve walked quite friendly up to Death
  • Recordare
  • Confutatis maledictis
  • Be slowly lifted up, thou long black arm
  • Lacrimosa
  • Move him into the sun
  • Offertorium
  • So Abram rose, and clave the wood
  • Sanctus
  • Benedictus
  • After the blast of lightning from the East
  • Agnus Dei
  • Libera me
  • It seemed that out of battle I escaped
  • Let us sleep now…

“Mi tema es la guerra y la compasión de la guerra.

La poesía está en la pena…

Todo lo que un poeta puede hacer hoy es advertir”.

Wilfred Owen

El Réquiem de guerra de Benjamin Britten es una de las partituras sui géneris en toda la Historia del Arte en Occidente que mejor refleja la respuesta de su creador a los terrores provocados por las guerras y la violencia. Desde niño, Britten estuvo consciente de la importancia de la paz en su vida y su entorno y, en ese sentido, se rehusó a seguir cualquier tipo de entrenamiento militar escolar. Durante la Primera Guerra Mundial expresó su posición anti-bélica en largas charlas con su profesor Frank Bridge (1879-1941) y siendo todavía adolescente participó en el Gremio para la Promesa de la Paz. En la década de 1930, Britten comenzó a escribir algunas obras de claro carácter pacifista, como el ciclo de canciones Our Hunting Fathers (1936) –que habla de la cruel relación de los humanos con los animales-, y muchas otras que reflejaban los deseos del músico por lograr una conciencia colectiva en pro del bienestar común. En su Balada de los héroes (1939) recuerda a los caídos durante la Guerra Civil Española, así como también en el primer movimiento de su Concierto para violín, escrito el mismo año, por sólo nombrar unas cuantas obras.

Al egresar del Royal College of Music de Londres, Britten ya era reconocido como un fino compositor y extraordinario pianista acompañante, labor que desarrolló con el tenor Peter Pears (1910-1986), su compañero de vida. Con la idea de forjar una carrera concertística, Britten y Pears decidieron hacer maletas rumbo a los Estados Unidos de América para cumplir con diversas oportunidades de conciertos y que se combinaron con las colaboraciones que el compositor tenía pactadas con el poeta W.H. Auden (1907-1973). El abandonar Inglaterra también fue el momento preciso, según dijo Britten, para apartarse del ambiente hostil y lleno de envidias que imperaba en su patria.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial en el otoño de 1939, Pears y Britten sufrieron la angustia de los excesos y horrores cometidos por los regímenes fascistas, pero la lejanía geográfica no les permitía ayudar a sus compatriotas. Llegó un momento en que el aislamiento de sus raíces fue tan intolerable para la pareja que decidieron regresar al Viejo Mundo en marzo de 1942, pero rechazando el servicio militar nominal que se les ofreció a los músicos, pidiéndoles que simplemente portaran el uniforme militar; ambos, Britten y Pears, mantuvieron firme su credo pacifista en ese momento, como defensa de su patria en contra de la beligerancia. El sólido argumento de Britten ante el tribunal para resultar exento de la milicia fue: «Toda mi vida ha sido dedicada a actos de creación… y no puedo participar en actos de destrucción».

Benjamin Britten

Pero la Guerra terminó… y las heridas siguieron doliendo. El momento para Britten de poder sanarlas llegó en 1958 cuando se le solicitó una obra para ser estrenada durante una festividad en torno a la consagración de la nueva Catedral de Coventry, erigida junto a las ruinas del antiguo templo medieval bombardeado en 1940 durante la llamada Batalla de Inglaterra; también se le sugirió al compositor que esta obra podía utilizar tanto textos religiosos como profanos. Ahí vinieron muchas ideas a la mente del músico: en primer lugar, pensó darle vida a un gran Oratorio, proyecto que había acariciado prácticamente desde el estreno de su ópera Peter Grimes en junio de 1945, y que se materializaría en forma de un Réquiem. Y, para darle un giro interesante a esta música, utilizó la poesía de Wilfred Owen (1893-1918), junto a los textos de la Misa católica de difuntos.

Al incorporar poesías de Owen en su Réquiem de guerra, Britten deseaba que se escuchara la voz de un soldado con una visión pacifista muy similar a la del compositor, además de haber sido víctima de las atrocidades de la guerra. Owen murió a los 25 años de edad en el campo de batalla el 4 de noviembre de 1918, cuando encabezó la avanzada de las tropas a su cargo por el Canal de Sambre en el noreste francés, antes de que se firmara el Armisticio el 11 de noviembre (irónico es saber que ese mismo día del cese de hostilidades la familia de Owen recibió el telegrama fatal que anunciaba la muerte de su hijo… mientras toda Inglaterra festejaba el fin de la Guerra).

Owen escribió una gran colección de poemas conmovedores, arropado por las trincheras; debido a ello se le reconoce como uno de los más grandes autores de los tiempos de guerra y, definitivamente, uno de los favoritos de Britten, quien ya había incluido su poema The Kind Ghosts en su Nocturno para tenor y grupo de cámara (1958).

Britten durante los ensayos del Réquiem de guerra.

Al comenzar a escribir su Réquiem de guerra en el verano de 1960, no sólo resonaba la poesía de Owen en la cabeza de Britten, sino también las caras de cuatro soldados (cuyas fotografías fueron encontradas en un sobre en los archivos del músico): Roger Burney, quien falleció en el submarino francés Surcouf en 1942; David Gill, marinero de la Flota Real, muerto en el campo de batalla en el Mediterráneo; el teniente neozelandés Michael Halliday, reportado como “desaparecido en combate” en 1944; y el Capitán Piers Dunkerley quien fue herido durante “El día D” (en el desembarco en Normandía) y que, aunque salvó la vida durante la contienda armada, decidió suicidarse en 1959. Todo ello dio cuerpo a esta partitura monumental que nos habla de una manera frontal de las tragedias individuales y colectivas, de la violencia insensible y de cómo acceder a la paz conciliadora. A estos cuatro personajes es que está dedicada la partitura del Réquiem de guerra.

Durante el proceso creativo del Réquiem de guerra, Britten seleccionó nueve poemas de Owen, mismos que escribió junto a los textos de la Misa de difuntos en un viejo cuaderno escolar. Posterior a ello, se dedicó a componer la música durante los siguientes dos años, empañados por la construcción del Muro de Berlín, la siniestra escalada estadounidense en Vietnam y el incidente de la Bahía de Cochinos. En febrero de 1961 Britten contactó a Dietrich Fischer-Dieskau (1925-2012) pidiéndole que cantara los solos de barítono de su Réquiem de guerra “con la mayor belleza, intensidad y sinceridad”. Peter Pears accedió a cantar la parte correspondiente al tenor. Estas dos voces masculinas estaban pensadas para ser acompañadas por una orquesta de cámara, a manera de “comentario de la Misa”, con los textos de Owen. Los textos litúrgicos serían conferidos a toda la orquesta y el coro mixto, junto a una soprano solista y coro infantil. Así, la intención de Britten sería señalar al individuo entre la multitud, para reconocer el dolor personal mientras se predica el pacifismo.

Al tiempo en que un querido amigo de Britten, Mstislav Rostropóvich (1927-2007), estrenó una Suite para violonchelo que compuso para él, fue que el compositor encontró a la soprano que requería: Galina Vishnevskaya (1926-2012), esposa del chelista. De tal manera, el plan maestro de Britten cobraría forma con representantes de tres Naciones que habían sido devastadas en la Guerra: el barítono alemán, el tenor inglés y la soprano “soviética”. Pero los censores soviéticos no se tentaron en corazón al ver que la ocasión parecería una reconciliación con Alemania Occidental –al cantar ella junto a Fischer-Dieskau-, por lo que se le negó el permiso a la Vishnevskaya para participar y la soprano inglesa Heather Harper (1930-2019) tomó su lugar a sólo diez días de la primera audición del Réquiem.

La Catedral de Coventry en ruinas, noviembre de 1940. El Réquiem de Guerra de Britten fue escrito para la reconsagración de la iglesia más de 20 años después de que fuera destruida por los bombarderos nazis.

La intención del esquema que había escrito Britten por primera vez es muy similar al de las Pasiones de Johann Sebastian Bach (1685-1750), con el texto religioso combinado con comentarios, aunque el efecto deseado al final nos hace pensar en una mezcla entre ópera y oratorio, más cercano al espíritu del Réquiem de Giuseppe Verdi (1813-1901).

Britten divide a sus personajes en grupos distintos: dos soldados, cantados por tenor y barítono junto a la orquesta de cámara; los participantes de la misa, que incluyen a la soprano, coro y orquesta y, desde lejos, un coro de niños acompañados por un órgano. La escena cambia a la perfección de un grupo a otro, y va de la iglesia al campo de batalla. Solo en las últimas páginas de la versión final del Libera me, todos los artistas se reúnen. En esa parte final, una marcha fúnebre da paso a un canto de desolación y desesperación. La soprano hace su entrada, y la música se convierte en un grito escalofriante. Lentamente, Britten despeja la escena para escuchar el duro realismo de «Strange Meeting» de Owen, el poema que el compositor había amado durante mucho tiempo, un encuentro angustioso entre dos soldados enemigos. Con sus últimas palabras, «Vamos a dormir ahora», Britten entrelaza lentamente a todos en un entramado sonoro envolvente. Por un momento, sugiere la comprensión universal. Pero luego las campanas tocan con un sentimiento atormentado y las voces de los dos soldados se pueden escuchar, antes de que el coro haga una plegaria por la paz. Es un final incierto, extraño, quizá como lo que algún alma podría experimentar al acceder a la vida eterna.

El estreno del Réquiem de guerra de Britten ocurrió el 30 de mayo de 1962 en la Catedral de Coventry con los solistas antes mencionados, la Sinfónica de la Ciudad de Birmingham dirigida por Meredith Davies (1922-2005) y el Melos Ensamble dirigido por el autor, junto a los coros de la mencionada Catedral. Al escucharse el intenso susurro del “Amén” al final de la obra (y como lo anota David Matthews [n. 1943]) “casi todos en el público se dieron cuenta de que habían presenciado el nacimiento de ese extraño fenómeno llamado ‘un clásico moderno’.”

Sirva la ocasión de escuchar este Réquiem de guerra de Britten para recordar que, hoy día, su vibrante mensaje de paz es (y deberá permanecer) vigente.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

HENRYK MIKOŁAJ GÓRECKI

Nació en Czernica, Silesia, el 6 de diciembre de 1933.

Murió en Katowice, Polonia, el 10 de noviembre de 2010.

Sinfonía núm. 3. Sinfonía de cantos dolorosos

  • Lento – Sostenuto tranquillo ma cantabile
  • Lento e largo – Tranquillisimo
  • Lento – Cantabile semplice

Instrumentación: Soprano solista. 4 flautas (la tercera y la cuarta alternan con pícolo), 4 clarinetes, 2 fagotes, 2 contrafagotes, 4 cornos, 4 trombones, arpa, piano y cuerdas.

Duración aproximada: 54 minutos.

A Rodrigo Macías: ¡por valiente y persistente!

El compositor

Henryk Górecki (pronúnciese “Guresqui”) oriundo de Silesia, estudió música en la Escuela Secundaria (ahora Academia) de Música de Katowice, graduándose en 1960 de la clase de Bolesław Szabelski (1896-1979) quien, a su vez, fue discípulo de Karol Szymanowski (1882-1937). Górecki -a la edad de 24 años- se presentó formalmente como compositor en un (hoy legendario) concierto en Katowice el 27 de febrero de 1958 que incluyó en su totalidad sus creaciones, siendo una de ellas su Concierto Op. 11 de clara influencia por la música de Anton Webern (1883-1945) y quien era prácticamente desconocido en Polonia. Gracias a ello llamó la atención de las autoridades del famoso e influyente Festival Internacional de Música Contemporánea “Otoño de Varsovia” para que un año después incluyeran en la programación su Primera Sinfonía (que se presentó inconclusa en su estreno) y Scontri («Colisiones») para gran orquesta en 1960; dicha Sinfonía resultó ganadora del Primer Premio en el Festival Bienal de la Juventud (1961) en París.

Si bien la idiomática de Górecki en sus años de formación estaba influida por la música de Béla Bartók (1881-1945) e Igor Stravinsky (1882-1971), desde el comienzo de la década de 1960 ya era considerado como un autor avant-garde en su natal Polonia, con un lenguaje en constante crecimiento y que mostró un interesante uso del serialismo complementado con tintes expresionistas; muchos han señalado que sus obras de ese período son de un modernismo radical. Pero su estilo comenzó a transformarse, especialmente con su Segunda sinfonía llamada Copernicana, concebida para conmemorar el quinto centenario del nacimiento de Nicolás Copérnico (1473-1543). De tal suerte, Górecki comenzó a alejarse de las disonancias y puso en práctica una forma composicional que puede considerarse “minimalista” por la constante repetición de pequeñas células motívicas. Y, de manera muy importante, la música popular de su país empezó a influir en su lenguaje. Quizá uno de los momentos más destacados en su madurez como compositor llegó al escribir su Tercera sinfonía, aunque nadie -ni siquiera él- imaginó el fenómeno mediático que esta obra protagonizó años después.

A fines de la década de 1980, y aun con la existencia de la Cortina de hierro, algunas de las partituras de Górecki fueron escuchadas en Inglaterra a instancias de la London Sinfonietta; así, la mirada de “occidente” volteó a ver a este compositor y comenzaron a lloverle solicitudes para escribir obras, especialmente para el Kronos Quartet.

Dentro de su catálogo de obras son de vital importancia su Beatus Vir que compuso en 1979 para la histórica visita del Papa Juan Pablo II (1920-2005) a su natal Polonia. Dos años después compuso su Miserere, monumental obra coral escrita a solicitud del Sindicato polaco Solidarność (Solidaridad). De los años ochenta destaca su Concierto para clavecín y cuerdas y en la década siguiente escribió Good Night, a la memoria de su amigo Michael Vyner (1943-1989), quien fuera Director musical de la London Sinfonietta y responsable de que la música de Górecki se escuchara fuera de Polonia; y el Pequeño réquiem para una polca. Su Cuarta sinfonía llamada Episodios de Tansman fue programada para su estreno mundial en Londres en 2010; sin embargo, Górecki ya llevaba algún tiempo enfermo y se decidió posponerlo. Desafortunadamente nunca la pudo escuchar en vida. Dicha Sinfonía, concluida por su hijo Mikołaj (n. 1971), su “canto del cisne”, fue estrenada con la Filarmónica de Londres dirigida por Andrey Boreyko (n. 1957) en 2014.

La Sinfonía de cantos dolorosos

Ese lenguaje de vanguardia que había caracterizado a Górecki en sus primeros años como compositor es inexistente en esta Sinfonía. De hecho, encontramos a un compositor personalísimo que delinea una música diáfana, luminosa, con armonía interesante y que provoca cierta sensación hipnótica gracias al pulso constante y la coherencia de su (aparente) sencilla estructura. Escrita en tres movimientos, el primero de ellos está planteado en la forma de un canon que se origina desde una especie de salmodia en las voces graves de las cuerdas y que va creciendo tanto en dinámica como en intensidad hasta alcanzar un clímax con unos acordes del piano que dan paso a la voz solista. Para este movimiento, Górecki utilizó una plegaria (un lamento, de hecho) del siglo XV proveniente de los Cantos de Lysagóra del Monasterio de la Santa Cruz:

Hijo mío, mi elegido y bien amado.

Comparte tus heridas con tu madre.

Y porque, hijo querido,

siempre te he llevado en mi corazón,

y siempre te serví fielmente.

Háblale a tu madre para hacerla feliz.

Aunque tú me estás abandonando, mi esperanza querida.

La voz de la soprano entona este lamento con una melodía sencilla que va creciendo en intensidad y desemboca en un gran tutti orquestal y da paso nuevamente al canon en las cuerdas que va decreciendo sistemáticamente hasta culminar la sección de forma sombría.

El segundo movimiento es el más breve de la obra. Aquí Górecki utilizó el siguiente texto para ser cantado por la voz solista:

Madre, no llores.

Castísima reina del cielo.

Protégeme siempre.

Zdrowaś Mario” (Ave María).

Esta breve plegaria fue inscrita en una de las paredes de la tercera celda de las mazmorras del cuartel general de la Gestapo en Zakopane, Polonia, conocido como “El Palacio”. Debajo de este texto se encuentra la firma de Helena Wanda Blazusiakowna y la leyenda: “18 años. Encarcelada desde el 26 de septiembre de 1944”.

Aunque la música de esta sección contrasta con el movimiento anterior en cuanto a que aquí el discurso es más luminoso y trasparente basado en un motivo de tres notas, lo poderoso del texto anterior (y más al conocer su origen histórico) hace de esta parte el eje emotivo de toda la obra, delineada con dignidad y belleza extrema.

El tercer movimiento utiliza el texto de una canción popular polaca proveniente de la región de Opole y en la que una madre lamenta la desaparición de su hijo y ruega porque su cuerpo descanse en un lugar apacible:

¿Dónde se ha ido mi hijo querido?

Quizá en la insurrección el cruel enemigo lo ha matado.

¡Ah, malvada gente! En nombre de Dios, el más sagrado.

Díganme: ¿por qué han matado a mi hijo?

¡Jamás tendré su protección!

Aunque llore mis ojos enteros

Mis lágrimas amargas formarán algún otro río.

Pero no le devolverán la vida a mi hijo.

¡Mi hijo!

Yace en su tumba y no sé dónde.

Aunque siga preguntando a la gente en todas partes,

Quizá el pobre niño yace en una horrible fosa.

Aunque pudo haber estado en su cálida cama.

¡Oh, cantad por él, pequeñas aves del Señor!

Porque su madre no puede encontrarlo.

Y ustedes, pequeñas flores del Señor,

Pueden florecer a su alrededor

Para que mi hijo duerma feliz.

Para que mi hijo pueda dormir feliz.

La sección está construida en un sencillo ostinato que acompaña con mesura a la voz de la soprano. La Sinfonía concluye con una sensación de paz y esperanza.

En la primera página de la partitura de la Tercera sinfonía de Górecki se lee este texto:

“El subtítulo ‘Symfonia pieśni żałosnych’ ha sufrido mucho en la traducción. ‘Pieśni’ es sencillamente ‘canciones’; pero el calificativo ‘żałosnych’ es arcaico, y más comprensible que sus equivalentes modernos en inglés, alemán o francés. No sólo comprende el sentido tanto del ‘canto’ sin palabras de los contrabajos y el lamento monástico que le sigue, sino también la plegaria y exhortación (‘No llores’) del graffito de Zakopane, y la canción de cuna, ambas elegíacas y redentoras, de la canción folclórica final. Representaciones como las ‘Canciones de lamentación’ o ‘Klagelieder’ (con sus matices de Jeremías o Gustav Mahler) son aún más engañosas que la alternativa de ‘cantos dolorosos’.”

Górecki concibió su Tercera sinfonía en los últimos meses de 1976 respondiendo a una solicitud de la Radio del Suroeste de Alemania en Baden-Baden. La partitura está dedicada “a mi esposa” (Jadwiga Rurańska) y su primera audición ocurrió el 4 de abril de 1977 con la Sinfónica de la Radio en Baden-Baden con la participación de la soprano Stefania Woytowicz (1922-2005) y la batuta de Ernest Bour (1913-2001) en el Festival de Royan, Francia. Dicha interpretación fue grabada en disco y dicha soprano volvió a grabar la Sinfonía un año después con la Sinfónica de la Radio Nacional Polaca en Katowice y una vez más con la Sinfónica de la Radio de Berlín.

Górecki explicó por puño y letra las razones por las que escribió su Sinfonía con esas características y la inclusión de esos textos tan dolorosos: “Muchos de mi familia murieron en campos de concentración. Tuve un abuelo que estuvo en Dachau, una tía en Auschwitz. Ya sabes cómo son las cosas entre polacos y alemanes. Pero Bach también era alemán, y Schubert y Strauss. Cada uno tiene su lugar en este pequeño Planeta. Eso está todo a mis espaldas. Así que la Tercera Sinfonía no trata sobre la guerra; no es un Dies Irae; es una Sinfonía normal de cantos dolorosos”.

Es evidente que la partitura es un intenso homenaje al pueblo polaco que durante décadas resistió la opresión de los alemanes (del régimen nazi, principalmente) y es una monumental plegaria para aquellos que perdieron la vida defendiendo a sus familias, a su patria. Esta música es, en palabras de su autor: “una evocación de los lazos entre madre e hijo”.

Existen muchas partituras que fueron escritas como respuesta ante el dominio fascista y los horrores del Holocausto, entre ellas Un sobreviviente de Varsovia de Arnold Schönberg (1874-1951), el Réquiem polaco de Krzysztof Penderecki (1933-2020), la Cantata Anti-fascista de Hanns Eisler (1898-1962), El emperador de la Atlántida de Viktor Ullmann (1898-1944), entre un largo etcétera. Y aunque la capacidad catártica de la Tercera de Górecki puede aterrarnos por el contexto histórico que resucita, el músico polaco transfigura el dolor mediante música luminosa, sin requerir sonidos violentos. Consigue hacer conciencia ante la destrucción por el camino de la belleza.  

El fenómeno mediático

La tercera grabación que se hiciera de la Tercera sinfonía de Górecki en mayo de 1991 en Londres con la soprano Dawn Upshaw (n. 1960) y David Zinman (n. 1936) al frente de la London Sinfonietta fue publicada a principios de 1992 por el sello Nonesuch. Dicha compañía discográfica, de gran abolengo por haber publicado repertorio casi olvidado, empezó a tomar un segundo aire a fines de la década de los ochenta al contratar a Robert Hurwitz (n. 1949) como su Presidente, productor ejecutivo y “cerebro” artístico. Mucho de su nuevo repertorio comenzó a incluir música considerada dentro de la corriente “minimalista” con autores como Philip Glass (n. 1937), Steve Reich (n. 1936), Terry Riley (n. 1935), entre otros. Al momento de que la obra de Górecki cruzó la Cortina de hierro y comenzó a tocarse en lugares como Londres, captó la atención de Hurwitz y del líder del Kronos Quartet, David Harrington (n. 1949) para grabar algún repertorio del autor polaco.

El mismo Hurwitz conversó sobre la grabación de la Tercera sinfonía y dijo que, al principio, hicieron planes de mercadeo y calcularon una vida útil de ese disco con 25,000 copias como estimado de ventas. Pero probablemente los planetas se alinearon o el Universo fue benéfico para el futuro de esta grabación. Al momento de publicarse coincidió con la fundación de Classic FM en Londres, primera emisora de radio de corte “pop” en el Reino Unido. Al muy hábil programador de la estación se le ocurrió “poner en rotación” (como se dice en términos radiofónicos) el segundo movimiento de la Tercera de Górecki y se escuchaba con la misma frecuencia diaria que alguna canción de corte popular en cualquier estación comercial del mundo. Así, los radioescuchas de Classic FM, desde choferes, amas de casa, estudiantes, obreros y personas de negocios, se enamoraron de dicha “rola” y comenzaron a pedir que se tocara con insistencia.

Ante tal éxito, los ejecutivos de Warner Music UK (responsables del marketing y distribución de la etiqueta Nonesuch en el Reino Unido) tomaron la decisión de reforzar el plan de ventas original y colocaron la muy sugerente portada del disco (un daguerrotipo de Gertrude Käsebier llamado Una doncella en oración) en carteles en todas las calles inglesas, en postes, muros, espectaculares y anuncios en el sistema de transporte (autobuses, metro, tren). Y en las tiendas de discos el álbum se exhibió en el área de música clásica… pero también en las de jazz, alternativo, World Music y New Age.

Así, las ventas comenzaron a multiplicarse exponencialmente y la meta de ventas pensada para toda la vida del disco se cumplió en muy pocas semanas en Reino Unido, hasta llegar a los primeros lugares de popularidad en la publicación Billboard. Tal fue el éxito que el segundo movimiento de la Sinfonía comenzó a romper la barrera de la radio y las ventas físicas y comenzó a tocarse… ¡en antros! Lugares tan emblemáticos como el “Heaven” de Londres terminaba la noche de “reventón” (al momento de prender poco a poco las luces blancas) con la voz de Dawn Upshaw cantando Górecki. ¡Insólito!

De tal manera, la icónica grabación Upshaw-Zinman-Nonesuch es hoy considerada como una grabación de culto y hasta la fecha ha vendido millones de copias en el orbe.

La Tercera de Górecki y el cine

Según llegó a expresar abiertamente a quienes se lo preguntaban, Górecki nunca estuvo de acuerdo en el uso de su música en otras expresiones artísticas. Aun así, dio su anuencia para que su Tercera sinfonía se usara como banda sonora de la película Police (1985) dirigida por Maurice Pialat (1925-2003) y estelarizada por Gérard Depardieu (n. 1948). Un año después de la publicación de la célebre grabación en Nonesuch, el director Peter Weir (n. 1944) solicitó permiso a Górecki personalmente para incluir el primer movimiento de su Tercera sinfonía en su película Fearless (Sin miedo a la vida, así llamada en países de habla hispana). Sorpresivamente el compositor acepto. Posteriormente el músico comenzó a cambiar de opinión y autorizó que la Sinfonía se usara en otras cintas. También fue usada en las películas Basquiat (1996) de Julian Schnabel (n. 1951) y A Hidden Life (2019) de Terrence Malick (n. 1943). ¡Y asómbrese! porque esta vibrante música de Górecki también fue usada en la serie de Netflix The Crown.

Un recuerdo personal

16 de octubre de 1993. Me había tocado la enorme fortuna de fungir como “road manager” del célebre Kronos Quartet durante su primera visita a México en la edición XXI del Festival Internacional Cervantino (FIC) en la ciudad de Guanajuato. En el último de los cuatro conciertos que ofrecieron, realizado en el Templo de la Valenciana, Kronos interpretó el Segundo cuarteto de Górecki; y unos días más tarde la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato tocaría el estreno latinoamericano de su Tercera sinfonía. Con tan interesante programación, el FIC decidió invitar a Górecki a venir a México y presenciar dichas interpretaciones.

Justo antes del concierto final de Kronos en el Festival, una de las personas con la que había trabajado cercanamente en dicha organización desde el año anterior me pidió un “enorme favor”: “¿Podrías ir con el chofer y la camioneta a recoger a Górecki al Aeropuerto de León?” ¡Cómo negarme! Y así, como hemos aprendido muchos quienes nos dedicamos a “esto” de la música, acudí muy elegante al Aeropuerto, me paré bien derechito con mi cartel en el que se leía el nombre del compositor afuera de la salida de pasajeros de vuelos internacionales. Y después de unos minutos de espera el célebre artista apareció acompañado de un muchacho más o menos de mi edad (en aquel tiempo yo tenía 27 años). Górecki vio el cartel y levantó la mano como queriendo decirme que era él. Caminaba rengueando una de sus piernas. Lo saludé y di la bienvenida en inglés. Pero movió la cabeza tratando de explicar que no hablaba ese idioma. “Français?”, dije yo. Y medio masculló “mmhh, ‘n pti peu”, en señal de tampoco hablarlo muy bien… ¡solamente polaco!

En fin. No era la primera vez que me tocaba atender a un artista con el que no había facilidad de comunicación. A señas le indiqué a él y su acompañante el camino hacia el estacionamiento. Una vez instalados en el transporte y puestos en marcha rumbo a Guanajuato, lo único que pudo decirme fue: “mon fils” (“mi hijo”, en francés), señalando al acompañante, que sólo hablaba polaco también. En el recorrido volteaba discretamente a ver al ilustre músico. Su gesto era increíblemente sereno. Aunque no sonreía, su mirada estaba en paz y sus facciones estaban relajadas.

Aquel domingo del concierto en La Valenciana me encargué nuevamente de dar la bienvenida a Górecki y, a señas, lo llevé donde se encontraba David Harrington, primer violín y líder de Kronos; más tarde lo conduje a él y a su hijo a que ocuparan sus lugares. Y después: maravillarme con la hermosa versión que hizo Kronos de su Cuarteto, sabiendo que el autor estaba presente, a unos cuantos metros de distancia.

La vida llega a tornarse difícil y, a veces, amarga. Recordar y compartir con usted, querido lector, este brevísimo encuentro con Górecki, me hace sentir hoy tal como recuerdo el gesto del músico: en paz.

Górecki para la posteridad

Para nosotros, ya en el siglo XXI, la Tercera sinfonía de Górecki debe ser escuchada como un acto de catarsis frente a los horrores de la guerra, la violencia en todas sus acepciones y la estupidez provocada por los humanos.

Íntima, nostálgica, resignada, pacífica, añorante, humilde, conmovedora, evocadora, nítida, hipnótica, desgarradora. Que sea la Tercera de Górecki la portadora de un mensaje de fe y esperanza, y que siga conmoviendo almas en todo el mundo hasta el final de los tiempos.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

DESCARGA DISPONIBLE:

MÚSICA

Versión: Dawn Upshaw, soprano. London Sinfonietta. David Zinman, director.

JOSÉ PABLO MONCAYO

Nació en Guadalajara, Jalisco, el 29 de junio de 1912.

Murió en la Ciudad de México el 16 de abril de 1958

Cumbres

José Pablo Moncayo contaba con tan sólo 27 años de edad cuando decidió abordar el lenguaje orquestal como medio de expresión. De tal suerte escribió una obra que participaría en un concurso de composición promovido por la entonces Orquesta Sinfónica de México. Moncayo la intituló Cumbres y la firmó con el seudónimo “Acteón” en abril de 1940.

La obra orquestal más característica de Moncayo, el Huapango, escrita al año siguiente de Cumbres, fue el punto de partida para varias partituras que revelan el verdadero temperamento artístico de este músico, dueño de lirismo y dominio rítmico capaz de provocar contrastes dramáticos en sus creaciones. Así pues, el Huapango abrió brecha para ese lenguaje de consolidación del Moncayo que, aún muy joven, ya era un compositor sólido y enormemente reconocido. Esas obras orquestales que siguieron en su catálogo fueron su única Sinfonía (1944) y la Sinfonietta (1945). De alguna forma, ese desarrollo culminó, primero, con sus Tres piezas para orquesta (1946-47) y posteriormente con Tierra de temporal (1949) y Bosques (1954).

Como podemos ver, Cumbres (que no ganó el citado Concurso ni se ejecutó en público) se quedó en los archiveros de Moncayo por largo tiempo, esperando ser resucitada. Y habría que agradecérselo al Huapango y la franca internacionalización que le dio a su autor pues en marzo de 1944 la Orquesta de Louisville, Kentucky, dirigida por Eugene Goossens (1893-1962) la interpretó con un gran éxito. Dicha Orquesta era reconocida, principalmente en los Estados Unidos, por su interés en comisionar nuevas partituras a compositores de todas las latitudes pero con un especial acento en el Continente Americano. Así fue cómo Moncayo recibió la invitación para presentar una nueva partitura orquestal para la Orquesta de Louisville. Sin pensarlo mucho, tomó la partitura de Cumbres y le hizo cambios sustanciales, siendo terminada en su versión definitiva el 20 de noviembre de 1953.

Robert Whitney (1904-1986), entonces Director musical de la agrupación, empuñó la batuta para dirigir el estreno mundial de Cumbres con la Orquesta de Louisville el 12 de junio de 1954. Unos cuantos meses después dichos intérpretes la grabaron para su propio sello discográfico, First Edition Records, junto con obras de Luigi Dallapiccola (1904-1975), Darius Milhaud (1892-1974) y Ulysses Kay (1917-1995).

En Cumbres somos testigos de un Moncayo en plena madurez artística. Al escuchar sus acentos, su audaz pero sencillo tratamiento armónico, sus ritmos complejos, llenos de contrastes, y el lirismo de sus melodías, no nos queda la menor duda de que Moncayo y su música deben ser venerados y revisados a fondo, para tratar de arrancar esa maliciosa etiqueta de José Pablo Huapango.

Cumbres está dividida en tres partes que se tocan sin interrupción. La primera inicia con una contundente afirmación orquestal que da paso a ritmos intrincados. La segunda sección es lenta, nostálgica, contemplativa (como el mejor Moncayo nos lo manda) con participaciones destacadas de oboe, corno inglés y el violín. La última parte es una recapitulación de los dos temas desarrollados al inicio, con la muy “tapatía” participación de los metales, concluyendo la partitura de manera magistral: con coherencia y solidez.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta de Louisville. Robert Whitney, director.

ARAM KHACHATURIÁN

Nació en Tiflis (antiguo Imperio ruso, hoy Georgia), el 6 de junio de 1903.

Murió en Moscú (entonces URSS, hoy Rusia), el 1 de mayo de 1978.

Selecciones del ballet Gayaneh

  • Danza de las doncellas de la Rosa
  • Danza de los jóvenes kurdos
  • El despertar y la danza de Ayshe
  • Danza del sable
  • Lezghinka

Instrumentación: 3 flautas (la tercera alterna con pícolos), 3 oboes (el tercero alterna con corno inglés), 3 clarinetes (el tercero alterna con clarinete bajo), 1 saxofón alto, 2 fagotes, 4 cornos, 3 trompetas, 3 trombones, 1 tuba, timbales, 4 percusionistas, piano, celesta y cuerdas.

Duración aproximada: 18 minutos.

Junto con Sergei Prokófiev (1891-1953) y Dimitri Shostakóvich (1906-1975), Aram Khachaturián fue uno de los principales compositores de la Unión Soviética. Sus primeras influencias musicales vinieron al escuchar música popular en su ciudad natal Tiflis, Georgia, y durante el resto de su vida sus composiciones permanecieron firmemente arraigadas en las tradiciones culturales de Armenia. Las melodías folclóricas regionales y los patrones rítmicos de las danzas locales fueron un elemento constante en todo su trabajo; de hecho, Khachaturián dijo una vez que su lenguaje armónico provenía de imaginar los sonidos de los instrumentos folclóricos con su afinación característica y el rango resultante de armónicos. Su música fue uno de los puentes que vincularon las tradiciones europeas y orientales durante el siglo XX.

En 1921 Khachaturián se mudó a Moscú, inicialmente para estudiar biología en la Universidad, antes de mudarse al Instituto Gnessin para estudiar cello, y desde 1929, durante los siguientes seis años, estudió composición en el Conservatorio de Moscú. A pesar de que compuso más de medio centenar de obras a lo largo de sus años de estudiante, no fue hasta la publicación de su exuberante y romántico Concierto para piano en 1936 cuando logró el verdadero reconocimiento como compositor.

Khachaturián, al igual que Tchaikovsky (1840-1893), tenía un gusto muy peculiar por la danza. En sus palabras: “Considero al ballet una gran forma artística; como la ópera, el ballet representa la síntesis de todas las artes.”

Fue que, animado por el éxito de su Concierto para piano, Khachaturián comenzó a componer la partitura de su primer ballet, Felicidad, en 1939 y que se presentó ese mismo año con gran aceptación en Ereván, la capital de Armenia. Unos años después, en 1942, comenzó a trabajar en su segundo ballet, Gayaneh, que reutilizó mucho material musical del ballet anterior y modificó sustancialmente la trama. La riqueza de colorido de esta partitura, así como su inusual instrumentación y coreografía combinando aspectos de las tradiciones populares armenias le granjeó un éxito inmediato. Gracias a ello, el compositor fue galardonado con el codiciado Premio Stalin en 1943.

Concebido en cuatro actos y seis escenas, el ballet Gayaneh es una obra profundamente patriótica que muestra el fuerte sentido del nacionalismo armenio del compositor junto con sus ideales comunistas. Su primera presentación ocurrió en diciembre de 1942 en la ciudad de Perm, donde se guarecía toda la compañía de ballet del Kirov después de haber sido evacuada, con la coreografía de Nina Anisimova (1909-1979) –quien además encarnó al personaje central en el estreno- y los decorados de Nathan Altman (1889-1970). Debido al éxito evidente de esta pieza, el Ballet Bolshoi realizó una nueva versión de Gayaneh tres años después en Moscú.

ARAM KHACHATURIÁN

La historia tiene lugar en una granja colectiva en Kolkhoz en el sur de Armenia durante los primeros tiempos de la Gran Guerra Patria, donde Gayaneh, una joven armenia pizcadora de algodón, está casada con Giko, un bueno para nada, borrachín y cobarde de pésima reputación cuya única labor parece ser maltratar brutalmente a su esposa. Ella descubre que Giko está a punto de cometer una traición a la patria, lo que pone a prueba sus creencias patrióticas frente a sus emociones personales. Al momento de verse descubierto, Giko toma al hijo de ambos como rehén y prende fuego a varias pacas de algodón. Gayaneh resulta seriamente herida en el incendio pero llega a rescatarla la Patrulla Fronteriza del Ejército Rojo y Kazakov, su valeroso comandante. Una vez que Giko es enviado a prisión, Gayaneh sucumbe ante los encantos de su salvador y se casa con él en una colorida ceremonia donde se escuchan músicas georgianas, armenias y ucranianas, además de un baile de inspiración kurda: la Danza del sable, que Khachaturián escribió un día antes del estreno mundial del ballet. En años posteriores al estreno de Gayaneh, sin embargo, la trama fue modificada varias veces, para enfatizar el romance en lugar de manifestar un entusiasmo nacionalista. De hecho, para dar cierta variedad a la trama original, se incluyó como una “sub-trama” la relación amorosa del hermano menor de Gayaneh, Armen, con una joven kurda llamada Ayshe.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica Nacional. Loris Tjeknavorian, director.

GUSTAV MAHLER

Nació en Kaliště, Bohemia (hoy República Checa), el 7 de julio de 1860.

Murió en Viena, Austria, el 18 de mayo de 1911.

Sinfonía núm. 9 en re mayor

  • Andante comodo – Allegro risoluto – Tempo I
  • Im Tempo eines gemächlichen Ländlers (En tiempo cómodo de un ländler). Etwas täppisch und sehr derb (Un poco torpe y muy firme)
  • Rondó. Burleske. Allegro assai. Sehr trotzig (Muy desafiante). Presto
  • Adagio. Sehr langsam und noch zurückhaltend (Muy lentamente pero reservado)

Instrumentación: 4 flautas, 1 pícolo, 4 oboes (el cuarto alterna con corno inglés), 3 clarinetes en si bemol, 1 clarinete en mi bemol, 1 clarinete bajo, 4 fagotes (el cuarto alterna con contrafagot), 4 cornos, 3 trompetas, 3 trombones, 1 tuba, timbales, 4 percusionistas, 1 ó 2 arpas y cuerdas.

Duración aproximada: 81 minutos.

Mein Herz. Meine Seele. Sie leiden.

¿Acaso Mahler tenía miedo de morir?

“Quién no”, respondería cualquiera. Sin embargo, existe gente que durante su vida ha alcanzado un nivel de fortaleza espiritual y emocional que, al momento de enfrentarse ante lo inevitable, lo hace con valor y con la plena aceptación de lo que no se puede alterar. Haciendo una breve disertación emocional: ¿por qué tenemos miedo a morir? ¿Por asuntos que nos aferramos a concluir y que sabemos nunca podremos terminar? ¿Por querer sanar los remordimientos acumulados en nuestra existencia? ¿Por aferrarnos a la vida, con todas sus aristas buenas y malas? ¿Por no haber disfrutado la vida que se nos regaló desde el principio?

Cierto es (porque se ha documentado en la vida de gente común y de los grandes de la historia) que la señal de que la vida es finita llega en el momento menos pensado (o esperado). En el caso específico de Gustav Mahler, Theodor Reik (1888-1969) nos comenta en sus Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler (1953):

“En 1907 las dos hijas de Mahler padecieron la escarlatina. La más pequeña se repuso, pero fue entonces cuando la mayor murió. Sabemos que Mahler sufrió mucho por la pérdida de su hija. Su mujer también. El médico vino a examinar a la señora Mahler, para la que ordenó un reposo absoluto, ya que parecía que le habría afectado al corazón. Mahler entonces dijo al doctor, a modo más bien de broma: ‘Venga, ¿no le gustaría examinarme a mí también?’ Hízolo, pues, el doctor. Mahler estaba tendido sobre el sofá y el doctor, arrodillado, junto a él. Se levantó con el semblante muy serio, y dijo con negligencia: ‘Bien, no tiene usted ninguna razón para ensoberbecerse por un corazón como el suyo.’ La señora Mahler, que es quien nos relata la escena, agrega: ‘Su veredicto señaló el comienzo del final de Mahler.’ ”

Lo que podríamos interpretar por este episodio en la vida de Mahler es que el músico, con su actitud de burla frente a la experiencia médica, pretendió jugar una mano de póker con Dios… pero no obtuvo el resultado que deseaba. Este es un momento más en la vida de Mahler en que sus demonios personales comenzaron a atacarlo, a quitarle el sueño cada vez con más ferocidad, a carcomerse frente a algo que no podría cambiar. Si revisamos cualquier período de su vida, siempre encontraremos los duros golpes que recibió al perder a su gente más cercana, empezando por su hermano menor Ernst (1862-1875), quizá la más grande tristeza que vivió de adolescente. Luego la de Hans Rott (1858-1884), su compañero de estudios, quien murió recluido en una institución mental. Antes de cumplir los treinta años de edad perdió a Bernhard (1827-1889) -su padre-, Marie (1837-1889) -su madre-, a su hermana Leopoldine (1863-1889), y a partir de ese momento el compositor comenzó a somatizar cada una de sus pérdidas afectivas en jaquecas insoportables, brotes de hemorroides con sangrados incontrolables y la manifestación (cada vez más evidente y explosiva) de una neurosis progresiva.

Entenderá ahora, querido lector, por qué Mahler sólo podía componer alejado del barullo de las ciudades, refugiándose en medio del campo: simplemente para catalizar su gigantesca neurosis al abrigo de la naturaleza.

Él, que siempre había estado tan apegado a la vida sencilla del campo, llevaba desde niño en su cabeza las retretas militares que escuchaba pasar cerca de su casa, así como las sombrías músicas que acompañaban a los cortejos fúnebres. En sus cinco primeras Sinfonías siempre existen alusiones bien marcadas de esos sonidos, y más de las marchas fúnebres que transformó en episodios orquestales de gran majestad en algunas ocasiones, y en otras “jugó” a burlarse de ellas con acercamientos ciertamente grotescos.

Ahora pensemos que, ante el diagnóstico de un severo desorden valvular en el corazón conocido como endocarditis (misma afección de la que murió su hermano menor), la mente atormentada del compositor interpretó el padecimiento como una fatalidad sin solución. Escribió Reik: “…la creencia inconsciente en el poder mágico de los deseos persistía, pero ahora tomaba la forma del temor al castigo.”

En 1908 Mahler le escribió a Bruno Walter (1876-1962):

“Hablo de enigmas porque usted no puede saber nada de lo que he pasado y lo que pasa en mi interior. No es, desde luego, un miedo hipocondriaco a la muerte como usted supone. Sé desde hace mucho tiempo que tendré que morir. Sin tratar de explicar ni de describir una cosa para la que no existen palabras, digo simplemente que de repente he perdido toda la calma y la paz interior que había alcanzado. Me encuentro cara a cara con la nada y a partir de ahora, al llegar al término de mi existencia, debo comenzar a aprender a andar y a sostenerme de pie.”

Entonces Mahler asume, por esta carta, que no tiene ninguna hipocondría. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Mahler en su viaje final de Nueva York a Europa en abril de 1911. Esta es prácticamente su última foto. Poco más de un mes después falleció en Viena. Fuente: Fundación Mahler

Lo que –también- es evidente en él es el pavor por escribir una Novena sinfonía. Ludwig van Beethoven (1770-1827), Franz Schubert (1797-1828), Anton Bruckner (1824-1896) y Antonín Dvořák (1841-1904) no vivieron mucho tiempo después de terminar sus respectivas Novenas (*). Por ello se había generado en el siglo XIX una supuesta “maldición de la novena sinfonía” que, en el caso de Mahler, era una superstición engarzada a todos los temores que hemos expuesto. Dijo Arnold Schoenberg (1874-1951): “Parece que la Novena es el límite. Aquél que quiere ir más allá debe desaparecer… Aquellos que escribieron una Novena sinfonía estaban demasiado cerca del Más Allá.”

Así, al dedicar tiempo a una nueva partitura después de su Octava sinfonía, se escabulló de la posibilidad de bautizarla como “Novena”. De hecho, la nueva obra estaba constituida por una serie de seis “lieder” para voces y orquesta basadas en poemas originales chinos, reelaborados por Hans Bethge (1876-1946) en su antología La flauta china, y englobadas en una estructura de sinfonía vocal. La tituló Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra); y toda vez que la partitura estuvo terminada le comentó a su esposa que esa era su “Novena” sinfonía, aunque no lo dijera su nombre. Con temerosa astucia quiso brincarse ese escalón supersticioso.

Pero el destino y el hambre por escribir una nueva Sinfonía alcanzarían a Mahler con todo y sus supersticiones. Podemos identificar en el “subtexto” de La canción de la Tierra que el compositor concibió en ella un emocionante himno a la vida, al disfrute de las cosas bellas y al momento inevitable de despedirse, valientemente, de todo lo tangible de la materia. De tal manera, el puente sinfónico entre sus Sinfonías 8 y 9 está establecido en esta partitura; el tránsito de “los soles y planetas en plena rotación” de la Octava hacia esa otra forma expresiva contenida en la Novena que se muestra ante nuestros oídos como un gran poema elegíaco. Queriendo escapar nuevamente de la superstición, Mahler le explicó a su compañera que su nueva Sinfonía estaba en “re mayor”, a diferencia del “re menor” de la Novena de Beethoven.

Pero la historia de esta Sinfonía no sólo está ligada a las suposiciones y miedos del autor (quién imaginaría que mientras comenzó a bosquejar la obra a mediados de 1909 él se encontraba en perfecto estado de salud aunque, eso sí, sumido en la depresión por la pérdida de su hija). El elemento más perceptible en ella es su fracturada relación marital. Debido a sus compromisos profesionales, Mahler comenzó a descuidar su relación de pareja. Eran los tiempos en los que comenzaron sus viajes a Nueva York, respondiendo a los compromisos que el músico tenía como director en la Metropolitan Opera House y, posteriormente, como Titular de la Sociedad Sinfónico-Filarmónica de Nueva York. Entre esos viajes, Alma Mahler (1879-1964) también reportó algunos problemas de salud por lo que se le recomendó que acudiera a Tobelbad (cerca de Graz) a tomar aguas medicinales. Ahí conoció a un arquitecto, algo menor que ella, Walter Gropius (1883-1969); pasaron algunas semanas juntos, y ahí el rumbo de la familia Mahler comenzó a cambiar lentamente. Gracias a su célebre encuentro con Sigmund Freud (1856-1939) en 1910, Gustav comprendió la forma en que se había alejado de su esposa y sus remordimientos no le daban descanso. Así, la Novena sinfonía de Mahler reposa –también- en esos sentimientos de culpa.

Todo lo anterior nos hace enfrentarnos a una música con una gran carga emotiva, de trazos poéticos, más cercana al cosmos que a lo mundano. El compositor Alban Berg (1885-1935) tuvo acceso al manuscrito de la Novena sinfonía de Mahler y sus impresiones las narró en una carta a su prometida, la cantante Helene Nahowski (1885-1976) en 1910:

“El primer movimiento es la cosa más celestial que Mahler haya escrito jamás. Es la expresión de un excepcional cariño por esta tierra, el anhelo de vivir en paz en ella, de disfrutar la naturaleza y sus profundidades antes de la llegada de la muerte. Porque la muerte llega,  irresistiblemente. Todo el movimiento está permeado de la premonición de la muerte. Aparece aquí una y otra vez, todos los elementos del sueño terrenal culminan en la muerte… de manera más categórica en el colosal pasaje en el que esta premonición se convierte en certeza, donde en medio del poder de la casi dolorosa alegría de la vida, la muerte misma es anunciada con gran violencia.”

En su Novena, Mahler retoma la gran tradición sinfónica del siglo XIX con un esquema clásico de cuatro movimientos en el que las secciones exteriores (ambas en diferentes tonalidades) son los cimientos de toda la obra. Esta es la Sinfonía más destacada en iniciar con un movimiento lento desde los tiempos de Franz Josef Haydn (1732-1809), con una estructura dramática abstracta y compleja en su contenido. Es, en palabras de Arnold Whittall (n. 1939): “el epítome de un ethos poético empapado en amargura, nostalgia y sublimidad pastoral.” En la reiteración del hermoso tema principal del movimiento, Mahler escribió sobre las notas: “¡Oh, días desvanecidos de la juventud! ¡Oh, amor destrozado!” Al final de esta parte nos encontramos con un grupo reducido de la orquesta que toma todos los temas y juguetea con ellos con pueril inocencia. Este Andante comodo es la continuación lógica del escenario de despedida que Mahler nos dejó en La canción de la Tierra con su emotivo “Ewig” (“eternamente”) final.

El segundo movimiento es una virginal y, a la vez, sarcástica mirada a los orígenes sonoros de Mahler en aquella forma de danza rústica austriaca conocida como “ländler”, pero trata de alejarse de cualquier sensiblería y en su desarrollo abandona el hálito inofensivo para convertirse en una especie de monstruito regordete que baila, desvergonzado, un vals vulgar y que regresará al reposo original al final de la sección. Deryck Cooke (1919-1976) acertó al decir que, con estos dos movimientos, Mahler pareció retomar el esquema que Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) usó en su Sinfonía patética (1893).

El movimiento siguiente es un rondó que Mahler marcó como “muy desafiante”; construido sobre temas aparentemente inconexos que él dedicó “a mis hermanos en Apolo”, es decir, a todos aquellos compositores que lo atacaron por su falta de técnica contrapuntística. Es esta una sección desbocada, de estupenda factura contrapuntística y con una parte central introspectiva coronada por una delicada melodía en la trompeta. Y concluye la sección con episodios tortuosos que poco a poco van cimentando un golpe infalible y salvaje.

El final de la Novena de Mahler parece encontrar paralelo en las palabras de Marcel Proust (1871-1922): “…un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan al unísono con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días.”

Esta es música extraordinariamente hermosa, con una especie de himno cantado por todas las cuerdas y que nos lleva por un viaje a lo más profundo del espíritu mahleriano. Posteriormente surge –glorioso- un solo de violín que brilla sobre una melodía en las voces graves de las cuerdas; el paso por esa visión interior del compositor avanza, se desarrolla y alcanza un primer clímax. Después, la reiteración del emocionante himno y nuestro andar por los senderos más tiernos e insospechados del espíritu de Mahler; el arpa destella en un ambiente sereno que nos conduce a un clímax aún más emocionante. Al aproximarse el final de la jornada, accedemos a un universo silencioso, alimentado por la quietud y por una beatífica luz que se cierne sobre nosotros. Probablemente sea el Paraíso en el que Mahler siempre quiso reposar. Esos pocos compases que se van desvaneciendo lentamente constituyen la música más emocionante jamás escrita. El último susurro en las violas parecería decir:

Brevis aetas, vita fugax. (El tiempo es corto, la vida fugaz).

El 26 de junio de 1912 Bruno Walter empuñó la batuta para dirigir el estreno mundial de la Novena sinfonía de Mahler con la Filarmónica de Viena. Para entonces, su autor ya descansaba en paz. En esa paz que durante tanto tiempo buscó. Y definitivamente consiguió.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

(*) Lo mismo ocurrió con la Novena sinfonía de Ralph Vaughan Williams (1872-1958). La mañana del 26 de agosto de 1958 en que Sir Adrian Boult (1889-1983) comenzó las sesiones de grabación de dicha Sinfonía con la Filarmónica de Londres el gran ausente fue el compositor: había fallecido repentinamente en su domicilio en las primeras horas de ese día.

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MÚSICA

Versión: Real Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Leonard Bernstein, director.

DIETRICH BUXTEHUDE

Nació en Helsingborg, Suecia, en 1637.

Murió en Lübeck, Alemania, el 9 de mayo de 1707.

Chacona en mi menor

Transcrita para orquesta por Carlos Chávez

CARLOS CHÁVEZ

Nació en la Ciudad de México, México, el 13 de junio de 1899.

Murió en la Ciudad de México, México, el 2 de agosto de 1978.

Instrumentación: 4 flautas (la cuarta alterna con pícolo), 3 oboes (el tercero alterna con corno inglés), 4 clarinetes (el cuarto alterna con clarinete bajo), 3 fagotes, 4 cornos, 4 trompetas, 3 trombones, 1 tuba, timbales y cuerdas.

Duración aproximada: 7 minutos.

DIETRICH BUXTEHUDE

Una chacona, como lo resumió Adolfo Salazar (1890-1958) en 1946 es: “Como vocablo, quizá sea en castellano una acepción viciosa de la manera de escribirse chançona, desde el siglo XIII al XV. Pudo haber pasado el vocablo a la América Española, lo más probablemente sin baile; se bailaría allí y vendría (o iría) de retorno a España en el siglo XVI en que los músicos no la conocían todavía por tal nombre, aunque sí lo fundamental de su procedimiento de escritura, con otros títulos, entre ellos el de canzona. Avanzado este siglo o entrado el siguiente pasó el vocablo a Italia y Francia bajo el aspecto de danza. En Francia, a lo menos, se convirtió en danza de salón, de ballet y de ópera, con aquellas características, y ya sin carácter popular español. En el siglo XVII la chacona (ciaccona) es música de cámara en Italia y Francia, siempre con los caracteres de la canzona. Como danza de salón, más bien degenerada, vuelve a España y no tarda en desaparecer en este carácter.”

Lo que las investigaciones recientes arrojan es que tanto la chacona como la zarabanda (o sarabanda) son formas danzables que seguramente llegaron al Viejo Mundo importadas de la Nueva España. Aun así, hay que destacar el importante desarrollo que tuvo la forma chacona junto con su primo hermano el pasacalle (passacaglia) a mediados del siglo XVII y principios del XVIII. En este sentido, la chacona floreció como una pieza concebida sobre un bajo ostinato en compases de tres tiempos. Las chaconas para teclado (ya fuera clavecín u órgano) más célebres de ese periodo se deben a las plumas de Girolamo Frescobaldi (1583-1643), Dietrich Buxtehude, François Couperin (1668-1733), George Frideric Handel (1685-1759) y Johann Sebastian Bach (1685-1750), entre muchos otros. Y aunque la mayoría estaban pensadas en los instrumentos de teclado, Bach nos ofrendó una de sus piezas maestras en la Chacona que corona su Partita núm. 2 para violín solo.

También mencionamos aquí a Dietrich Buxtehude, un nombre que ha sido opacado por los grandes genios de la época barroca musical. Él fue uno de los organistas más destacados de su época y su puesto como organista en la Iglesia Mariana en Lübeck fue codiciado por muchos nombres célebres al acercarse su retiro. Y ha trascendido hasta nuestros días aquella “romántica” historia en la que el joven Bach solicitó licencia de varios días a uno de sus patrones para poder recorrer unos 350 kilómetros y así poder escuchar a su héroe Buxtehude tocar el órgano.

Desde el siglo XVIII ahora nos trasladamos hasta la primera mitad del siglo XX en México, con una de sus figuras capitales en la música: Carlos Chávez. Durante su gestión como director titular de la Orquesta Sinfónica de México, que creó en 1928, Chávez combinó el podio con el ejercicio de la composición, sin olvidar su magnífica capacidad de organización y gestión, sus auspiciosos viajes al extranjero y su labor como Director del Conservatorio Nacional de Música. Su catálogo de obras comenzó a nutrirse con partituras como la Sinfonía de baile Caballos de vapor (H.P.) y la Sinfonía india, pero también tuvo una especial afinidad por el ejercicio de la transcripción orquestal retomando obras de grandes maestros barrocos.

Su cercanía con la música barroca, especialmente la de Buxtehude, es palpable en este texto, de puño y letra del propio Chávez:

“En Dietrich Buxtehude culminaban gloriosamente el arte y el saber desarrollados y acumulados durante los siglos por la iglesia. En las composiciones del gran maestro de Lübeck encontramos, casi pudiéramos decir exactamente, el mismo sentido instrumental y el mismo concepto de equilibrio de sonoridades que pueda tener un gran sinfonista de hoy día. La orquesta moderna y el órgano no son siempre necesariamente equivalentes; la verdad es que, en caso dado, la orquesta puede hacer lo que el órgano y el órgano, a su vez, puede hacer lo que la orquesta. Está aquí también presente nuestra admiración al hombre, a su severidad, a su actitud reservada y tranquila ante la vida, a su impulso elevado y constructivo.”

Así fue como, al haber realizado un trabajo de orquestación de música de Antonio Vivaldi (1678-1741), Chávez se dio a la tarea de hacer una estupenda transcripción para orquesta de la Chacona en mi menor para órgano de Buxtehude en 1937 y que estrenó él mismo al frente de la Sinfónica de México el 24 de septiembre de ese año en el Teatro del Palacio de Bellas Artes.

CARLOS CHÁVEZ

Dos años después de la primera audición de dicha transcripción, Chávez recibió una “atenta” misiva del destacado historiador musical Herbert Weinstock (1905-1971), que decía:

“La Chacona es deliciosa, la orquestación realmente magistral, pero, como todo lo que he oído de Buxtehude, me parece que sufre por un parecido (en nuestras mentes) e inferioridad a obras similares de Bach. No puedo evitar el pensar que, en la mayor parte de los casos, la opinión del tiempo es la correcta y que -por ejemplo- la fama de Buxtehude se ha desvanecido porque, a pesar de toda su maestría de medio y técnica, en realidad no tuvo mucho qué decir.”

Y Chávez, “políticamente correcto” como siempre, pero igualmente poseedor de una fuerte personalidad, tomó papel y pluma y le contestó a Weinstock:

“No estoy de acuerdo con usted acerca de Buxtehude. Realmente creo que tenía absolutamente mucho qué decir y que tuvo buen éxito en decirlo. Es verdad, sin embargo, que siempre será un ‘precursor’ del gran Juan Sebastián (Bach).”

Así, le gustara o no a quien fuera, la emotiva Chacona en mi menor de Buxtehude obtuvo un ropaje orquestal hermoso, monumental, emotivo, noble y luminoso gracias a Carlos Chávez; y es bien sabido que, desde siempre, la consideró como una obra propia.

El fagotista e investigador Carlos Bustillo (¿? – ¿?) escribió en las notas que acompañan la grabación de la Chacona que realizó el director Eduardo Mata (1942-1995) con la Orquesta Sinfónica de Londres en 1980:

“La orquestación de Chávez […] merece calificarse como uno de los trabajos más logrados entre los muchos que se han hecho sobre la música de los maestros antiguos. Con fidelidad rigurosa, como un traductor erudito, trasladó a la orquesta sinfónica las variadas sonoridades del órgano, respetando siempre el colorido y la exquisita estructura formal de la Chacona.”

Categórico fue Chávez al escribir en 1967:

“No pretendo obtener el efecto de un órgano del siglo XVII. Tampoco imitar, con una orquesta sinfónica, lo que sucede cuando Buxtehude es tocado en un órgano del siglo XX. Simplemente quise poner a la disposición de la sala de conciertos, en nuestra propia época, una pieza de música extremadamente bella que, de otro modo, estaría confinada casi al olvido.”

Importante es decir que el año en que Chávez orquestó la Chacona de Buxtehude, también compuso sus extraordinarios Diez Preludios para piano y el muy interesante Concierto para cuatro cornos y orquesta, además de aceptar invitaciones como director huésped con las Orquestas de Cleveland, Pittsburgh, Washington, Los Ángeles y Nueva York.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

P.D.- Si acaso piensa que la Chacona de Buxtehude-Chávez sólo ha sido escuchada en las salas de concierto y fonogramas, le recomiendo vea la película Arráncame la vida (2008), basada en la novela de Ángeles Mastretta (n. 1949). Ahí podrá ver y escuchar cómo esta fantástica orquestación provoca un tórrido romance entre una joven mujer reprimida y maltratada y un apasionado director de orquesta.

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica Nacional de México. Enrique Arturo Diemecke, director.

SERGEI PROKÓFIEV

Nació en Sóntsovka, Ucrania, el 23 de abril de 1891.

Murió en Moscú, Rusia, el 5 de marzo de 1953.

Concierto para piano y orquesta núm. 3 en do mayor Op. 26

  • Andante – Allegro
  • Tema y variaciones
  • Allegro ma non troppo

Cinco años después de estrenado su Primer concierto para piano, Prokófiev se dio a la tarea de iniciar su tercera obra concertante para el instrumento, con la firme intención de llevarlo en su segunda gira por los Estados Unidos y poder lucirse en el plano solista. En ese año (1917) fue cuando concluyó su Sinfonía clásica. Aun así, la idea germinal de esta obra se gestó desde 1908 para su primera visita a América; sin embargo, se cruzaron en su camino algunas obras que debía terminar para la compañía de los Ballets rusos de Sergei Diaghilev (1872-1929) así como la ópera El amor por tres naranjas.

El período más activo para esta nueva partitura ocurrió en el verano de 1917; Prokófiev se retiró a Etretât en Bretaña con la idea de dar forma a una obra súper virtuosa, de grandes proporciones orquestales. Desafortunadamente, en 1919, Prokófiev cayó seriamente enfermo y la composición del nuevo Concierto de piano se fue retrasando hasta 1921. En octubre de ese año el músico ya se encontraba en la ciudad de Chicago para iniciar ensayos de El amor por tres naranjas, cuya première dirigió él mismo el 30 de diciembre siguiente. Los días 16 y 17 de ese mes Prokófiev se presentó como solista con la Sinfónica de Chicago bajo la dirección de Frederick Stock (1872-1942) en el Orchestra Hall para estrenar su Tercer concierto para piano. En enero del año siguiente la partitura se escuchó en la ciudad de Nueva York.

Hoy día consideramos a este Concierto de Prokófiev como una de las innegables cumbres pianísticas de todos los tiempos. Pero después de su estreno en Chicago el público resultó sorprendido por su brillantez y virtuosismo… aunque los críticos no opinaron lo mismo. En su Autobiografía de 1948 Prokófiev relata que “en Chicago hubo menos comprensión que apoyo; en Nueva York no hubo ninguna de las dos cosas… (Partí de América) con mil dólares en el bolsillo y un severo dolor de cabeza.”

En una carta fechada el 6 de diciembre de 1921 en Chicago, Prokófiev escribió a Natalie Koussevitzky (la adinerada primera esposa del director de orquesta Serge): “Mi Tercer concierto para piano resultó ser una obra endemoniadamente difícil que ni siquiera he podido estudiar hasta el momento; entretanto, en los siguientes diez días estará lista para que la toque. Estoy preocupado y la he estado rumiando durante tres horas diariamente.”

Sergei Prokófiev

Para su estreno, Prokófiev hizo un análisis de su Concierto que dice: “El primer movimiento abre silenciosamente en una breve introducción. El tema es presentado por un clarinete sin acompañamiento, mismo que es retomado por los violines durante unos cuantos compases. Repentinamente el tempo cambia a Allegro con un pasaje en dieciseisavos para las cuerdas que llevan a la juguetona entrada del piano. Después del vivo desarrollo de este pasaje viene el segundo motivo de este movimiento en la voz del oboe acompañado por pizzicati de las cuerdas que luego es tomado por el piano y que lleva a un episodio de bravura. En el punto culminante regresa el Andante inicial enunciado por violines y desemboca en los dos motivos principales de esta sección con gran brillantez para culminar en un excitante crescendo

“El segundo movimiento consiste en un tema y cinco variaciones. Mientras que el Finale comienza con un tema staccato en los fagotes y cuerdas en pizzicato, que se interrumpe por la estruendosa entrada del piano. Después de que la orquesta desarrolla este tema, el piano lo retoma hasta llevarlo a una interesante culminación. Se escucha entonces un tema alternativo en los alientos. El piano les contesta con cierto humor cáustico. Todo el material es desarrollado hasta una coda brillante.”

Cuánto más, me pregunto yo, tuvieron que sufrir los críticos y los músicos rusos de aquellos tiempos que tanto criticaron estas partituras de Prokófiev cuando se enfrentaron a obras como la Suite Escita, la Tercera sinfonía y la ópera El ángel de fuego, entre otras. ¡Pobrecitos de sus “oiditos” del siglo XIX! Pero eso sí: ya sabían quién era Prokófiev, y él estaba ahí (con todo y sus manos y actitud artística de acero), le gustare a quien le gustare.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Horacio Gutiérrez, piano. Real Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Neeme Järvi, director.

ANTONIO VIVALDI

Nació en Venecia, Italia, el 4 de marzo de 1687.

Murió en Viena, Austria, el 28 de julio de 1741.

Gloria en re mayor, RV. 589

  • Gloria in excelsis Deo
  • Et in terra pax hominibus
  • Laudamus te
  • Gratias agimus tibi
  • Propter magnam gloriam
  • Domine Deus, Rex cœlestis
  • Domine Fili unigenite
  • Domine Deus, Agnus Dei
  • Qui tollis peccata mundi
  • Qui sedes ad dexteram Patris
  • Quoniam tu solus sanctus
  • Cum Sancto Spiritu

Antonio Vivaldi fue sacerdote, violinista virtuoso y profesor de gran influencia no sólo en Italia sino en gran parte de Europa continental. El llamado prete rosso (Sacerdote pelirrojo) fue también uno de los compositores más originales y prolíficos de la era barroca y escribió prodigiosamente en casi todos los géneros. Además de unas 90 óperas, decenas de obras sacras, 4 oratorios y unas 40 cantatas profanas, forjó gigantescas cantidades de música instrumental, incluidos al menos 500 conciertos para instrumentos solistas con acompañamiento orquestal. Con este enorme catálogo de conciertos, Vivaldi ayudó a establecer las estructuras que continuarían 300 años después y definiendo su forma: una estructura de tres movimientos, rápido-lento-rápido, equilibrada entre el virtuosismo individual y la unidad colectiva.

Después de abandonar sus deberes pastorales a fines de 1706, a la edad de 28 años, Vivaldi enseñó violín en un prestigioso orfanato y escuela de música para niñas en Venecia, el Ospedale della Pietà, donde había dado lecciones durante los últimos tres años. Aunque finalmente se retiró de la enseñanza de tiempo completo para poder concentrarse en encargos operísticos en otras ciudades, Vivaldi siguió proveyendo material nuevo al Ospedale hasta alrededor de 1729. Pasó varios meses en Mantua y Roma, dirigiendo sus óperas desde la producción hasta en lo musical y supervisó más estrenos de sus óperas en Viena y Praga a principios de la década de 1730. Después de cerrar ciclos en su Venecia natal y dilapidar una cuantiosa fortuna, regresó a Viena en 1741. Un mes después de su llegada, sucumbió a una enfermedad gastrointestinal y murió el 28 de julio de 1741, a los 63 años. Sus paupérrimos funerales contrastaron con toda la celebridad que alcanzó durante gran parte de su vida.

Fachada del Ospedale della Pietà en Venecia.

El Gloria en re mayor RV. 589, la obra sacra más significativa de Vivaldi, fue compuesta probablemente después de 1713 y antes de 1717, cuando Vivaldi se retiró de la enseñanza a tiempo completo en el Ospedale della Pietà. La partitura estaba claramente destinada a ser interpretada por el talentoso coro del orfanato. En esta etapa de su carrera, Vivaldi pasó de ser maestro de violín a dedicarse totalmente a la composición de música sacra y secular.

En la tradición católica romana, el texto del Gloria es un himno de alabanza utilizado como segunda parte del Ordinario de la Misa en latín, después del Kyrie. Comienza con las palabras de los ángeles, tal como las relata el Evangelio de Lucas: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. La partitura desapareció después de la muerte de Vivaldi y fue redescubierta a fines de la década de 1920, junto con otro Gloria en re mayor que es menos famoso, pero de estupenda factura.

Desde la primera interpretación moderna del Gloria RV. 589 en 1939, el primer coral de la obra ha resonado en el público de formas que Vivaldi nunca imaginó. Debido a que no había coristas masculinos en el Ospedale della Pietà, Vivaldi compuso originalmente todas las partes para cantantes femeninas. Complementó la típica orquesta barroca de cuerdas y bajo continuo (a menudo un órgano) con oboe y trompeta. La pieza consta de doce secciones, cada una de las cuales se distingue por una ambientación musical diferente. Ocho de los números están compuestos para todo el coro; los cuatro restantes cuentan con solistas, cantando solos o en conjunto con otros.

El -muy famoso- Gloria in excelsis Deo inicial establece la tonalidad triunfante de re mayor con exuberantes octavas saltando y repeticiones que generan cierto impulso. Detrás de toda la grandilocuencia, una energía desbordada lleva la música hacia adelante con florituras corales de gran brillantez. En contraste, Et in terra pax hominibus está coloreado con sombras cromáticas. Luego viene el Laudamus te, con dos sopranos y un estribillo instrumental, que proporciona más exaltación lírica al discurso sonoro. Después de dos números corales, la solemne Gratias agimus tibi y la contrapuntística Propter magnam gloriam, se desarrolla la única aria para soprano solista: Domine Deus, Rex cœlestis. Para esta lenta y entusiasta oda al Todopoderoso, la soprano se une a un solo de oboe.

La séptima sección, Domine Fili unigenite, es de una gran complejidad rítmica, especialmente para el coro. Le sigue el suntuoso Domine Deus, Agnus Dei, para contratenor (originalmente contralto) y coro, el único número de toda la partitura donde el coro se une a la voz solista en estilo responsorial. Después de otro interludio coral, el veloz y apremiante Qui tollis peccata mundi, el contratenor canta su único solo verdadero, el aria de iglesia Qui sedes ad dexteram Patris. Esta pieza nos trae material escuchado en el primer movimiento y nos prepara para la conclusión de la pieza. Todo el coro regresa para los dos números finales, Quoniam tu solus sanctus, que es una versión simplificada del Gloria in Excelsis, y el Cum Sancto Spiritu culmina en una majestuosa y emocionante doble fuga.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Solistas y Coro del St. John’s College de Cambridge. The Wren Orchestra. George Guest, director.

GIUSEPPE VERDI

Nació en Roncole, Italia, el 10 de octubre de 1813.

Murió en Milán, Italia, el 27 de enero de 1901.

Misa de Réquiem

  1. Requiem
    1. Requiem æternam & Kyrie
  2. Dies Irae
    1. Dies Irae
    2. Tuba mirum
    3. Liber scriptus
    4. Quid sum miser
    5. Rex tremendæ
    6. Recordare
    7. Ingemisco
    8. Confutatis
    9. Lacrimosa
  3. Offertorium
    1. Domine Jesu Christe
    2. Hostias
  4. Sanctus
  5. Agnus Dei
  6. Lux æterna
  7. Libera me
    1. Libera me
    2. Dies Irae
    3. Requiem æternam
    4. Libera me

Giuseppe Verdi tenía dieciséis años de edad cuando una parte sustancial de su percepción estética cambió radicalmente al leer una de las más destacadas novelas del siglo XIX: I Promessi Sposi (Los novios) de Alessandro Manzoni (1785-1873); al leerla, ésta se convirtió en su novela favorita de toda su vida. Manzoni fue un gran héroe nacional en Italia, un auténtico ejemplo hasta para los poetas de nuestro tiempo. Para Verdi, Manzoni era su héroe personal por sus logros en la política y por su inmensa calidad humana, de gran artista, por su modestia y por el aislamiento en el que siempre procuró vivir; fue, además, un hombre caritativo y líder nato -como Verdi- en el Risorgimento (la Unificación de Italia, el movimiento por la independencia que se desarrolló entre 1815 y 1870).

Verdi dirigiendo el estreno de la ópera Aída en la Ópera de París (1880).

Sabiendo que Manzoni atesoraba su privacidad tanto como él mismo, Verdi nunca hizo el intento de una reunión entre ambos. Incluso después de que la esposa del compositor, Giuseppina Strepponi (1815-1897), fue presentada a Manzoni a través de un amigo mutuo, Verdi se mostró satisfecho con la fotografía autografiada que ella llevó a casa, con la inscripción: «A Giuseppe Verdi, una gloria de Italia, de un decrépito escritor lombardo». Verdi colgó la foto en su habitación y le envió a Manzoni su foto, escribiendo en el fondo: «Lo estimo y admiro tanto como se puede admirar a cualquiera en esta tierra, tanto como hombre como un verdadero honor de nuestro país, tan continuamente en problemas».

Manzoni y Verdi se encontraron hasta la primavera de 1868, cuando el músico visitó Milán por primera vez en veinte años. Verdi informó a la Condesa Clara Maffei (1814-1886), quien organizó la reunión: «Me habría arrodillado ante él si hubiera sido posible adorar a los hombres mortales».

En noviembre de ese año falleció Gioachino Rossini (1792-1868) en París. El tremendo impacto provocado por la pérdida del destacado compositor llevó a Verdi a sugerir al editor Giulio Ricordi (1840-1912) que se organizara una Misa a la memoria de Rossini, promovida por el Ayuntamiento de la ciudad de Boloña (Italia), donde el músico pasó sus primeros años y disfrutó de sus primeros éxitos como compositor. La idea era convocar a algunos de los más destacados compositores italianos del momento para que escribieran movimientos separados que dieran forma a una suerte de Réquiem. Y en agradecimiento, el comité organizador decidió asignarle la parte final de la Misa a Verdi con un Libera me. Desafortunadamente, y como ocurre en muchos casos, faltó organización (¡y dinero!) y el estreno de esta obra nunca pudo realizarse a tiempo.

Al morir Rossini, Verdi se refirió a él como “una de las glorias de Italia”, y se preguntó: “Cuando la otra de esa glorias, que aún vive, ya no esté, ¿qué nos quedará?” Verdi se refería, definitivamente, a Manzoni.

Casi cinco años después del deceso de Rossini, Manzoni murió en Milán a los 89 años de edad, el 22 de mayo de 1873. Su deceso afectó enormemente a Verdi, pero no asistió a sus servicios fúnebres; simplemente visitaría su tumba “solo y sin ser visto”. Él quiso poner en orden sus pensamientos, reflexionar y encontrar la suficiente fuerza para hacerlo para “sugerir una forma de honrar su memoria”. Fue así que la noche que estuvo frente a la tumba de Manzoni, Verdi escribió inmediatamente al editor Ricordi para compartirle su intención de escribir un Réquiem que debería estrenarse en el primer aniversario luctuoso de Manzoni, ofreciéndose a dirigir él mismo y correr con los gastos necesarios para esa ocasión. Así, bosquejó su Misa de Réquiem retomando la idea germinal de su Libera me a Rossini, y que siempre pensó más para las salas de concierto que para los templos. Y ello tiene una razón de ser: Verdi nunca fue un hombre religioso, algo que siempre le reprochó su esposa.

La génesis del Réquiem comenzó el 25 de junio de ese año cuando Verdi y su compañera de vida se trasladaron a París; ahí comenzó la composición de la obra, que siguió en Sant’Agata en el otoño siguiente y en Génova en el invierno. Para el 10 de abril de 1874 el Réquiem estaba listo y los ensayos organizados para mayo.

El Réquiem de Verdi ha sido tildado en innumerables ocasiones por sus diversas características, más “escénicas” que religiosas, aunque es importante manifestar que algunos pocos críticos han salido en defensa de la partitura. Ese es el caso particular de Dyneley Hussey (1893-1972), quien afirmó alguna vez: “Si aceptamos la premisa de que el Réquiem tiene estrofas que con frecuencia son dramáticas y que iban a ser puestas en música por compositores italianos del siglo XIX, es absurdo criticarlo por no ser una composición de Bach o Byrd o cualquiera que sea el ideal del crítico como compositor ‘religioso’.” Pero, para otros, la teatralidad de este Réquiem les parecía similar a “una Aída sin palmeras”

Como menciona David Cairns (n. 1926): “El Réquiem [de Verdi] ciertamente no es religioso de una manera ortodoxa. Ni el de Brahms, ni la Grande Messe des morts de Berlioz. Incluso en la Missa Solemnis de Beethoven, Dios es, en cierto sentido, la proyección, la creación de temores y anhelos humanos. Al igual que Berlioz, Verdi fue un humanista que mantuvo un arrepentimiento por sus creencias infantiles. Pero tuvo poco uso para la iglesia histórica (basta escuchar la escena del Gran Inquisidor en Don Carlos o la música sombría y brutal que acompaña a la procesión de herejes condenados en esa misma ópera); y las críticas que emanaban de la jerarquía católica cuando murió Manzoni no llevaron a Verdi más gentilmente hacia ella.”

De alguna forma, es notable la semejanza que existe entre algunas melodías de esta partitura de Verdi y alguna de música operística del mismo autor; por ello, algunos comentaron que el espíritu religioso de la obra fue parcialmente oscurecido por su poder dramático. Como quiera que sea, las críticas medulares a este Réquiem fueron retractándose paulatinamente, como lo fue el caso de los comentarios de Hans von Bülow (1830-1894), quien al día siguiente del estreno del Réquiem de Verdi hizo publicar un anuncio en el periódico (¡qué ocioso!) en el que se leía: “Hans von Bülow no asistió al espectáculo presentado ayer en la Iglesia de San Marcos. No debe ser contado entre los extranjeros apiñados en Milán para oír la música sacra de Verdi.” Y tales palabras cristalizaban la opinión que von Bülow tenía de Verdi: “el todopoderoso corruptor del gusto artístico italiano”. Así, calificó al Réquiem como “su última ópera con ropajes eclesiásticos”. La actitud de von Bülow fue catalogada como “pedantería prusiana” y Johannes Brahms (1833-1897), al estudiar la partitura del Réquiem de Verdi, afirmó que “Bülow hizo el ridículo; esta es la obra de un genio”.

Curada su envidia (quizá), von Bülow se retractó de sus comentarios posteriormente, y dijo: “…junto a las severas frases tan quejumbrosas del Ingemisco, del Recordare, del Lacrymosa, del Hostias, del Lux æterna y del magnífico Agnus Dei, frases en las cuales parece oírse un misterioso eco de canto gregoriano; junto a la jubilosa exaltación del Sanctus y del dramático ‘fugato’ Libera me Domine, hallamos la fuga irresistible del Dies Irae y la terrible sonoridad del Tuba Mirum, que nos recuerda de manera implacable al ‘Juicio final’ de Miguel Ángel.”

El Réquiem de Verdi fue estrenado en la Iglesia de San Marcos de Milán, Italia, el 22 de mayo de 1874, justamente en el primer aniversario luctuoso del poeta Manzoni. Los solistas en aquella ocasión fueron Teresa Stolz (1834-1902), Maria Waldmann (1844-1920), Giuseppe Capponi (1832-1889) y Ormondo Maini (1835-1906), con una orquesta de más de 100 músicos y un potente coro con 120 voces.

Monumento al poeta Alessandro Manzoni en Milán, Italia.

A manera de guía, he aquí un breve análisis de cada una de las secciones que componen esta Misa:

1.- Requiem æternam. Kyrie Eleison. En la parte inicial de esta sección el coro canta “a media voz”; poco a poco el discurso musical crece en volumen e intensidad hasta llegar al Kyrie, en el que los solistas entonan su canto como una plegaria insistente y conmovedora, que clama piedad. Su conclusión en el Christe Eleison se caracteriza por una serie de elegantes frases, como si llevaran esta plegaria al cielo.

2.- Dies Irae, que se compone de Tuba Mirum; Mors stupebit; Liber scriptus proferetur; Quid sum miser. El Dies Irae inicia con una proclama poderosa, tremenda, casi horrorizante, que Verdi desarrolló de una forma genial y totalmente teatral, y en la que incluye, justo antes de iniciar el Tuba Mirum, cuatro trompetas que se escuchan en la lejanía y que hacen un contraste extraordinario con la masa orquestal en el escenario. De las secciones que componen la primera parte del Dies Irae, quizá la más conmovedora puede ser el Quid sum miser, en la que soprano, mezzosoprano, tenor, dos clarinetes y fagot, nos brindan una melodía con la que se escucha un texto poderosísimo: “¿Qué dirás, alma mía, a quien elevarás tus ruegos?”; continúa esta sección con el férreo Rex tremendæ majestatis, para continuar con el Recordare, invocando el nombre de Jesús por la soprano y la mezzo; posteriormente llega el Ingemisco, en el que la voz del tenor encarna a la del pecador arrepentido; el Confutatis maledictis (protagonizada por el bajo barítono) y que estalla retomando el tema del Dies Irae inicial. Toda esta sección concluye con gran dramatismo en el Lacrymosa, la imploración por el descanso eterno, sección en la que Verdi obtuvo la máxima belleza mediante diversas modulaciones hasta llegar al intenso Amén final.

3.- Ofertorio. Domine Jesu Christe. Esta es la plegaria que se eleva a Jesucristo, el rey de la Gloria, para que libere a los fieles del castigo infernal. Al interior de esta sección puede escucharse la voz del tenor que entona Hostias et precis tibi.

4.- Sanctus. Después de una fanfarria inicial y de la exclamación del Sanctus por parte del coro, Verdi elabora todo el texto como una fuga en ritmo muy vivo, para doble coro.

5.- Agnus Dei. Las dos primeras plegarias corren a cargo de las voces femeninas solistas y la última procede del coro, para culminar en la reiteración de la soprano y la mezzo acompañados por tres flautas (“Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo…”).

6.- Lux æterna. Comunión. Aquí puede escucharse una reiteración del tema del Requiem æternam en la voz del bajo barítono.

7.- Libera me. Absolución. Verdi recupera en esta última sección el intenso dramatismo inicial; el coro irrumpe con el Dies Irae, la orquesta retoma de manera vibrante el material del Introito, con la posterior participación del coro sin acompañamiento, para dar cabida a una rápida y vigorosa fuga, en la que coro, orquesta y soprano son los principales protagonistas.

Para concluir, vale la pena recordar los comentarios de David Cairns: “El Réquiem de Verdi es, entre otras cosas, la protesta apasionada de un hombre que se rebela contra lo indignante que es la muerte. Arrigo Boito (1842-1918), cercano colaborador y amigo de Verdi, experimentó una impresión similar cuando vio a su colega en su lecho de muerte: ‘Nunca he tenido un sentimiento de odio contra la muerte, de desprecio por ese poder misterioso, ciego, estúpido, triunfante y cobarde… Él [Verdi] también lo odiaba, porque para él era la expresión más poderosa de la vida que se pueda imaginar’.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA DISCO 1

MÚSICA DISCO 2

Versión: Joan Sutherland, soprano; Marilyn Horne, mezzosoprano; Luciano Pavarotti, tenor; Martti Talvela, bajo. Coro de la Ópera Estatal de Viena. Orquesta Filarmónica de Viena. Sir Georg Solti, director.

NINO ROTA

Nació en Milán, Italia, el 3 de diciembre de 1911.

Murió en Roma, Italia, el 10 de abril de 1979.

Música para La Strada

Música para la trilogía de El padrino

NINO ROTA

Nino Rota se inició en el mundo de la composición siendo muy joven bajo la guía de Ildebrando Pizzetti (1880-1968) y Giacomo Orefice (1865-1922), de quienes sin duda derivó su amor por la escritura clara, evocadora, tanto instrumental como vocal por con rasgos netamente italianos. Rota demostró una musicalidad madura casi desde sus inicios como compositor. En 1922, con solo once años, compuso el oratorio L’infanzia di San Giovanni Battista (La infancia de San Juan Bautista) para solistas, coro y orquesta, cuyas interpretaciones fueron recibidas con entusiasmo tanto en Italia como en Francia.

Ingresó al Conservatorio de Milán y al mismo tiempo estudió en privado con Alfredo Casella (1883-1947); en 1930 recibió un diploma de la Academia de Santa Cecilia en Roma. Ese mismo año viajó a los Estados Unidos llevando en su maleta un oratorio, la ópera Il Principe Porcaro (1926), basada en Hans Christian Andersen (1805-1875) y un puñado de obras de cámara; así ingresó al Instituto Curtis de Música de Filadelfia gozando con una beca de estudios.

Allí trabajó con Fritz Reiner (1888-1963), aprovechando sus fines de semana para hacer frecuentes visitas al apartamento de Arturo Toscanini (1867-1957) en Nueva York. Aquí tuvo la oportunidad de mezclarse con muchos músicos ilustres, incluidos Samuel Barber (1910-1981), Aaron Copland (1900-1990) y, quizá el más importante de todos, Ralph Vaughan Williams (1872-1958). En efecto: la influencia del inglés Vaughan Williams se hizo evidente en el arte de la orquestación y el gusto por los paisajes musicales llevados a los extremos. A su regreso a Italia, Rota estudió la licenciatura en literatura y se graduó con una tesis sobre el teórico y compositor del siglo XVI Gioseffo Zarlino (1517-1590), el codificador de la octava de doce notas y de la tonalidad moderna basada en escalas mayores y menores, antes de convertirse en un profesor de armonía y composición, primero en Tarento en 1937 y posteriormente en Bari hacia 1939.

Su sorprendente producción musical para la industria cinematográfica comenzó aproximadamente al mismo tiempo, en 1933, con la banda sonora de Treno popolare de Raffaello Matarazzo (1909-1966). A esto le siguió una serie de proyectos que lo vieron colaborar con casi todos los grandes directores del siglo XX como Luchino Visconti (1906-1976), Federico Fellini (1920-1993), Franco Zeffirelli (1923-2019), y Francis Ford Coppola (n. 1939), entre muchos otros. Su trabajo cinematográfico le valió un premio Óscar por la cinta El padrino – Parte 2 en 1974 y casi sin parar hasta poco antes del final de su vida. De hecho, la partitura para la película Huracán de Jan Troell (n. 1931) la concluyó unos meses antes de su muerte en 1979.

GIULIETTA MASINA EN «LA STRADA»

La Strada (La calle), película de 1954, es la tercera colaboración importante entre Rota y Fellini después de cintas como Lo sceicco bianco e I vitelloni. Los temas musicales los escribió Rota después del rodaje de la cinta, para sustituir la música que había elegido Fellini originalmente como una guía durante la filmación. Dicha música era de Arcangelo Corelli (1653-1713): su muy famosa Sonata para violín y bajo continuo sobre La Folia, algo totalmente ajeno a la historia de Gelsomina y Zampanó, los humildes personajes de clase baja de la Italia de la posguerra.

En palabras de Francesco Lombardi, uno de los analistas más destacados de la obra de Rota, la partitura para La Strada “es un resumen de la colaboración musical entre Fellini y Rota, y en un sentido más general del período dorado que vivió el cine italiano en los años cincuenta y principios de los sesenta, en el que la música de Rota tuvo un papel preponderante.”

De muchos de los momentos célebres en esta música podemos contar la música que acompaña a la troupe de cirqueros de la que es parte Zampanó y el delicado e inocente retrato musical de Gelsomina, la dulce muchacha que fue vendida por su madre a Zampanó, y que es escuchado en un solo de trompeta.

La Strada contó con las actuaciones de Giulietta Masina (1921-1994) como Gelsomina, Anthony Quinn (1915-2001) en el papel de Zampanó, y Richard Basehart (1914-1984) encarnó a “el loco”. Dicha cinta se hizo acreedora a un Premio Óscar como Mejor Película Extranjera en 1956.

MARLON BRANDO EN «EL PADRINO»

La saga de tres partes de El padrino de Francis Ford Coppola, cuyas entregas fueron estrenadas en 1972, 1974 y 1990, respectivamente, constituye uno de los mayores logros artísticos y éxitos financieros en la historia del cine de Hollywood. La trilogía de Coppola ofrece una mirada sensible y detallada a todo un segmento de la vida estadounidense frente a la diáspora italiana al retratar dos culturas concurrentes a lo largo de la mayor parte del siglo XX.

A través de observaciones analíticas sobre la forma y el significado de los logros de Coppola y Rota, es interesante observar cómo un cineasta y un compositor trabajaron para revisar las convenciones de la película criminal estadounidense considerando la era de Vietnam al tiempo que ofrece una crítica del capitalismo representado por el inframundo criminal, su violencia inherente y la lucha que ocurre entre los poderosos funcionarios hollywoodenses sobre la realización de la película. En última instancia, los elementos de esta obra artística se suman considerablemente al impacto y al estilo cinematográfico de la visión épica de Coppola de una dinastía criminal italoamericana.

La trilogía de El padrino dura un total de 545 minutos que consta de 76 historias que abarcan toda la gama del género literario, desde la mitología clásica hasta la moderna, que revisan una gran cantidad de tipologías cinematográficas familiares, como las primeras imágenes de gánsteres, el cine negro y la épica espectacular. Esta trilogía está exuberantemente realzada por una banda sonora que se extiende a lo largo de tres horas: Rota compuso las partituras originales para las Partes I y II, mientras que el padre de Coppola, Carmine (1910-1991), escribió la música incidental y la partitura original de la Parte III. Aunque Rota y Carmine Coppola compartieron un Óscar por la Parte II (por Mejor partitura original), no pueden (ni deben) ser considerados como coautores de la banda sonora de la Trilogía en la medida en que las diferencias estilísticas y cualitativas que marcan las obras de los dos compositores son demasiado dispares para justifica una comparación.

Los motivos de cada uno de los autores fueron «subrayar» los conceptos de “Italianidad” (para Rota) e “Italianicidad” (en el caso de Coppola), un cuasi leitmotiv que es aparente no sólo en meros términos musicales sino también psicológicos.

En el caso específico del muy famoso Tema de amor de la Parte I de El padrino, Rota añadió una nota explicativa a la partitura que manifiesta, mejor que cualquier análisis, el espíritu y el sentimiento detrás de esta música: Escena de amor ‘motivo como en una ópera o romance siciliano’ – ‘el sonido de mandolinas y guitarras tocando afuera’.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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SELECCIONES DE LA MÚSICA PARA «LA STRADA»

SELECCIONES DE LA MÚSICA PARA «EL PADRINO»

Versión: Orquesta Filarmónica de La Scala (Milán). Riccardo Muti, director.