Concierto para violín y orquesta en re mayor, Op. 77
- Allegro non troppo
- Adagio
- Allegrio giocoso, ma non troppo vivace – Poco più presto
“Puro como un diamante; suave como la nieve…”
Joseph Joachim
El manantial que originó el Concierto para violín de Brahms brotó por un sentimiento primordial: el cariño. Y éste fue alimentado por dos vertientes: la amistad que Brahms cultivó con el violinista Joseph Joachim (1831-1907) y su instantáneo enamoramiento por Italia.
Cuando Joachim y Brahms se conocieron en mayo de 1853 ambos eran veinteañeros, pero el violinista ya era una celebridad junto a un cuasi desconocido compositor pero de quien ya comenzaba a decirse mucho. Su amistad era tan sólida que disfrutaban mucho pasar tiempo juntos y compartir experiencias; de hecho, fue Joachim quien le insistió a Brahms que visitara a la pareja Schumann -Robert (1810-1856) y Clara (1819 1896)- pues intuía que algo bueno saldría de ese encuentro (¡y vaya si lo fue!).
Y en lo que toca a Italia, basta decir que la experiencia para Brahms fue una de las más felices que haya vivido hasta ese momento. Según Walter Niemann (1876-1953): “él (Brahms) simplemente se rehusó a ver los múltiples manchones negros del radiante escudo de esa tierra gloriosa y su muy talentosa gente.” Fue durante su primera visita a Italia, pacífica y despreocupada, que Brahms dejó crecer su emblemática barba; él explicó que “un hombre bien rasurado es tomado por un actor o un sacerdote”. Ahí, experimentó su primer viaje marítimo al cruzar el Mediterráneo para llegar a Sicilia. No le atraía tanto la música italiana, pero adoraba su arte, las caminatas y… ¡el vino! Pero más allá de pasar momentos de inmenso solaz, podemos notar que las obras que Brahms escribió después de este primer viaje hicieron más sólido su equilibrio estético.
Al regresar de Italia, Brahms comenzó a trazar los bosquejos de lo que sería su Concierto para piano No. 2; sin embargo, decidió posponer esa partitura para, finalmente, coronar la amistad que Joachim y él se profesaban con la composición de un Concierto para violín. Así, se concentró en dicha obra durante el verano de 1878 que pasó en Pörtschach (en Pressbaum, Austria) donde unos meses antes terminó de escribir su Segunda sinfonía. El clima bondadoso y la radiante Naturaleza a su alrededor propició que detonara su experiencia espiritual vivida en Italia. Así, el primer boceto del Concierto fue la continuación lógica del ambiente pastoral de la Sinfonía No. 2, tan transparente y luminoso como el lago Wörthersee (cercano al lugar de veraneo del músico) o el radiante sol mediterráneo de Italia.
Para su Concierto de violín, Brahms escogió la misma tonalidad que en su Segunda sinfonía (re mayor) y decidió estructurarlo en cuatro movimientos. Pronto se dio cuenta que era un exceso y eliminó los movimientos internos y reescribió el Adagio; aparentemente, el scherzo que escribió en la versión original del Concierto de violín fue usado después como segundo movimiento del Segundo concierto para piano.
Y algo de lo que más disfrutó Brahms en este proceso creativo fue el trabajo constante junto a su amigo Joachim, de quien recibió múltiples consejos no sólo en lo que tocaba a la técnica instrumental sino en asesoría composicional pues, además de ser violinista virtuoso, Joachim era un sólido compositor. Esa estrecha colaboración llevó a Joachim a escribir la extensa cadenza del primer movimiento y le granjeó la dedicatoria de la obra (aunque, secretamente, Brahms pensó dedicársela a Pablo de Sarasate [1844-1908]).
El estreno del Concierto para violín de Brahms ocurrió el 1 de enero de 1879 con la Orquesta de la Gewandhaus en Leipzig con Joachim en la parte solista y el autor en la dirección. Para su mala fortuna, la obra fue recibida con frialdad. Dicen algunos cronistas que esa noche “el público estaba más pendiente de cómo Brahms se acomodaba los tirantes de sus pantalones que de la música misma”. Y las opiniones se dividieron: el director y pianista Hans von Bülow (1830-1894) señaló que este era “un Concierto en contra del violín”; muchos años después, el violinista Bronislaw Huberman (1882-1947) declaro que “es un Concierto para violín contra la orquesta… ¡y el violín gana!”
El magno primer movimiento de esta obra está inundado de hermosas melodías (Brahms dijo que en el aire de Pörtschach “flotan tantas melodías que uno debe tener cuidado de no pisarlas”). La serenidad de los primeros compases de esta sección nos recuerda, inmediatamente, la introducción de la Segunda sinfonía de este autor.
El Adagio es, definitivamente, uno de los momentos más encantadores de toda la literatura brahmsiana pero, al mismo tiempo, es una música ciertamente curiosa: un solo de oboe nos trae una gentil melodía que esperaríamos fuera reiterada por el solista. Sin embargo, al momento de comenzar a cantarla, el violín la desarrolla, la transforma en una rapsodia y la idea fundamental propuesta por el oboe cambia radicalmente. Aun así, el movimiento culmina con la reiteración de la melodía inicial que lleva a un cierre inmaculado.
El final está sazonado con un toque “alla zingarese” (a la húngara), como homenaje a la patria que vio nacer a Joachim, con grandes explosiones de alegría. Hacia el final, escuchamos una marcha que lleva a este Concierto a un extraordinario final.
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
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Versión: Henryk Szeryng, violín. Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Bernard Haitink, director.