LILI BOULANGER (1893-1918)

D’un matin de printemps (De una mañana de primavera)

 

Ernest Boulanger (1815-1900) fue un profesor de canto que contrajo nupcias con una princesa rusa de nombre Raissa Myshetskaya (1856-1935) su alumna en el Conservatorio de París. De dicha relación nacieron dos niñas que, desde muy temprana edad, recibieron el apoyo de sus padres para dedicarse a la noble labor de la música. La mayor era Nadia (1887-1979), quien ingresó al Conservatorio a los 10 años de edad como alumna de Gabriel Fauré (1845-1924) y contando 22 años de vida se hizo acreedora al Segundo lugar del prestigioso Premio de Roma de composición.

Su hermana menor era Lili, quien también gozó de la tutoría de Fauré y que descubrió en ella un oído absoluto, siendo aún muy pequeña. Cuando su hermana mayor asistía a sus clases en el Conservatorio, Lili (de unos seis años de edad) la acompañaba y escuchaba las lecciones de teoría musical, sentada en silencio en los salones. Pronto comenzó clases de órgano con Louis Vierne (1870-1937) y sus intereses instrumentales se expandieron al estudio del violín, el violonchelo y el piano, además de que gustaba de cantar.

Para mala fortuna de Lili, a los dos años de edad sufrió una grave neumonía lo cual desencadenó en ella una serie de padecimientos que la condenaron, desde niña, a tener una condición de salud muy frágil. De hecho, su talento precoz la llevó a participar (como lo hizo su hermana Nadia) en el Premio de Roma cuando contaba con 18 años de edad; sin embargo, sus constantes enfermedades la orillaron a abandonar la competencia. Un año después, en 1913, Lili fue la primera mujer en ganar el Primer lugar de ese certamen con su Cantata Fausto y Helena, que fue escrita (como se solicitaba en el Concurso) durante cuatro semanas de aislamiento en el Palais de Compiègne.

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Lili Boulanger hacia 1913. Foto de Henri Manuel.

Es muy curioso, pero igualmente comprensible, que debido a su situación quebrantable, y la sempiterna melancolía que le provocó la muerte de su padre en 1900, que en ella nació una inspiración inaudita y la convirtió en la compositora que siempre fue, cultivando un lenguaje dominado por los sentimientos de pérdida y desolación.  El lenguaje musical único que forjó Lili Boulanger es excepcional, y que desarrolló alejándose de las reglas armónicas que había aprendido en el Conservatorio, aunque con la sana influencia de las músicas de Fauré y Debussy (1862-1918).

Lili compuso un díptico orquestal hacia enero de 1918: D’un matin de printemps (De una mañana de primavera) y D’un soir triste (De una noche triste). Al escuchar ambas piezas encontramos en D’un soir triste una premonición, infelizmente realista, de un artista ciertamente agonizante que se encuentra en el umbral de la muerte; y, en contraste, D’un matin de printemps es una música fugazmente radiante. Aunque las dos piezas son muy diferentes en su contenido emocional, el material básico sobre el que están construidas es muy similar.

De acuerdo con Gerald Larner (1936-2018): “El tema principal de D’un matin de printemps, presentado por las flautas en contraposición de un ostinato ligeramente articulado en las voces agudas de las cuerdas, es una pequeña melodía gozosa con ritmos marcados. Cuando (esta melodía se traslada) al arpa, la voz de un violonchelo nos brinda una elegante variación y las dos melodías se desarrollan en un contrapunto ingenioso y colorido. En la sección central, inspirada en por las voces expresivas de las cuerdas, la orquesta adopta una visión más poética y cada vez más apasionada de la naturaleza de la primavera, y que solamente se detiene con la entrada del corno con sordina y la trompeta que se escuchan impacientes por retomar la idiomática del principio. Sin embargo, en lugar de recuperar inmediatamente el tema principal en su forma y tonalidad originales, Lili lo reserva burlonamente para el clímax principal de la pieza, poco antes de su explosivo final.”

Después de escribir D’un matin de printemps y D’un soir triste, las premoniciones de muerte de Lili comenzaron a materializarse; su salud se debilitó cada vez más a causa de una ileítis que derivó en una colitis ulcerosa que la llevó a la tumba el 15 de marzo de 1918. Ella tenía entonces 24 años de edad. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que ningún compositor en la historia ha muerto tan joven habiendo logrado tanto en tan poco tiempo.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de la BBC de Manchester. Yan Pascal Tortelier, director.

FÉLIX MENDELSSOHN-BARTHOLDY (1809-1847)

Sinfonía núm. 4 en la mayor, Op. 90, Italiana

  • Allegro vivace
  • Andante con moto
  • Con moto moderato
  • Finale: Saltarello – Presto

 

Mendelssohn tenía veintiún años de edad en el otoño de 1830 cuando realizó un fructífero viaje por Italia animado por Goethe (1749-1832), su mentor, y por Carl Friedrich Zelter (1758-1832), uno de sus profesores; gracias a este viaje quedó especialmente maravillado con ciudades como Venecia y Florencia; los resultados emocionales fueron más que evidentes, y narró diariamente sus experiencias a su familia por medio de vibrantes cartas que, de una forma u otra, trataban de reflejar las escenas emocionantes que él tuvo ante sus ojos. No es ocioso pensar que, con su impresionante vena melódica y su gran capacidad para plasmar en sonidos lo que pasaba por su alma, Mendelssohn tuvo que poner manos a la obra para incluir algunos aspectos de su viaje en diversas partituras. Su intención no estaba orientada a escribir música programática en la que aparecieran fielmente retratados el entorno natural italiano, su gente o su exquisita historia que en algunos lugares está bien documentada con tan sólo echar un vistazo a sus edificios y monumentos.

mendelssohn

Mendelssohn

Lo que él tuvo en mente hacer fue escribir una Sinfonía que reflejara, en su conjunto, su respuesta emocional a dicho viaje. La intensa frescura italiana aparece en esta obra desde su primer acorde, que nos lleva a un movimiento que se mueve continuamente con algarabía, exponiendo una exquisita melodía en las cuerdas y que va creciendo en emoción hasta que esta sección concluye. Todo ello es el resultado del optimismo y la vitalidad que provocó en Mendelssohn su jornada italiana; Curiosamente, los primeros dieciséis compases de esta sección fueron bosquejados en la capilla de Holyrood en Edimburgo (una figura melódica que se hizo recurrente en otras partituras de Mendelssohn como sus oratorios Elías y San Pablo). El segundo movimiento contiene un ambiente diametralmente opuesto: aunque algunos entendidos lo han denominado como si fuera “una marcha de peregrinos” y por mucho que el compositor haya concebido la sección en tonos claroscuros y con un discurso musical casi religioso, nunca fue su intención que el escucha se hiciera una imagen preconcebida aunque, sería válido pensar, que aquí Mendelssohn evoca de muchas formas la música de Franz Schubert (1797-1828). Parecería que si en algún momento del viaje este músico sintió nostalgia por su patria ello está plasmado en el tercer movimiento, con su muy sensible melodía en los violines al iniciarse éste o bien el trío en el que participan los fagotes y los cornos, con llamadas a distancia que bien podría tomarse como el antecedente directo del Nocturno de El sueño de una noche de verano, cuya música incidental escribió en 1842. La más intensa relación (y la más obvia también) entre esta música y el país que la inspiró reside en el último de sus movimientos, denominado Saltarello, pensado en el mismo ritmo que aquella famosa y muy viva danza italiana y que pone a prueba a la orquesta en pleno por su virtuosismo e intenso carácter.

Mendelssohn bosquejó gran parte de su Sinfonía italiana durante el invierno de 1833 en Roma y la terminó a su regreso a Alemania. Su estreno ocurrió en Londres durante un concierto de la Sociedad Filarmónica de aquella ciudad el 13 de mayo de ese mismo año en Hanover Square bajo la dirección del compositor; sin embargo, no estuvo del todo convencido de publicarla por lo que permaneció inédita hasta después de su fallecimiento. Es por ello que se le conoce como Cuarta sinfonía –por el orden en el que fue publicada, aunque en realidad por la fecha de su composición ésta se encuentra entre la concepción de la Sinfonía Reforma (hoy núm. 5) y la llamada Sinfonía escocesa (la actual núm. 3).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta de Cámara de Europa. Yannick Nézet-Séguin, director.

NIKOLAI RIMSKI-KÓRSAKOV (1844-1908)

Capricho español, Op. 34

  • Alborada
  • Variaciones
  • Alborada
  • Escena y canto gitano
  • Fandango asturiano

 

Quizá la siguiente hipótesis sea una mera casualidad, o un asunto que nos remita a diseccionar las vertientes artísticas que recorrieron Europa durante siglos de un punto a otro: los rusos escribieron muy buena música “española”. “¿Cómo?” podrá preguntarse usted, querido lector. Si hacemos un brevísimo recorrido por las composiciones de varios rusos nos percatamos que sus aportaciones sonoras, de clara influencia mediterránea, específicamente ibérica, poseen un refinado sentido de “lo español” (dicen por ahí que también los franceses han escrito la mejor “música española”, como Maurice Ravel [1875-1937], Georges Bizet [1838-1875], Édouard Lalo [1823-1892], Emmanuel Chabrier [1841-1894] o Claude Debussy [1862-1918]). Para dar cuenta de ello basta escuchar algunas piezas como la Danza española de El lago de los cisnes o la Danza del chocolate de El cascanueces, ballets de Tchaikovsky (1840-1893), la exuberante Jota aragonesa de Mijaíl Glinka (1804-1857), la Serenata a la española para cuarteto de Alexander Borodin (1833-1887), o bien la Serenata española para cello y orquesta de Glazúnov (1865-1936).

En este recuento no podía faltar una pieza orquestal de un gran colorido que sólo podía venir de la pluma de Nikolai Rimski-Kórsakov, uno de los grandes maestros de la instrumentación en la historia: me refiero al Capricho español, escrito en 1887 y estrenado dos años más tarde como parte de los eventos rusos organizados alrededor de la Exposición Universal de París en 1889. El propio autor relató que él se encontraba disfrutando de su descanso veraniego en la ribera del lago Nyelay, cuando se le ocurrió bosquejar el Capricho español a partir de varias ideas que tenía listas para una fantasía para violín y orquesta sobre temas españoles. Y recuerda que gracias a su exuberante y extrovertida orquestación, los músicos de la Sociedad Musical Rusa aplaudieron eufóricos al concluir el primer ensayo de la obra.

Rimsky-Korsakov

Él mismo explicó, también, el contenido de este Capricho español: “Los cambios de timbres, la elección de diseños melódicos y patrones figurativos, que apelaban claramente a cada uno de los instrumentos ‘solistas’ en sus breves y virtuosas cadencias, el ritmo de los instrumentos de percusión, entre otras cosas, constituyen aquí la verdadera esencia de la pieza y no su orquestación como tal. Los temas españoles, o carácter de danza, me proporcionaron material muy valioso para ponerlo en uso en efectos orquestales multiformes.”

El Capricho español de Rimski-Kórsakov da inicio con una suerte de serenata matutina, viva, colorida, luminosa y sonriente con el nombre de “Alborada”; la sección siguiente es una serie de variaciones con carácter atmosférico y contemplativo, protagonizadas por las voces del corno francés que alterna en momentos con el corno inglés. Repentinamente, irrumpe nuevamente el tema de la “alborada”, mucho más breve y con cierto sabor militar. Sin interrupción alguna, se escucha un redoble de tarola y una espectacular fanfarria en los metales. Ahí da inicio una breve “Escena” que permite el despliegue virtuoso en breves cadenzas para el violín, flauta, clarinete y el arpa, que son ligadas brevemente por un sensual “Canto gitano” imaginado por el compositor que es desarrollado de una forma espectacular; el clímax del “Canto gitano” nos lleva a la parte final, el “Fandango asturiano” que está diseñado (también) en el esquema de tema y variaciones y con españolísimo sonido de las castañuelas dándole aún más color a esta sección. Al final, en la “coda” de este movimiento, regresa furtivamente el tema de la “alborada” para concluir la pieza en una auténtica orgía sonora.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica de Gotemburgo. Nëeme Järvi, director.

GABRIEL FAURÉ (1845-1924)

Cantique de Jean Racine, Op. 11

Fauré comenzó a mostrar su talento musical natural siendo muy niño, por lo que su padre decidió solicitarle una beca para que comenzara sus estudios en la École de Musique Classique et Religieuse, también llamada École Niedermeyer en honor a su fundador y director. Fue así que en 1854 el muchacho de tan sólo nueve años de edad comenzó sus estudios en aquella Institución que se extendieron durante once años, en las que estuvo bajo la guía de diversos profesores, entre ellos Camille Saint-Saëns (1835-1921).

Su graduación tuvo lugar en el año 1865 con una breve pieza que había escrito un año antes para coro y piano, de nombre Cantique de Jean Racine, y con la que obtuvo el Primer Premio de composición escolar. Al año siguiente de concluir sus estudios, Fauré fue nombrado organista de la Basílica de San Salvador de Rennes y unos meses más tarde ofreció su Cantique en versión para armonio y quinteto de cuerdas, en un evento en el que se consagró el nuevo órgano de ese templo.

El Cantique de Jean Racine fue dedicado a Cesar Franck (1822-1890), quien empuñó la batuta para dirigir su estreno en un concierto de la Sociedad Nacional de Música, el 15 de mayo de 1875. Durante más de cuarenta años de su vida, Fauré fue muy fiel a esta breve pieza, siendo que en 1905 se realizó una nueva versión para coro y gran orquesta, probablemente de elaborada por un alumno del compositor en el Conservatorio de París.

Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta por qué Fauré eligió este texto de Jean Racine (1639-1699) que proviene de los Hymnes traduites du bréviaire romain (Himnos traducidos del breviario romano) que, a su vez, el egregio dramaturgo realizó para la Abadía de Port-Royal des Champs y que se publicó en 1688. Este texto contiene una paráfrasis del himno Consors paterni luminis, originalmente atribuido a San Ambrosio (c. 340-397) y que debía entonarse ex professo para los maitines de los martes. Dicho himno apareció por vez primera en la traducción del Breviario romano realizada por Nicolas Letourneux (1640-1686).

Verbe égal au Très Haut,

Notre unique espérance,

Jour éternel de la terre et des cieux,

De la paisible nuit nous rompons le silence:

Divin Sauveur, jette sur nous les yeux!

Répands sur nous le feu de ta grâce puissante,

Que tout l’enfer fuie au son de ta voix,

Dissipe le sommeil d’une âme languissante,

Qui la conduit à l’oubli de tes lois!

Ô Christ sois favorable à ce peuple fidèle

Pour te benir maintenant rassemblé,

Reçois les chants qu’il offre, à ta gloire

immortelle,

Et de tes dons qu’il retourne comblé!

Jean Racine

Nuestra única esperanza

Día eterno de la tierra y los cielos,

Desde la noche pacífica rompemos el silencio:

¡Divino Salvador, arroja tus ojos sobre nosotros!

Difunde sobre nosotros el fuego de tu poderosa gracia,

Deja que todo el infierno huya al sonido de tu voz

Disipa el sueño de un alma lánguida

¡Quién lo lleva a olvidar tus leyes!

Oh Cristo, sé favorable a este pueblo fiel

Para darte la bienvenida ahora,

Recibe las canciones que ofrece, para tu gloria

inmortal,

¡Y tus regalos que él devuelve llenos!

Jean Racine

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MÚSICA

Versión: Coro y Orquesta de París. Paavo Järvi, director.

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Gabriel Fauré (1905)


Pavana, Op. 50

En el Grove Dictionary of Music and Musicians encontramos la siguiente definición de pavana:

“Una danza cortesana del siglo XVI y principios del XVII. Existen cientos de ejemplos en las obras de la época para conjuntos, teclado y laúd; entre ellas muchas de las más inventivas y profundas composiciones del período renacentista tardío. La pavana tuvo casi con toda certeza un origen italiano ya que tanto ‘pavana’ como ‘padoana’ son adjetivos que significan ‘de Padua’, por lo que presumiblemente dicha ciudad dio nombre a esta danza. Algunos musicólogos, sin embargo, han sugerido una posible derivación del vocablo castellano pavón o pavo real, basados en una supuesta semejanza entre los dignos movimientos de la danza y el despliegue de las plumas de un pavo real. La pavana es de carácter sosegado y fue empleada con frecuencia a manera de danza procesional introductoria… Según prescribía Arbeau, la música de una pavana debía ser invariablemente de métrica binaria (es decir, dos o cuatro tiempos por compás según las transcripciones modernas) y debía consistir de dos, tres o cuatro secciones de estructura métrica regular, cada una repetida.”

Si bien los orígenes de las pavanas se remontan al siglo XIV con piezas de Antonio de Cabezón (1510-1566) y Luis de Milán (1500-1561), el simple pronunciar la palabra “pavana” nos remite directamente a las postrimerías del siglo XIX e inicios del siglo XX en Francia y, casi exclusivamente a dos nombres: Maurice Ravel (1875-1937) y Gabriel Fauré, el primero de ellos con su exquisita Pavana para una infanta difunta (1899) así como la Pavana para la bella en el bosque durmiente de su colección de piezas pianísticas (posteriormente orquestadas y también convertidas en ballet) llamada Mi madre la oca (1911).

En el caso de la Pavana de Fauré tenemos noticias de ella en 1886 como una pieza puramente orquestal que el autor concibió en su descanso veraniego, alejado de sus compromisos como profesor y del constante barullo de su labor administrativa en el Conservatorio de París. Y se refirió a ella diciendo que: “lo único que he podido escribir en esta agitada existencia es una Pavana para orquesta –elegante, ciertamente efectiva, pero no particularmente importante”. Quizá para el compositor esta música no tenía la suficiente importancia, pero es curioso saber que su delicado ritmo y ambiente sofisticado fueron lo que influyó a Ravel para escribir sus Pavanas.

Fauré decidió dedicar su breve y atmosférica Pavana a la Condesa Élisabeth Greffulhe (1860-1952), una estupenda mecenas de las artes en París quien siempre tuvo en gran consideración el desempeño artístico de Fauré. Al año siguiente del surgimiento de la versión orquestal de la Pavana, la Condesa animó a su primo, el Conde Robert de Montesquiou (1855-1921), para que escribiera un breve texto que acompañara la pieza, petición que refrendó el propio compositor.

En 1891, muchos años después de materializarse ese encargo, la Condesa planeó una presentación de la Pavana, con vestuario ad hoc, durante un baile en el aristocrático jardín parisino conocido como Bosque de Boulogne y posteriormente en la Ópera de París en 1895 con la coreografía de Léonide Massine (1896-1979). Tiempo después (en 1917) el empresario de los Ballets Rusos de París, Sergei Diaghilev (1872-1929) llevó la Pavana de Fauré al terreno de la danza con el nombre de Las meninas. Sin embargo, el estreno de la versión original de la Pavana (como se escucha en estos conciertos) ocurrió en la serie de los Conciertos Lamoureux el 25 de noviembre de 1888.

La enorme popularidad que ha gozado la Pavana de Fauré desde sus primeras interpretaciones dio pie para que su propio autor hiciera diversos arreglos para diferentes combinaciones instrumentales. Su carácter melancólico y profunda exquisitez continuará fascinando a músicos y público hasta el fin de los tiempos.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de la BBC (Manchester). Yan Pascal Tortelier, director.

SERGEI PROKÓFIEV (1891-1953)

Concierto para violín y orquesta núm. 1 en re mayor, Op. 19

  • Andantino – Andante assai
  • Scherzo – Vivacissimo
  • Moderato

 

Desde muy joven, Prokófiev fue reconocido por su personalidad iconoclasta, no conforme (ni partidario) del lenguaje musical del romanticismo tardío ruso. Las obras que compuso en las primeras décadas del siglo XX estuvieron guiadas por su inquieta personalidad. Los Sarcasmos para piano solo, su Segundo concierto para piano, los ballets Ala y Lolly y El bufón, así como su ópera El jugador, son todas partituras escritas entre 1912 y 1915 y que pusieron el nombre de Prokófiev en la mira rusa y europea por los abrumadores escándalos que provocaron sus estrenos.

Sin embargo, en esa explosiva personalidad de este músico habitaba cierta dulzura que puede palparse en breves piezas orquestales de 1910: Sueños y Bosquejo otoñal. Ese carácter contemplativo, amable, delicado, reside también en el Primer concierto para violín que Prokófiev concibió entre 1915 y 1917 en Petrogrado (hoy San Petersburgo) pero que tuvo que esperar cierto tiempo para su estreno debido a los efectos de la Primera Guerra Mundial y del desarrollo de la Revolución de Octubre en la naciente Unión Soviética. En ese período también vieron la luz su Primera sinfonía (llamada Clásica), sus Sonatas para piano 3 y 4 y las Visiones fugitivas para piano.

El germen de su Primer concierto para violín radica en un Concertino que quiso escribir para ese mismo instrumento hacia 1915 pero que nunca pudo materializarse. La pieza fue revisada por el virtuoso Pavel Kochański (1887-1934) y -según reportan algunas fuentes- Jascha Heifetz (1901-1987), compañero de estudios de Prokófiev, estaba en la mejor disposición de ofrecer la primera interpretación, pero el compositor ya tenía en la mira emigrar de su tierra natal ante el evidente desorden político y social provocado por el advenimiento de la Revolución Rusa.

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Prokófiev alrededor de 1918

Prokófiev llegó a París en 1918 con el aval diplomático soviético; cinco años después ahí vería la luz su Concierto para violín a instancias del director de orquesta Serge Koussevitzky (1874-1951), quien la programó en su propia serie de conciertos, y el concertino de su Orquesta como solista:  Marcel Darrieux (1891-1989). El estreno absoluto ocurrió el 18 de octubre de 1923 y, lo más curioso, es que después de tanto esperar para que se escuchara en la entonces naciente Unión Soviética, el Primer concierto para violín de Prokófiev recibió su primera audición en versión a piano tan sólo tres días después del estreno parisino. Los protagonistas fueron dos jovencitos que comenzaban a probar suerte: el violinista Nathan Milstein (1904-1992) y el pianista Vladimir Horowitz (1903-1989).

En el concierto de estreno en París se dio cita una pléyade de artistas e intelectuales que incluyeron a la bailarina Anna Pavlova (1881-1931), el pianista Artur Rubinstein (1887-1982), el pintor Pablo Picasso (1881-1973) y el compositor Igor Stravinsky (1882-1971), quien en esa ocasión dirigió el estreno de su Octeto para instrumentos de aliento. También estaba presente el violinista Joseph Szigeti (1892-1973) quien inmediatamente se enamoró de la obra por (cómo él mismo escribió) «su mezcla de ingenuidad de cuento de hadas y atrevido salvajismo en diseño y textura».

Szigeti ofreció la primera presentación del Concierto para violín en Moscú el 19 de octubre de 1924. Un amigo cercano de Prokófiev, el también compositor Nikolai Miaskovsky (1881-1950), le envió a su colega un reporte completo del estreno, a lo cual Prokófiev contestó, casi un mes después, en estos términos:

Gracias por compartir sus impresiones extremadamente interesantes de la interpretación orquestal de mi Concierto para violín. Sin embargo, en mi arrogancia, no puedo evitar pensar que muchos de sus reproches pueden atribuirse, probablemente, a un ensayo insuficiente por parte de la orquesta y la calidad de segunda clase del director. La tensión de la tuba, la trompeta y las violas que se desvanecen son síntomas de una enfermedad: una orquesta mal equilibrada. Este Concierto está orquestado de tal manera que, si las sonoridades de las distintas secciones no están equilibradas, el resultado sólo Dios lo conoce. Koussevitzky logró este equilibrio, bajo su batuta las violas tocaron su tema hasta el final, y las trompetas sonaron como a distancia, y la tuba emergió como un encantador charlatán. Cuando escuché el mismo Concierto con un director de orquesta francés, casi hui de la sala. Tomé la partitura, la examiné por completo y no encontré nada que debiera cambiarse. En realidad, hice un cambio, algo que menciona en su carta: al final agregué pasajes para el clarinete y la flauta, porque sin algún tipo de divertimento como ese, ¡sonaba dolorosamente similar a la Obertura [Preludio -N. del E.-] de Lohengrin!

Una de las líneas de composición que Prokófiev utilizó está definida por él mismo como “lírica”, y es evidente en la introducción del primer movimiento de este Concierto para violín; su estado anímico es delineado por la melodía inicial del violín, contemplativa, como una meditación (en la partitura aparece marcado como “sognando”). Posteriormente, la sección de desarrollo nos trae un lenguaje más vigoroso y con ciertos guiños del bien conocido carácter juguetón y atrevido de Prokófiev. De pronto aparece la recapitulación del tema inicial en el que la flauta y el arpa enmarcan la melodía ensoñadora del solista. Por su parte, el breve Scherzo (segundo movimiento) podría parecernos una suerte de danza macabra burlona. El movimiento final es la continuación lógica del primer movimiento: se puede percibir una base rítmica parecida a un mecanismo de reloj, en donde sobresale el fagot que a continuación da paso al violín solista. Una serie de episodios orquestales de carácter apasionado aparecen una y otra vez; reaparece el tema “sognando” del violín y concluye la obra con la voz de la flauta y del violín que se disuelven en el horizonte.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Joshua Bell, violín. Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director.

MAX BRUCH (1838-1920)

Concierto para violín y orquesta núm. 1 en sol menor, Op. 26

  • Preludio: Allegro moderato –
  • Adagio
  • Finale: Allegro energico

 

El caso del Primer concierto para violín de Max Bruch podría describirse como “la obra exitosa de un compositor exitoso, pero que al final no lo fue tanto”. Para entender este curioso acertijo, nos remontamos a sus inicios como compositor: alumno de Ferdinand Hiller (1811-1885) y Carl Reinecke (1824-1910), Bruch contaba con 14 años de edad cuando se estrenó en Colonia (su ciudad natal) su Primera sinfonía, lo cual tuvo como consecuencia un buen artículo sobre su aun joven personalidad publicado en el Rheinische Musik Zeitung.

En 1863 llegó a Mannheim para permanecer por un tiempo considerable y donde fue estrenada su ópera Loreley que causó una grata impresión en público y críticos. Un par de años después comenzó el franco ascenso profesional de Bruch al ser nombrado Kapellmeister en la ciudad de Koblenz y hasta 1867, puesto que desarrolló más tarde en Sondershausen, Berlín y Bonn. Su buena estrella lo llevó al Reino Unido donde se hizo cargo de la Filarmónica de Liverpool, misma que dirigió hasta 1883 y, al terminar dicha responsabilidad, marchó a Breslau para hacerse cargo de la orquesta local. Desde 1891 Bruch fue profesor de composición en Berlín y decidió retirarse de las aulas unos nueve años antes de su muerte para dedicarse totalmente a la composición; sin embargo, aquella fulgurante estrella de la que hablábamos estaba ya opacada y músicos y público comenzaron a olvidarlo.

Se ha dicho que el triste destino final de Bruch se fue delineando desde unos cuarenta años antes de su deceso, y todo porque algunos críticos, entusiasmados con su música, lo llegaron a calificar a la par de Johannes Brahms (1833-1897) o bien como sucesor de personalidades como Félix Mendelssohn (1809-1847) o Louis Spohr (1784-1859). Todo ello le fastidiaba muchísimo a Bruch, pero la consecuencia de los no bien recibidos elogios era alimentar la ira de este hombre, quien no podía cerrar apropiadamente la boca y emitió incontables comentarios mezquinos en contra no sólo de los críticos sino especialmente sobre sus colegas compositores como Richard Strauss (1864-1949) quien, aunque era más joven que Bruch, deslumbraba en la escena musical germana a fines del siglo XIX, o Max Reger (1873-1916), refiriéndose a ambos como “cerditos del arte”. Por eso, Bruch no tenía amigos y muchos de sus colegas preferían acercarse a él únicamente para cuestiones meramente profesionales.

Probablemente ese fue el caso del violinista Joseph Joachim (1831-1907) cuando recibió la solicitud de Bruch para que tocara su Primer concierto para violín. Dicha obra comenzó su génesis desde 1864, previa a que cumpliera con su responsabilidad como Kapellmeister en Koblenz. Aunque tenía sus manos llenas de trabajo, Bruch decidió abordar la forma musical del Concierto con solista, y especialmente para el violín. En el lento proceso creativo de esta obra, Bruch escribió a su profesor Hiller para manifestarle que se le estaba complicando en demasía la escritura de esta pieza; por ello, recibió el consejo de mostrarle el manuscrito a alguien bien conocida por sus agudas críticas a las obras de otros: Clara Schumann (1819-1896). La opinión de la pianista y compositora fue positiva, especialmente porque dejaba ver a un autor de gran personalidad y muy individualista.

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Max Bruch

Ya en 1866 Bruch concluyó el primer bosquejo de su Primer concierto para violín; su primera audición ocurrió el 24 de marzo de ese año en la ciudad de Koblenz con Bruch en la dirección y Otto von Königslöw (1824-1898) como solista. El resultado para el compositor fue desastroso, y en el verano del mismo año se puso a rehacer la partitura. Fue al término de este proceso en que contactó a Joachim para que lo tocara, pues consideró que sólo un excelso violinista podría ser responsable del estreno de la pieza. El ya célebre Joachim, halagado por el gesto, recibió el manuscrito de la segunda versión del Concierto en Hanover, y desde ahí envió múltiples comentarios al autor para dar cohesión a dicha música. Bruch trabajó personalmente con Joachim en la partitura en Hanover y agendaron una primera audición de la obra con la Orquesta de la Corte local. Y más tarde, el director de orquesta Hermann Levi (1839-1900) y el –también- connotado violinista Ferdinand David (1810-1873) conocieron los avances del Concierto e hicieron sus personales anotaciones al autor. Después de mucho trabajar en colaboración con Joachim, el Primer concierto de Bruch vio finalmente la luz en su versión definitiva en la ciudad de Bremen, el 5 de enero de 1868 con Joachim como solista y la Orquesta dirigida por Carl Martin Reinthaler (1822-1896).

Aunque no recibió buenas críticas en su estreno, el Primer concierto de Bruch comenzó su saludable vida en las manos de Joachim en diversos escenarios europeos, hasta que llegó a Pablo de Sarasate (1844-1908) quien se convertiría en uno de los más ejemplares intérpretes de la obra y de las posteriores piezas para violín y orquesta de Bruch (dos Conciertos más, y la Fantasía escocesa). Sarasate, entonces, llevó el Concierto a los Estados Unidos, donde lo estrenó en Nueva York y más tarde lo tocó en Francia y Bélgica.

El Primer concierto de violín de Bruch hace homenaje a dos de sus héroes musicales: Ludwig van Beethoven (1770-1824) y Mendelssohn. Y ello es más que obvio en la introducción del primer movimiento con su discreto redoble de timbal (como en el Concierto de Beethoven) y la robusta entrada del violín seis compases después del inicio (en el caso del de Mendelssohn) en una suerte de Vorspiel (preludio) en el que los comentarios entre orquesta y solista nos llevan a un apasionado Allegro moderato; posteriormente, un pasaje meditativo para el violín nos enlaza con el segundo movimiento (lo que también nos recuerda el Concierto para violín de Mendelssohn), el verdadero corazón de la obra como lo han llamado los estudiosos, un Adagio concebido a partir de tres temas apasionados. Casi sin interrupción llega el movimiento final en forma de un rondó, con su sazón y ritmo marcadamente húngaros, quizá como homenaje a las raíces de Joachim, y cuyo ambiente fue retomado en 1878 por Brahms en su Concierto para violín, escrito también para Joachim.

El Primer concierto para violín de Bruch se hizo tremendamente popular después de su estreno; debido a ello los jóvenes instrumentistas que deseaban tocarlo buscaban a Bruch para pedirle consejos de interpretación; pero, para mala fortuna de ellos, inmediatamente salían los demonios de las entrañas del autor y los sapos y culebras no esperaban salir de su boca para mandar a volar a los entusiasmados violinistas. “¿Por qué todos quieren tocar este Concierto? ¡Mejor toquen mis otros dos Conciertos y dejen de molestar!” es lo que Bruch usualmente contestaba.

Y en lugar de que Bruch se sintiera orgulloso de tan exitosa obra, le fastidió tanto que el Concierto opacara sus otras partituras que un día tomó la decisión de llevarla con el editor August Cranz (1834-1923) y le vendió la partitura del Primer concierto para violín en 250 thalers (una moneda de plata en uso en Alemania desde el siglo XV). La consecuencia de su pataleta fue que jamás vería ni un solo centavo de regalías de la obra por el resto de su vida; y lo que probablemente pudo haberse convertido en una jugosa pensión hasta el final de su existencia (como también fue el caso de Juventino Rosas [1868-1894] quien malbarató su Vals Sobre las olas [1888] al venderlo por 45 pesos a la Casa Wagner y Levien), terminó en un suplicio para Bruch de vivir hundido en la pobreza y en el más desagradable olvido.

El último intento por tratar de recuperar lo que alguna vez fue suyo ocurrió poco antes de su muerte, cuando les dio el manuscrito del Concierto (que ¿afortunadamente? había conservado) a las hermanas Rose (1870-1957) y Ottilie (1872-1970) Sutro, para quienes había escrito un Concierto para dos pianos (1912) y que marcharían a los Estados Unidos para interpretarlo. La consigna era que, una vez en el Nuevo Mundo, las hermanas pudieran vender al mejor postor el manuscrito del Concierto para violín. La partitura desapareció, al igual que las susodichas hermanas, y Bruch cerró los ojos para siempre quizá pensando que su soberbia desbocada nunca le sirvió absolutamente para nada.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Ray Chen, violín. Filarmónica de Londres. Robert Trevino, director.

JEAN SIBELIUS (1865-1957)

Sinfonía No. 1 en mi menor, Op. 39

  • Andante, ma non troppo – Allegro energico
  • Andante (ma non troppo lento)
  • Scherzo (Allegro)
  • Finale (Quasi una fantasia)

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La importancia de Sibelius en el sinfonismo de la historia de la música occidental reside en haber construido un sólido puente entre la tradición sonora del siglo XIX con vistas a un nuevo siglo, nutrido por corrientes estéticas diversas. Pero más valioso aún es el hecho que haya querido forjar para él y para Finlandia –su patria- una estética musical personalísima. En cualquier rincón que se observe de su catálogo podremos sentir la defensa de la identidad finlandesa sin caer en un abuso patriotero.

La inauguración de la producción sinfónica de Sibelius ocurrió en el otoño de 1898 en tiempos en que Finlandia se encontraba aún bajo el yugo de los rusos; imperaba un ambiente tenso en el que la población finlandesa había organizado un movimiento de liberación a través del enaltecimiento de los valores nacionales, principalmente en el arte y la cultura como principales instrumentos emancipadores. Aunque el compositor nunca quiso ligar los acontecimientos políticos de su patria con su manifiesto artístico, hubo quienes etiquetaron a sus dos primeras Sinfonías de un acendrado tinte patriótico.

Lo que sí es evidente en la Primera sinfonía de Sibelius es la entrada a un mundo muy personal que, aunque tenía ciertas conexiones con el romanticismo europeo del siglo XIX, ya despunta a un nuevo horizonte que está construido sobre un patrón cíclico (cuyo antecedente inmediato podría palparse en la Sinfonía de Cesar Franck [1822-1890]). Gracias a ese patrón cíclico es que Sibelius logró moldear sus Sinfonías transformando y expandiendo los esquemas clásicos.

Para llegar a este punto de su crecimiento estético, Sibelius empezó a forjar desde antes su lenguaje mediante la concepción de sus obras sinfónicas inspiradas en el Kalevala, el ciclo mitológico surgido en su país, como Kullervo, la suite Lemminkäinen y el poema sinfónico Finlandia. Esta última partitura es contemporánea de la Primera sinfonía, trazada al tiempo en que ya era considerado el máximo autor finlandés.

Pero Sibelius también era conocido en ese entonces en las más altas esferas sociales e intelectuales de su patria. Ello no lo salvó de pasar por tiempos angustiosos, económicamente hablando. Ya era el padre de tres pequeñas hijas producto de su matrimonio con Aino Järnefelt (1871-1969), quien provenía de una destacada familia conocida por sus apegos nacionalistas. Afortunadamente, el gobierno de su país premió sus logros con un estipendio anual de 2,000 marcos que, aunque era una cantidad ciertamente baja, le permitió trabajar con cierta holgura.

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«La danza de la vida». Edvard Munch. 1899-1900

La Primera sinfonía de Sibelius es su primera obra orquestal sin un título programático. Sin embargo, la idea inicial del autor era llamarla “Un diálogo musical” y bajo esa idea rectora pensó proporcionar a cada movimiento de la obra con un carácter particular; a saber, el del primer movimiento sería: «Sopla fríamente, el clima frío del mar” (supuestamente tomado de una canción sueco-finlandesa); “Heine (El abeto del norte sueña con la palmera del sur)” para el segundo (relacionado con un poema de Heinrich Heine [1797-1856]); “Saga de invierno” y “El cielo de Jorma” para las secciones siguientes, cuya inspiración vino de El cuento de invierno de William Shakespeare (1564-1616) y de una novela de Juhani Aho (1861-1921) cuyo subtítulo era por demás sobrecogedor: “Descripciones de la batalla final entre el Cristianismo y el Paganismo en Finlandia”. Entonces ¿sí es una Sinfonía con contenido programático? En realidad, ninguno de estos caracteres son expuestos de manera implícita en la partitura, aunque si escuchamos la música con atención nos daremos cuenta que cada una de sus partes está guiada por esos motivos. Basta decir que Sibelius se definió en una carta a su esposa como “pintor del sonido”.

La Sinfonía empieza con un dramático solo de clarinete, que expone algunos de los temas sobre los que se desarrolla la obra. La apasionada entrada de los violines y toda la sección de cuerdas delinea el panorama general de esta sección, con emocionantes exabruptos en los metales, delicadas líneas dibujadas por los alientos madera y destellos repentinos en el arpa. El segundo movimiento está trazado en la forma de un rondó, pero –al escucharlo- cualquiera podría pensar que se trata de una canción de amor y cuyo germen puede encontrarse en los movimientos lentos de las primeras Sinfonías de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893). Viene después un scherzo, virtuoso y pulsante, enraizado en los épicos scherzi brucknerianos; aquí, la sección central es de contornos pastoriles, para regresar al tema principal del movimiento que cierra con cohesión y brío. El final abre con un arrebatado discurso de las cuerdas, reminiscente del solo de clarinete que comienza la Sinfonía, que  se transforma en música vigorosa, febril, y culmina con un emocionante manifiesto orquestal que parece decirnos: “el mundo sinfónico del siglo XX ha llegado”.

Sibelius dirigió el estreno mundial de su Primera sinfonía en Helsinki, el 26 de abril de 1899. Al año siguiente hizo una concienzuda revisión de la partitura, haciéndola más concisa, y es así como se escucha hasta nuestros días.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta de París. Paavo Järvi, director.

 

GUSTAV MAHLER (1860-1911)

Sinfonía núm. 5 en do sostenido menor

            Primera parte

  • In gemessenem Schritt. Streng. Wie ein Kondukt (Marcha fúnebre. Con pasos medidos. Riguroso. Con carácter marcial).
  • Sturmisch Bewegt, mit Größter Vehemenz (Tempestuosamente movido, con la más grande vehemencia).

Segunda parte

  • Kräftig, nicht zu schnell (Con fuerza, no demasiado rápido).

Tercera parte

  • Sehr langsam. (Muy lento).
  • Rondó-Finale. Allegro – Allegro giocoso. Frisch (Fresco).
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Alma María Schindler

Unos días antes del estreno absoluto de su Cuarta sinfonía, el 7 de noviembre de 1901, Gustav Mahler asistió a una reunión en casa de Berta Zuckerkandl-Szeps (1864-1945) y conoció a una dama que, con sólo verla, se enamoró de ella, desde ese día y para siempre. Su nombre: Alma María Schindler (1879-1964). La vida de Mahler jamás volvió a ser la misma.

Alma María era hija del pintor Emil Schindler (1842-1892). Su juventud y belleza arrebataron el corazón de Mahler e inmediatamente comenzó a frecuentarla. Una mujer, además, inteligente y cultivada; tomaba clases de composición con Alexander von Zemlinsky (1871-1942) –con quien, además, había terminado una relación sentimental- y era realmente sensible a todas las manifestaciones artísticas.

El día que Alma y Gustav se conocieron, él la invitó al ensayo general de Los cuentos de Hoffmann de Jacques Offenbach (1819-1880) al día siguiente. El enamoramiento fulminante del compositor lo llevó a escribirle poemas y cartas día y noche. Y para Navidad la pareja anunció que contraerían nupcias. El 9 de marzo de 1902 ya estaban casados y su primera hija, María, nació el 2 de noviembre siguiente.

Una verdadera historia de amor, aderezada con constantes ataques de celos de ambos, reclamos artísticos y la prohibición de Gustav para que su esposa se dedicara a componer (¿dos compositores en casa serían multitud?). Aparentemente, en todas las historias de amor ocurren situaciones similares.

Cierto es que todo este episodio, tal como usted lo ha leído, habría de marcar el antes y después en la vida y la obra de Gustav Mahler. 1901 fue un año realmente azaroso para el compositor quien se ocupaba de dirigir varias decenas de títulos en la Ópera de la Corte de Viena, además de ser el titular de la Filarmónica de aquella ciudad. Sus constantes preocupaciones administrativas, aunadas a sus estallidos neuróticos, propiciaron que en febrero de ese año fuera operado de emergencia de hemorroides que no paraban de sangrar. Según sus propias palabras, la desagradable sensación de desangrarse lo hizo pensar que pronto moriría e impactó de forma considerable en la música que escribió en los meses siguientes. Tuvo que permanecer en convalecencia varias semanas y reingresó al quirófano pues la cirugía no cicatrizó como debería.

Mientras tanto, los músicos de la Filarmónica de Viena decidieron que ese período de ausencia de su director era propicio para solicitarle su dimisión y elegir secretamente un (fácilmente manipulable) reemplazo: el cuasi desconocido Josef Hellmesberger Jr. (1855-1907) quien permaneció en el puesto tan sólo dos años. Al enterarse Mahler se puso furioso, pero un leve ápice de cordura en su ira le hizo ver que era lo mejor pues estaba muy cansado de los constantes ataques anti-semitas de los músicos de la Orquesta (de hecho, él se convirtió al catolicismo –casi como requisito- antes de acceder a ese puesto).

En los meses posteriores a sus cirugías, Mahler dirigió poco en la Ópera de la Corte, y ansiaba que llegara el verano para poder componer a sus anchas. Así, en junio de 1901 marchó a Maiernigg donde había comenzado la construcción de una villa cercana al lago Wörthersee, en la región sur de Austria. Ahí también mandó hacer una pequeña cabaña con una sola ventana, sin mayores lujos, arropada por el bosque y bañada por la dulce brisa del lago. Por las mañanas, la servidumbre llevaba el desayuno a la cabaña mientras Mahler daba un paseo por el bosque. Y ahí se encerraba hasta el anochecer para escribir música casi sin detenerse.

En ese verano vieron la luz partituras que atisbaban un cambio importante en la estética mahleriana, producto de las sensaciones de muerte que estaba cargando en su “psique”. Por ejemplo, el 16 de agosto terminó la que sería su última canción con texto del Cuerno maravilloso del doncel, y que había sido el universo inspirador de Mahler en años anteriores: Der Tamboursg’sell (“El muchacho del tambor”), una de las más profundas y bellas canciones que jamás escribiera, y cuyo contenido es verdaderamente dramático: una oscura marcha fúnebre acompaña el pausado caminar de un tamborilero condenado a morir en la horca.

Así, Mahler cerró el Cuerno maravilloso del doncel y abrió paso a la poesía de Friedrich Rückert (1788-1866), componiendo tres de las cinco canciones que integran los Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos) y casi todo el ciclo de lieder inspirado en poemas de Rückert. Una de ellas, Nun will die Sonn’ so hell aufgehn’ (“Ahora el sol saldrá radiante”), trataba de purificar las sensaciones fatalistas del músico. Y, para concluir la temporada veraniega, Mahler inició la confección de la que sería su Quinta sinfonía, primero con un Scherzo, y después con los que serían los movimientos primero y segundo. Ese es el punto donde el compositor da un importante paso en su crecimiento artístico: la Sinfonía que se estaba gestando era el inicio de un nuevo concepto de drama interior: la poesía, expresada a través de la voz humana en sus Sinfonías 2 a 4, fue dejada a un lado para acceder al mundo instrumental puro, sin hilos programáticos. Mahler mismo lo explicó a su amiga y confidente Natalie Bauer-Lechner (1858-1921):

“Lo romántico y lo místico no se encuentran en ella; sólo la expresión de un poder nunca escuchado. Es el hombre en su esplendor, en la más alta cúspide de la vida. La voz humana no puede tener lugar aquí, no hay necesidad de la palabra.”

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Mahler dirigiendo. Ilustración de Otto Bohler.

La Sinfonía núm. 5 abre con un severo, oscuro e impactante solo de trompeta. Para entender un poco la obsesión del compositor por las marchas militares y los toques de retreta permítame hacer un vuelco a la niñez de Mahler. Dijo él:

“Según me han contado, al poco tiempo de haber nacido yo, mi padre nos llevó a través de la frontera morava (una provincia del imperio Austro-húngaro) para establecernos en Jihlava. Ahí, mi padre instaló una destilería, una posada y una panadería. Nuestra casa estaba cerca de un cuartel. Yo creo que ese ambiente, entre la posada y el cuartel, comenzó a desarrollar mi gusto musical. Todo el día tenía presente en mi cabeza las canciones populares que entonaban los parroquianos en la posada de mi padre, como también las dianas que provenían del cuartel.”

¡Sorpréndase entonces! Ese toque de trompeta no es original de Mahler, sino que es una retreta solemne utilizada por los ejércitos austriacos. Y, ¡sorpréndase más! También es citada por Franz Josef Haydn (1732-1809) en el segundo movimiento de su Sinfonía núm. 100, llamada Militar, y en la Canción sin palabras (“Marcha fúnebre”) Op. 62 núm. 3 de Félix Mendelssohn (1809-1847). Y note que aparece también en el clímax del primer movimiento de la Cuarta sinfonía del propio Mahler. Además, si ponemos atención, podemos encontrar en esa fanfarria cierta similitud con el motivo inicial de otra Quinta sinfonía: la de Ludwig van Beethoven (1770-1827).

Entonces: cuando Mahler comenzó a escribir su nueva Sinfonía estaba inmerso en una profunda desolación. El único momento de metamorfosis lo constituía el Scherzo, guiado por una idea que traía el músico en la cabeza desde 1896: Der Welt ohne Schwere (“el mundo sin severidad”). Pero entonces conoció y se enamoró de Alma, su compañera de vida… y todo cambió. El proceso creativo de la Quinta sinfonía se transformó de una dolorosa introspección en una declaración amorosa y en un estallido final de regocijo. Así, la partitura fue terminada entre julio y agosto de 1902, al abrigo del amor y de la naturaleza en Maiernigg. Su estreno absoluto ocurrió el 18 de octubre de 1904 en Colonia, Alemania, con la Orquesta Gürzenich dirigida por el autor. Posteriormente, Mahler revisó su orquestación por lo menos cinco veces antes de su muerte; ello provocó que las diversas versiones se hicieran confusas hasta que Erwin Ratz (1898-1973) editó hacia 1964 la que todos conocemos hoy, con los auspicios de la Sociedad Internacional Mahler.

Mahler concentró los cinco movimientos de su Sinfonía en tres partes. La primera y la tercera constan de dos movimientos que flanquean el extenso Scherzo central como segunda parte.

Los dos primeros movimientos corresponden, como unidad, a un mundo desolador, descrito por la pesada marcha fúnebre con que abre la Sinfonía. De pronto, viene una ligera transformación, como cuando en un día gris se asoma un débil rayo de sol: las cuerdas exponen una lánguida melodía que podría evocar una fantasmagórica orquesta de salón. Posteriormente la implacable trompeta anuncia un episodio arrebatado, salvaje, más doloroso aún, que desemboca en la reiteración de la marcha inicial, cada vez más enrarecida y fatalista. Nos aproximamos a un clímax. El toque de trompeta aparece una y otra vez; la flauta lo imita y así cierra esta sección.

El movimiento siguiente es una consecuencia lógica del anterior. El alma del autor está tratando desesperadamente de encontrar alguna respuesta a su dolor; hay momentos en que parecería un laberinto lleno de obstáculos monstruosos que no permiten vislumbrar una salida. Entre tantos momentos angustiosos, surge un glorioso coral en trompetas y trombones que –al final- se distorsiona en una de las bromas musicales más crueles de Mahler.

Como lo comentamos antes, la segunda parte está conformada exclusivamente por el Scherzo que empieza con un enunciado sonriente en las voces de los cornos. Las visiones sombrías se desvanecen y parece que se abre el portón a un jardín donde flotan aromas de lavanda y de romero. El ritmo de ländler va y regresa con el ropaje de un vals, hasta que da paso a un poderoso solo de corno, en una sección contemplativa que nos sugiere atravesar los valles de montañas majestuosas. Mahler se regocija en este movimiento con alma de niño, hasta llegar a un desenlace optimista.

El 16 de octubre de 1904, después del primer ensayo de la Sinfonía en Colonia, Mahler escribió a Alma:

“El Scherzo es el demonio mismo; lo veo ya desde ahora lleno de problemas y líos. Todos los directores de los próximos cincuenta años lo tomarán demasiado rápido y lo harán incomprensible.”

La tercera parte de la Sinfonía comienza con una de las piezas más famosas que haya escrito Mahler: un Adagietto. El director de orquesta Willem Mengelberg (1871-1951) apuntó en su partitura personal de la Quinta sinfonía de Mahler junto al encabezado de este movimiento:

“¡(Esta es) la declaración de amor de Gustav Mahler por Alma! En lugar de una carta, él le envió esto en forma del manuscrito; ninguna otra palabra lo acompañó. Ella entendió y le contestó: ¡Debería usted venir!”

¡Y debemos creerle a Mengelberg! La cercanía entre él y el compositor era gigantesca. Se conocieron en 1902, cuando Mengelberg ya llevaba siete años al frente de la célebre Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Desde que invitó a Mahler a dirigir su Tercera sinfonía con esa agrupación en 1903 fueron constantes sus visitas a Holanda y se creó ahí una sólida tradición en la interpretación de sus Sinfonías al paso de los años. Por azares del destino, Mahler fue Director de la que hoy se conoce como Filarmónica de Nueva York entre 1909 y 1911. Mengelberg tomó el mismo puesto once años después de la muerte de Mahler.

Lo tormentoso y fatalista de la Primera parte de la Sinfonía se ha dispersado aquí y las emociones de su creador se convierten en un discurso diáfano para cuerdas y arpa que flota entre nosotros, iluminándonos de paz y bienestar. En la parte central de esta sección, Mahler se auto-cita con una referencia a Ich bin der Welt abhanden gekommen (“Estoy perdido para el mundo”) una de sus Canciones de Rückert, justo cuando en dicho lied se pronuncian las palabras In meinem Leben, in meinem Lied (“En mi amor, en mi canto”). Ese celestial acercamiento al amor inspiró al cineasta Luchino Visconti (1906-1976) quien incluyó el Adagietto como tema central en su película Muerte en Venecia (1971).

Y de pronto: un destello. Un refrescante toque de corno anuncia el Rondó con el que concluye la Sinfonía. La transmutación es evidente; del severo inicio en do sostenido menor, ahora resplandece el re mayor en un magistral movimiento contrapuntístico que incorpora material temático de las secciones segunda y cuarta, y cierra con una versión expandida y más transformada del coral escuchado en la primera parte, que ahora nos suena como una inmensa exclamación de alegría, triunfo y libertad.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de Berlín. Sir Simon Rattle, director.

LEOŠ JANÁČEK (1854-1928)

Muchos de los grandes compositores de la historia comenzaron sus primeras obras desde muy jóvenes y lograron reconocimiento casi instantáneo. El caso del compositor Leoš Janáček está muy alejado de ese “lugar común”, pues el primer gran reconocimiento a una de sus partituras le llegó después de los sesenta años de edad. Pero antes de adentrarnos en la fascinante personalidad de Janáček es necesario hacer un recuento de su ficha biográfica.

Nacido en un lugar donde el paisaje rebosa de belleza, colindante con la provincia polaca de Silesia (que en aquellos tiempos era parte del Imperio Austrohúngaro), Janáček fue el noveno de catorce hijos producto del enlace matrimonial entre Jiří Janáček (1815-1866) y Amalie Grulichová (1819-1884). Su padre era un destacado profesor de escuela quien, al darse cuenta del talento de Leoš y su amor por la música popular de la región, no escatimó en recursos para inscribirlo en la Escuela Agustina de Brno (la capital de Moravia), donde destacó como alumno de órgano y piano, aunque paulatinamente fue creciendo en él su pasión por la composición. Tuvieron que pasar varios años para que se materializara ese interés; mientras tanto, continuó su preparación como organista en Praga, Leipzig y Viena.

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Su relación con la ciudad de Brno continuó durante muchos años, pues en algún momento de su juventud regresó ahí para hacerse cargo de la Filarmónica local y fue el impulsor de una escuela de órgano con la que estuvo asociado más de cuatro décadas. En el plano de la dirección de orquesta, Janáček también se destacó como Director principal de la Filarmónica Checa durante siete años.

Uno de los principales estímulos que tuvo para definir su carrera en la composición fue su matrimonio con una de sus alumnas, Zdenka Schulzová (1865-1938), en 1881. A partir de ese momento, el lenguaje conservador de sus primeros intentos composicionales se transformó en uno altamente personal, quizá no muy innovador, pero sí auténtico, exquisito, y enraizado en el folclor moravo y en las músicas de Bedřich Smétana (1824-1884) y Antonín Dvořák (1841-1904).

Su primera ópera, Šárka, que compuso entre 1887 y 1888, no tuvo éxito alguno y sus presentaciones estuvieron obstaculizadas por cuestiones de derechos de autor de la historia que eligió. Fue hasta 1904 que organizó el estreno de su ópera Jenůfa en Brno, lo cual propició que las miradas comenzaran a voltear hacia Janáček. Y tuvieron que pasar doce años más para que dicha ópera fuera escuchada por primera vez en el Teatro Nacional de Praga, acontecimiento que marca el fin de la modesta y casi silenciosa carrera del músico para acceder a la gloria de todo su país y que en 1918 se extendió a Viena con la producción local de Jenůfa y posteriormente en el Metropolitan Opera de Nueva York. Janáček apenas accedió a la celebridad siendo un sexagenario y su creatividad fue en ascenso los últimos doce años de su existencia.

Aunque en esos años de auténtica explosión composicional vieron el nacimiento de varias óperas, música para piano y para diversas combinaciones instrumentales, es de sorprenderse que Janáček sólo escribió cinco obras para gran orquesta (comenzó a escribir una Sinfonía titulada Danubio que nunca concluyó), siendo la Rapsodia para orquesta Taras Bulba la primera de todas y que afianzó su éxito en los escenarios sinfónicos.

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Retrato imaginario de Taras Bulba, realizado por Constantine Caldare

Taras Bulba. Rapsodia para orquesta

  • La muerte de Andrei
  • La muerte de Ostap
  • Profecía y muerte de Taras Bulba

Como se dijo líneas arriba, Janáček era un amante del folclor de su patria, tanto en la música como en sus tradiciones e historias. Pero también estuvo muy apegado a todo lo proveniente de Rusia. Sus lecturas constantes incluían a León Tolstoi (1828-1910) y a Fiodor Dostoyevski (1821-1881), pero su escritor favorito era Nikolai Gogol (1809-1852) quien en 1835 escribió la primera versión de cuatro novelas que narraban la vida rural ucraniana, siendo la más extensa de ellas Taras Bulba. Siete años después, Gogol transformó considerablemente la historia de Taras Bulba, convirtiéndose en un texto despojado de la ironía con la que inicialmente había desacreditado las hazañas de los cosacos ucranianos, y se convirtió en un relato nacionalista ruso y ciertamente brutal (abiertamente anti polaco y antisemita) en el que se hablaba de cómo se ganó para Rusia la Ucrania dominada los polacos y lituanos.

En su Rapsodia orquestal del mismo nombre, que concibió desde 1905 y terminó de darle forma hasta 1918, Janáček tomó tres episodios de la novela épica de Gogol en la que el heroico cosaco Taras Bulba luchó encarnizadamente contra los polacos en 1682. En el primero de ellos, el hijo de Taras Bulba, Andrei, es asesinado por su padre producto de la deslealtad que provocó su apego amoroso por una joven de la nobleza polaca. Los cosacos habían sitiado la ciudad de Dubno, donde se encontraba la amada de Andrei entre los ciudadanos acorralados. El joven ingresó a la ciudad por un pasaje secreto para reunirse con su amada y se unió con los polacos en la posterior batalla en contra de su propio pueblo. La siguiente parte narra cómo el hijo mayor de Taras, Ostap, es capturado por los polacos y llevado a Varsovia donde, ante los ojos de su padre y de la turba que él comandaba, es torturado y ejecutado. La sección final cuenta la captura de Taras a manos de sus enemigos tras querer vengar la muerte de Ostap, clavado e inmolado en un árbol hasta dibujar su último aliento, antes del cual profetiza la futura liberación de los cosacos, representada en la partitura por los destellos del arpa, órgano y campanas.

Janáček afirmó que se sintió atraído por Taras Bulba debido a su creencia de que (y parafraseando las propias palabras de Gogol): «en todo el mundo no hay incendios ni torturas lo suficientemente fuertes como para destruir la vitalidad de la nación rusa. Por el bien de estas palabras, que cayeron en chispas y llamas en la hoguera en la que murió Taras Bulba, el famoso hetman (*) de los cosacos, compuse esta Rapsodia«.

Taras Bulba de Janáček es, sin lugar a duda, una de sus partituras más poderosas y dramáticas, estrenada el 9 de octubre de 1921 en el Teatro Nacional de Brno bajo la dirección de František Neumann (1874-1929).

* Hetman era el título del segundo mayor comandante militar (después del monarca) usado desde el siglo XV al siglo XVIII en Polonia, Ucrania y el Gran Ducado de Lituania, territorios conocidos desde 1569 a 1795 como la Rzeczpospolita (Mancomunidad de Polonia-Lituania).

 

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El compositor con uno de sus perros (1926)

Sinfonietta

  • Allegretto
  • Andante
  • Moderato
  • Allegretto
  • Andante con moto – Allegretto

Fue en el verano de 1917 que la vida de Janáček dio un giro radical y prácticamente así se mantuvo hasta el último día de su existencia en 1928: conoció a Kamila Stösslová (1891-1935), una mujer 38 años menor que él quien inmediatamente se convirtió en su musa inspiradora. Pero ¿y su esposa con quien llevaba 35 años de matrimonio? Aparentemente, ella sabía la forma en cómo Kamila lo había inspirado, pero muy en el fondo estaba consciente que no rompería su matrimonio. Y, de hecho, así fue: sólo hasta sus últimos meses de vida Janáček pensó dejar a su esposa, pero la única relación sólida que el compositor sostuvo con Kamila estaba basada en la copiosa correspondencia que le enviaba. Casi diario le enviaba una carta expresándole su pasión y la forma en cómo la música brotaba de su pluma con tanta emoción y facilidad gracias a ella. La señora Stösslová (porque sí: estaba casada con un reconocido anticuario y tenían dos hijos) era educada con él, pero ciertamente indiferente. De los cientos de cartas que recibía del compositor (más de setecientas), sólo respondió a algunas de ellas y, curiosamente, cuando el músico las recibía inmediatamente las destruía no porque él quisiera, sino porque ella se lo pedía con insistencia.

La figura de Kamila Stösslová fue la inspiradora de las heroínas de las óperas que Janáček concibió en sus últimos años, así como de su Cuarteto para cuerdas núm. 2 (llamado Cartas íntimas) y que de una forma muy vibrante e intensa nos narra en sonidos la inacabable pasión del compositor por una mujer que definitivamente no lo amaba.

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Kamila Stösslová

De las pocas ocasiones en las que Janáček y Kamila compartieron algún tiempo juntos, una fue capital en la concepción de la obra que ahora nos ocupa: la Sinfonietta. Ocurrió al atardecer del viernes 27 de junio de 1924 cuando acudieron a un concierto al aire libre en la ciudad de Písek, donde el compositor llegó en tren procedente de Praga unas horas antes. Estuvieron acompañados por un amigo músico que vivía en Pilsen, Cyril Vymetal (1890-1973) quien, según sus testimonios, comentó la actuación de una banda militar local y comenzó el concierto con una fanfarria en forma de marcha tocada por cuatro músicos parados en una tarima y con trompetas decoradas con emblemas y banderas alusivas a la República Checa. Gracias al curador del Archivo Janáček en Brno, el doctor Jiří Zahrádka (n. 1970), hoy sabemos que todos esos datos son verídicos, y que la banda militar que tocó ese día era la Onceava Banda del Regimiento de Infantería Checoslovaca comandada por František Palacký (¿? – ¿?) y de quien seguramente se escuchó su Marcha ecuestre que tanto llamó la atención a Janáček.

Pasaron dos años y el compositor puso punto final a una partitura que inicialmente llamó Sinfonietta militar y cuya génesis compartió con su “confidente” Kamila en una misiva, recordándole que las fanfarrias que habían escuchado juntos en Písek, instrumentadas para metales y percusiones, fueron el germen de nueva obra. Aparentemente, la escribió entre el 2 de marzo y el 2 de abril de 1926 y en poco tiempo llegó a convertirse en una de las obras más gustadas y tocadas de Janáček, así como fue la última obra orquestal que escribió.

La pieza encajó perfectamente para el Octavo Festival Gimnástico del movimiento checo Sokol («Halcón»), una organización de gimnasia checa con fuertes connotaciones nacionalistas y que le había solicitado al compositor una obra dedicada para la ocasión. Después de su estreno, el 26 de junio de 1926 con la Filarmónica Checa dirigida por Václav Talich (1883-1961), se modificó su título de Sinfonietta militar por el de -simplemente- Sinfonietta.

Por mucho que las connotaciones de esta partitura estén enclavadas en cierto carácter marcial o militar y que sus fanfarrias hayan sido asociadas con demostraciones gimnásticas, Janáček en realidad quiso dedicar el contenido de su obra a Brno, la ciudad que lo cobijó desde muy joven y a la que ofrendó su trabajo durante décadas. Y de forma muy especial, dedicó su Sinfonietta a las Fuerzas Armadas de su país y “al hombre libre contemporáneo, su belleza espiritual y alegría, su coraje, fuerza y determinación para luchar por la victoria», según sus propias palabras.

De tal manera, las fanfarrias de las que le habló a Kamila inician y culminan la pieza, y los cuatro movimientos que la conforman portan títulos que nos remiten a la historia y las tradiciones de la ciudad de Brno: El castillo, El monasterio de la Reina, La calle y El edificio del ayuntamiento.

En un artículo de 1927 llamado «Mi ciudad», Janáček explicó que estos nombres indicaban puntos de referencia en Brno, que él recordaba como «pequeños e inhóspitos» durante su juventud y su temprana vida profesional pero que, después de ganar su libertad después de la Primera Guerra Mundial, «sufrió un cambio milagroso”. Dijo él: “Perdí mi disgusto por el sombrío Ayuntamiento, mi odio por la colina desde cuyas profundidades aullaba tanto dolor, mi disgusto por la calle y su multitud. Como por milagro, la libertad se conjuró, brillando sobre la ciudad, el renacimiento del 28 de octubre de 1918. Me vi en ella. Yo pertenecía a eso. Y el estruendo de las trompetas victoriosas, la paz santa del Monasterio de la Reina, las sombras de la noche, el aliento de la colina verde y la visión de la creciente grandeza de la ciudad, de mi Brno, estaban dando a luz a mi Sinfonietta

El 11 de julio de 1926, dos semanas después del estreno de la Sinfonietta, Janáček fue honrado con la colocación de una placa conmemorativa en su casa natal en Hukvaldy. En su discurso para la ocasión, aseguró: “Creo que logré acercarme lo más posible a la mente del hombre sencillo en mi Sinfonietta. Me gustaría continuar en ese camino… Mi último período creativo es una especie de nuevo surgimiento del alma que ha hecho las paces con el resto del mundo y sólo busca estar más cerca del hombre checo ordinario».

Janáček murió dos años después del estreno de su Sinfonietta. Se había retirado un tiempo a su cabaña en el bosque, donde Kamila y su hijo de once años lo acompañaron por primera vez. Estando ahí, el muchacho desapareció en el bosque y Janáček se resfrió durante la búsqueda. El niño regresó sano y salvo a la cabaña, pero Janáček contrajo neumonía y murió en cuestión de días. Siete años después, Kamila murió. Mientras que la viuda de Janáček, Zdenka, vivió algún tiempo más que ellos dos.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

P.D.- Quizá le interesará saber que la Sinfonietta de Janáček inspiró la novela 1Q84 (2009–10) de Haruki Murakami (n. 1949). En ella se presenta a esta música como un motivo recurrente. En una entrevista el escritor recordó: ‘Escuché esa obra en una sala de conciertos… Había 15 trompetistas detrás de la orquesta. Extraño. Muy extraño… Y esa rareza encaja muy bien en este libro».

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TARAS BULBA

Versión: Filarmónica de Varsovia. Antoni Wit, director

SINFONIETTA

Versión: Filarmónica de Viena. Sir Charles Mackerras, director.

ANTONÍN DVOŘÁK (1841-1904)

Concierto para violonchelo y orquesta en si menor, Op. 104

  • Allegro
  • Adagio ma non troppo
  • Finale: Allegro moderato
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Dvořák en 1900

El Concierto para violonchelo de Dvořák fue la gran última partitura que él escribió durante una interesante aventura profesional (y de vida) en los Estados Unidos de América.

Todo comenzó en 1891 cuando Dvořák recibió una misiva “desde el nuevo mundo”, por parte de Jeannette M. Thurber (1850-1946), una músico estadounidense educada en París y esposa de un próspero mayorista neoyorkino, quien se había convertido en una distinguida filántropa de Nueva York empeñada en elevar la pedagogía musical estadounidense a los estándares europeos. Con este fin fundó el Conservatorio Nacional de Música en Nueva York, y se dispuso a persuadir al egregio compositor para que aceptara ser su director. Afortunadamente la señora Thurber tuvo éxito (sobre todo por haberle ofrecido al músico un sueldo total de ¡quince mil dólares anuales!), y al año siguiente Dvořák y su familia se mudaron a La gran manzana. Ahí fue responsable de cimentar el plan de estudios, además de ser invitado constantemente como director y en ese período compuso verdaderas obras maestras como su Cuarteto en fa mayor Op. 96, (apodado “Americano”), el Quinteto para cuerdas en mi bemol mayor (ambas piezas concebidas en Spillville, Iowa), la Sinfonía Desde el nuevo mundo (la novena en su catálogo) y el Concierto para violonchelo en si menor.

La relación de Dvořák con el violonchelo no era nueva para él: cuando tenía veinticuatro años de edad compuso un Concierto en la mayor, que bosquejó únicamente con acompañamiento de piano y que permaneció en el olvido hasta que fue recuperado e instrumentado de forma muy mediocre por un –entonces- joven compositor llamado Günter Raphael (1903-1960) y de esa manera se hizo escuchar en 1930; tuvieron que pasar algunos años para que se le hiciera cierta justicia gracias al compositor Jarmil Burghauser (1921-1997). Dvořák lo escribió para su compañero atrilista y amigo Ludvík Peer (¿?-¿?), quien a la sazón era primer chelo de la Orquesta del Teatro Provisional de Praga. Para mala fortuna del compositor, Peer abandonó su puesto en la Orquesta y partió sin rumbo definido, llevando en su equipaje el manuscrito de dicho Concierto que permaneció sin ser escuchado más de medio siglo.

Otro chelista amigo de Dvořák fue Hanuš Wihan (1855-1920) quien gozó de una notable carrera como solista, principalmente en Alemania, y a quien Dvořák le escribió su Rondó Op. 94. Este es el primer nombre con el que puede asociarse estrechamente la creación del Concierto para violonchelo Op. 104. Según se sabe, Wihan dio testimonio de que solicitó a Dvořák un Concierto justo al momento en que el compositor estaba haciendo las maletas para iniciar su experiencia en Norteamérica.

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Victor Herbert

Estando en Nueva York, apareció el segundo nombre que, definitivamente, inspiró la creación del nuevo Concierto promovido por Hanuš Wihan: el chelista y también compositor de origen irlandés Victor Herbert (1859-1924), quien fue violonchelo principal de la entonces llamada Sociedad Sinfónico-Filarmónica de aquella ciudad (hoy Filarmónica de Nueva York) y jefe del departamento de violonchelo del Conservatorio al cual Dvořák llegó a dirigir, puesto al que accedió después de estudiar en Viena. Cabe anotar que Herbert era un personaje muy respetado en los Estados Unidos y a la vuelta del siglo XX adquirió fama universal con su ópera Babes in Toyland (1903) y su opereta Naughty Marietta (1910), esta última un éxito de Broadway y llevada a la pantalla cinematográfica en 1935; tan sólo dos de sus cuarenta obras que produjo para los escenarios.

Cuando se estrenó la Novena sinfonía de Dvořák, Herbert se encontraba tocando en la orquesta y el 9 de marzo de 1894 el músico checo atestiguó la primera audición del Segundo concierto para chelo del propio Herbert bajo la dirección de Anton Seidl (1850-1898). Y aunque Dvořák había tenido tanta relación con chelistas, él mismo llegó a decir que “el violonchelo no es digno de que se le escriba un Concierto entero”. Al escuchar la obra de Victor Herbert, Dvořák quedó perplejo por el fenomenal despliegue de matices, colores y virtuosismo que el estadounidense había impreso en su partitura (en la que, por cierto, utiliza una gran orquesta que incluye tres trombones y que en ningún momento opacan el discurso solista), muy alejado de aquel lugar común del siglo XIX en el que se decía que el violonchelo simplemente era inadecuado para la retórica y el empuje del lenguaje concertante.

El 28 de abril de 1894 Dvořák firmó la renovación de su contrato en el Conservatorio por dos años más; después de su periodo vacacional de verano en su tierra natal regresó a Nueva York y puso manos a la obra en su nuevo Concierto hacia el 8 de noviembre. El día 9 de febrero del año siguiente (el día del décimo cumpleaños de su hijo Otakar [1885-1961]) “a las 11:30 de la mañana” puso punto final a la obra. Al verano siguiente, el compositor regresó a su patria para disfrutar de su vacación y en medio de su descanso (en agosto) escribió decidido a la Sra. Thurber que lo había empleado, solicitándole de forma muy cordial que fuera liberado de su contrato, algo a lo que ella no pudo rehusarse.

En septiembre Dvořák se reunió con el chelista Wihan a instancias de Josef Hlavka (1831-1908), uno de los más destacados impulsores de la cultura checa; el encuentro ocurrió en el Castillo Lány donde Wihan, acompañado por el compositor en el piano, tocaron el Concierto de principio a fin. El chelista sugirió algunos pequeños cambios a la partitura que fueron tomados con agrado por Dvořák, pero cuando se sugirió que al final del Concierto se incluyera una cadenza virtuosa para el solista el compositor tuvo que rehusarse (por circunstancias que se detallan más adelante). Aun así, la partitura del Concierto para violonchelo está dedicada a Wihan; aparentemente el desaguisado provocó que el estreno mundial fuera realizado por alguien distinto, el inglés Leo Stern (1862-1904), quien tocó la primera audición en Londres el 19 de marzo de 1896 en la Queen’s Hall con la Sociedad Filarmónica de aquella ciudad bajo la dirección del compositor y su posterior estreno en Praga el 11 de abril siguiente con la Filarmónica Checa.

Al paso de los años, y tratando de analizar lo que ocurrió en las semanas alrededor del estreno del Concierto se ha concluido que, más que haberse sentido insultado porque sus opiniones no fueron tomadas en cuenta, en realidad la agenda de trabajo de Wihan estaba tan complicada que, al momento de programarse la audición londinense, le era imposible tocar como solista. Prueba de ello es que siempre consideró a ésta como una obra maestra, y dio la primera de muchas presentaciones en La Haya bajo la batuta de Willem Mengelberg (1871-1951).

El carácter majestuoso del Concierto para violonchelo Op. 104 queda manifiesto en la elaborada exposición orquestal con la que abre el primer movimiento y en la que los clarinetes llevan una parte fundamental (como a lo largo de toda la partitura), al presentar el tema principal que es retomado por toda la orquesta con la anotación de “grandioso”. Después se escucha la voz de un corno con un segundo tema más lírico y la orquesta completa nos hace escuchar un tema más casi en forma danzada justo antes de la imponente entrada del instrumento solista que retoma el tema principal “quasi improvisando”. A partir de ese momento, todo el material expuesto recibe un tratamiento de proporciones heroicas; aquí no hay cabida para alguna cadenza para el solista pues Dvořák continúa el discurso sinfónico de manera magistral. Al final del movimiento aparece la reiteración del tema inicial en un episodio arrebatador, enunciado por las trompetas y los timbales.

El segundo movimiento inicia con un dulce tema escuchado en los alientos madera que después es retomado por los clarinetes que tienden un delicado manto para que el solista exponga su propio tema; de pronto, un estallido orquestal nos lleva al segundo tema de esta sección, con tintes de marcha fúnebre. Aquí Dvořák echa mano de un tema propio, ligeramente alterado, de la primera de sus cuatro canciones de su Opus 82: Déjame deambular solo con mis sueños (aunque el título original simplemente dice Lasst mich allein –déjame solo-). Aquí vale la pena recordar uno más de los nombres que dieron origen y sentido al Concierto para violonchelo: Dvořák disfrutó de un largo y feliz matrimonio con Anna Čermáková (1854-1931), con quien se casó en 1873. Pero ella no había sido su primer amor; varios años antes había experimentado un enamoramiento formal por una de sus hermanas mayores, Josefina (1849-1895), su estudiante de piano en ese momento. Nada romántico surgió de esa atracción precoz (que, de hecho, parece haber sido estrictamente de parte de Dvořák), y Josefina y Antonín pasaron treinta años viviendo como parientes políticos y totalmente platónicos. Mientras la pareja Dvořák vivía en Nueva York, la salud de Josefina comenzó a declinar precipitadamente, y murió el 27 de mayo de 1895, solo un mes después de que regresaran a Praga de su estadía estadounidense. Dvořák hizo un homenaje a la moribunda Josefina en su Concierto al incorporar la canción antes citada que, según el biógrafo de Dvořák, Otakar Šourek (1883-1956) era una de las favoritas de Josefina.

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Las hermanas Čermákovy (Josefina -de pie- y Anna -sentada)

El movimiento final es un vigoroso rondó que inicia con cierto carácter marcial; de acuerdo con varios estudiosos, el espíritu robusto y triunfal a la vez de esta música tiene que ver con el regreso definitivo del compositor a su patria. Los cornos exponen el tema de marcha de forma discreta pero también gloriosa y estalla en júbilo con toda la orquesta y más tarde con el violonchelo solista. Después viene una sucesión de temas e ideas que van de lo muy enérgico a lo lírico en extremo, uno de los cuales es cantado por el violonchelo y un violín solo. La coda del movimiento es descrita por el propio autor en una carta dirigida al editor Fritz Simrock (1837-1901) el 3 de octubre de 1895: “El finale culmina con un diminuendo gradual, como un suspiro, con reminiscencias de los movimientos primero y segundo, siendo que la voz solista va muriendo hacia un pianissimo. Entonces el sonido orquestal comienza a crecer y los últimos compases son tomados por la orquesta en un final tempestuoso.”

De hecho, al enterarse Dvořák de la muerte de Josefina, reelaboró ​​la coda del Concierto, con alusiones a paisajes celestiales, trinos de pájaros y un nuevo susurro de la canción Lasst mich allein como un discreto mausoleo a un amor sempiterno que nunca se pudo materializar.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Alisa Weilerstein, violonchelo. Orquesta Filarmónica Checa. Jiří Bělohlávek, director.