AMY BEACH

Nació en Henniker, Nuevo Hampshire, Estados Unidos de Norteamérica, el 5 de septiembre de 1867.

Murió en la Ciudad de Nueva York, Estados Unidos de Norteamérica, el 27 de diciembre de 1944.

Sinfonía en mi menor, Op. 32, Gaélica

  • Allegro con fuoco
  • Alla siciliana – Allegro vivace – Andante
  • Lento con molta espressione
  • Allegro di molto

Instrumentación: 2 flautas, 2 oboes (el segundo alterna con corno inglés), 2 clarinetes (el segundo alterna con clarinete bajo), 2 fagotes, 4 cornos, 2 trompetas, 3 trombones, timbales, 1 percusión y cuerdas.

Duración aproximada: 42 minutos.

Amy Beach en su infancia

Amy Beach fue la primera mujer que logró que se tocara su música (en este caso, su Sinfonía) a cargo de una orquesta de renombre, y sus partituras fueron tocadas y ampliamente celebradas por músicos, público y críticos tanto en los Estados Unidos como en Europa, una absoluta rareza para cualquier compositor estadounidense del siglo XIX.

Amy Beach (cuyo nombre de soltera era Amy Marcy Cheney) provenía de una distinguida y próspera familia de Nueva Inglaterra. Su talento musical se hizo evidente desde muy niña y su madre, Clara Imogene (1846-1911) supo arropar esas aptitudes para guiarla en sus primeros estudios: se dice que antes de los 2 años podía cantar y armonizar numerosas canciones; a los 4 tocaba el piano y componía, y tres años más tarde ofreció sus primeros recitales de piano con un variado repertorio que también incluyó sus propias creaciones.

En 1875 su familia se mudó a Boston, donde estudió piano con Ernst Perabo (1845-1920) y Carl Baermann (1810-1885), ambos intérpretes y compositores nacidos en Alemania que habían sido instruidos por figuras como Ignaz Moscheles (1794-1870) y Franz Liszt (1811-1886), lo que le proporcionó una sólida base en las tradiciones musicales del Viejo Mundo. Sus contemporáneos en el mundo musical de Nueva Inglaterra incluyeron a personalidades como John Knowles Paine (1839-1906), Arthur Foote (1853-1937), George Whitefield Chadwick (1854-1931) y Horatio Parker (1863-1919).

Su debut profesional “oficial” ocurrió cuando Amy tenía 16 años y su cada vez más sólida formación académica le permitió ser invitada varias veces como solista de la Sinfónica de Boston, la primera de las cuales fue con el Segundo concierto para piano de Frédéric Chopin (1810-1849) que la prensa definió como “perfecto”.

Todo parecía apuntar a que Amy Beach se convertiría en una sólida concertista de piano y cuyo catálogo de obras crecía constantemente. Pero el futuro promisorio comenzó a llenarse de nubarrones grises. La sociedad estadounidense de esa parte del siglo XIX no aceptaba los talentos artísticos de una mujer virtuosa y socialmente se le conminaba a ofrendar su vida al hogar y la familia. Y aunque su madre fue su principal motor para seguir el camino de las artes sonoras, los dos padres rechazaban que el futuro profesional de Amy fuera la música.

Las circunstancias tan adversas la llevaron a optar por el matrimonio a la edad de 18 años con Henry Harris Aubrey Beach, un destacado cirujano de Boston que era 25 años mayor que ella. Como era la norma durante este tiempo, Henry se convirtió en una figura de autoridad para Amy y limitó sus actuaciones públicas a un recital anual con fines benéficos. Sin embargo, aprobó que su esposa continuara componiendo y también permitió que sus partituras se publicaran con su nuevo nombre de casada: Señora H. H. A. Beach.

Para una mujer que no tuvo una educación formal en tanto en orquestación como en composición, y su esposo se negaba a que tuviera un tutor, el éxito que llegó a tener Amy es notable a todas luces. Su Misa en mi bemol fue estrenada por la Handel & Haydn Society de Boston, e interpretó su propio Concierto para piano con la distinguida Sinfónica de aquella ciudad. Poco a poco se fue notando su enorme popularidad en la escena musical local por lo que fue aceptada como miembro de un grupo de compositores conocido como Boston Six, que incluía a George Chadwick, Arthur Foote y Edward MacDowell (1860-1908). El grupo estuvo influido por la música romántica alemana, y su trabajo reflejó el desarrollo de un estilo clásico estadounidense.

Esa férrea personalidad de Amy Beach se manifestó a través de sus nuevas creaciones. De ser una compositora que escribiera sencillas canciones en el estilo “victoriano”, Beach comenzaba a callar bocas con su abundante imaginación y exuberante pluma orquestadora. Aunque viviendo la reclusión que le imponía el matrimonio, ella dijo: “Mis composiciones me mostraron un campo más amplio. Desde Boston, podría llegar al mundo”.

Amy Beach enviudó en 1910 cuando contaba 43 años; su madre murió un año después. Todo ello la liberó de sus “grilletes” sociales y fue que decidió, a como diera lugar, promover su carrera como pianista y sus composiciones. Ante sus pérdidas familiares, Amy también determinó formar parte de la iglesia episcopal y que fue una importante fuente de inspiración antes de aprovechar su nueva vida; así pasó tres años principalmente en Alemania hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Gracias a ello pudo poner en práctica aquellas técnicas musicales que había aprendido en su patria y que entonces desarrolló con su idiomática personalísima ante los perplejos alemanes.

La obra sinfónica de mayor importancia de Amy Beach es su Sinfonía bautizada como Gaélica y que -a todas luces- refrendó su insuperable talento en una profesión dominada que durante mucho tiempo había sido dominada por hombres. La obra, concebida entre 1894 y 1896, es tan interesante ya que fue la primera Sinfonía de un compositor estadounidense que utiliza canciones folclóricas como material temático.

Una de las influencias primordiales en la música de Beach fue Antonín Dvořák (1841-1904) quien en esos momentos se encontraba en Estados Unidos dictando cátedra y como Director del Conservatorio de la ciudad de Nueva York. Es bien sabido que en ese periodo es que Dvořák apoyó un estilo de música nacionalista en el que se utilizaran canciones tradicionales de los pueblos americanos como fuente inspiradora. Beach adaptó esta idea a su credo de que los compositores deberían buscar inspiración en sus raíces. Así fue como eligió melodías de las Islas Británicas, el hogar de sus antepasados, para incluirlas en su Sinfonía; de ahí proviene el nombre de “gaélica”.

Para el primer movimiento de la Sinfonía, Beach utiliza una canción propia, Dark is the Night, que nos habla de una turbulenta travesía en el mar. Los primeros compases representan claramente el océano en plena tormenta, y el motivo va creciendo hasta estallar como el romper de una ola en las voces de los metales. Después, aparece una danza irlandesa en los alientos madera en un momento de tranquilidad antes de que resurja el drama inicial.

El segundo movimiento nos presenta diversos temas gaélicos en forma de un scherzo; el primero es una melodía irlandesa tocada por el oboe. Hacia el final de esta sección de tintes líricos, escuchamos nuevamente el breve y enérgico tema del Allegro inicial en las cuerdas, y después de varios adornos en la flauta el movimiento llega a su fin con humor y gracia.

Beach escribió que el tercer movimiento transmite «los lamentos, el romance y los sueños» del pueblo irlandés. Aunque ella misma no era irlandesa, este sentimiento fue una afirmación algo intrépida en su momento. La gran comunidad de inmigrantes irlandeses en Boston enfrentó una discriminación y hostilidad considerables, especialmente entre la clase de élite de la ciudad, con la que Beach estaba claramente conectada por sus vínculos familiares, y empatizar con estos refugiados estaba mal visto en su círculo social. Este movimiento, marcado como Lento con molta espressione se compone de dos secciones, cada una con su propio tema irlandés. El solo de violín toca una cadenza breve y apasionada, seguida de un emotivo solo de violonchelo. Una sensación de melancolía y nostalgia infunde las melodías a lo largo de este movimiento.

El movimiento final es triunfal y dramático, y nos recuerda lo enérgico de los primeros compases de la Sinfonía. Aquí se escucha una síncopa jadeante en las cuerdas genera cierta tensión mientras maderas y metales hacen su aparición gozosamente antes de que toda la orquesta nos presente un discurso lleno de emoción y dramatismo. El segundo tema es más lento, con saltos melódicos expresivos que recuerdan las melodías irlandesas. Beach escribió que este movimiento era sobre el pueblo celta, “su recia vida cotidiana, sus pasiones y batallas”. Este sentimiento es evidente en cada nota del final exuberante, alegre.

La Sinfonía Gaélica de Amy Beach fue estrenada con la Orquesta Sinfónica de Boston el 30 de octubre de 1896 bajo la dirección del entonces titular de la agrupación, Emil Paur (1855-1932), a quien la partitura está dedicada. Según reporta la biógrafa de la compositora, Adrienne Fried Block (1921-2009), “durante la vida de Beach la Sinfonía fue tocada por las orquestas de Chicago, Filadelfia, Detroit, Hamburgo y Leipzig, entre otras”.

Durante largo tiempo, y hasta el final de su vida, Amy Beach vivió en la ciudad de Nueva York. Fue recibida en dos ocasiones en la Casa Blanca, donde además ofreció breves recitales. Se ha dicho que antes de morir su música se consideraba anticuada y poco a poco fue cayendo en el olvido; hoy día finalmente estamos celebrando la vida y la admirable resiliencia de esta compositora virtuosa a través de su potente y hermosa Sinfonía.

JOSÉ MARÍA ALVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica de Nashville. Kenneth Schermerhorn, director.

ANTONÍN DVOŘÁK (1841-1904)

Serenata para cuerdas en mi mayor, Op. 22

  • Moderato
  • Tempo di valse
  • Scherzo. Vivace
  • Larghetto
  • Finale. Allegro vivace.

Dvořák tenía más de treinta años de edad cuando tuvo que luchar constantemente no sólo por el reconocimiento público sino para lograr un sueldo digno gracias a sus composiciones y no por la incontable cantidad de pequeños trabajos que apenas le daban para subsistir. Durante algún tiempo, los ingresos del músico venían de su trabajo como violista en la Orquesta del Teatro Provisional de Praga, puesto que abandonó definitivamente para poder dedicar más tiempo a la composición. Poco después, sus magras entradas monetarias provenían de su puesto como organista en la Iglesia de San Adalberto en Praga, pero prácticamente nada de sus primeras partituras.

Pero como bien reza la voz común popular, “Dios aprieta, pero no ahorca”, muy pronto el panorama comenzó a estabilizarse profesionalmente para el compositor. A fines de 1873 contrajo nupcias con Anna Cěrmáková (1854-1931), circunstancia que lo hizo muy feliz; un año después se estrenó con un éxito estupendo su ópera Rey y carbonero (Král a uhlíř) y el 4 de abril de ese 1874 su esposa y él festejaron el primer cumpleaños de su hijo Otakar. A inicios de 1875 el horizonte de Dvořák comenzó a aclararse cada vez más: se le otorgó un estipendio anual de 400 florines de oro (muchísimo más de lo que ganaba como atrilista en la Orquesta) por parte del Estado Austriaco gracias a sus Sinfonías 3 y 4, siendo Johannes Brahms (1833-1897) y Eduard Hanslick (1825-1904) -el muy temido crítico de la Neue freie Presse– miembros del jurado calificador.

Así fue que, sintiéndose en plenitud familiar y económica, Dvořák inició un interesante periodo creativo que vio nacer una nueva ópera (Los amantes obstinados), varias piezas de música de cámara (los Tríos con piano en si bemol mayor y en sol menor y su Cuarteto con piano en re mayor), el primer libro del ciclo de canciones denominado Duetos moravos para soprano, tenor y piano, su Quinta sinfonía (comenzada el 15 de junio de ese año y terminada tan sólo cinco semanas después) y, de particular atención, su Serenata para cuerdas.

¡Tan sólo doce días le llevó a Dvořák concebir su Serenata (entre los días 3 y 14 de mayo de 1875)! Recientemente ya había escrito un Quinteto para cuerdas que le permitió trabajar las texturas de dichos instrumentos con un fino artesanado. De hecho, aquel Quinteto lo escribió con dos movimientos lentos, uno de los cuales separó de la pieza para convertirlo más tarde en su Nocturno Op. 40.

La Serenata para cuerdas es, sin lugar a duda, una de las partituras más frescas y encantadoras de todo su catálogo; enraizada en la forma dieciochesca del “divertimento”, la obra posee un espíritu ligero, de proporciones sencillas y bien balanceadas, como su experto uso del “canon” y de la forma cíclica. Su primer movimiento denota cierta nostalgia que se transforma en momentos de gran calidez, con algunos atisbos de música folclórica y con una mano experta que –en momentos- divide al grupo de cuerdas en siete partes. El movimiento siguiente es un minueto a tiempo de vals pleno de elegancia. Viene después un Scherzo que presenta cierta ingenuidad en el que las melodías son imitadas por las diferentes voces cuerdísticas como en un “canon”. Luego se presenta el centro emocional de toda la Serenata: el Larghetto, con ligera referencia a la sección de trío del segundo movimiento, es un nocturno de contornos apasionados que nos remite a la contemplación de la luz de la luna reflejándose en un lago en la quietud de la noche. El último movimiento es mordaz, burbujeante y no menos exuberante, en donde se vuelve a escuchar el tema principal del movimiento inicial justo antes de cerrar la Serenata con un exquisito virtuosismo camerístico.

La Serenata para cuerdas de Dvořák estuvo lista para estrenarse en Viena bajo la dirección de Hans Richter (1843-1916), pero por alguna desafortunada confusión la presentación tuvo que ser suspendida; finalmente, fue estrenada el 10 de diciembre de 1876 durante un Concierto de jubileo de la Sociedad de amigos del Coro y la Orquesta del Teatro Checo de Praga, bajo la dirección de Adolf Čech (1841-1903).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Capella Istropolitana. Jaroslav Krček, director

Dvořák alrededor de 1870

Nació en Nelahozeves, República Checa, el 8 de septiembre de 1841.

Murió en Praga, República Checa, el 1 de mayo de 1904.

Serenata para instrumentos de aliento y contrabajo en re menor, Op. 44

  • Moderato quasi marcia
  • Minueto
  • Andante con moto
  • Finale: Allegro molto

Después de que Dvořák escribiera su Serenata para cuerdas en 1875 su fama alcanzó alturas impresionantes en su país natal. Ya para entonces se había hecho acreedor en dos ocasiones al Premio Estatal Austriaco, llamando la atención de Johannes Brahms (1833-1897), quien a raíz de ello se decidió a impulsarlo y aconsejarlo.

La Serenata en re menor está instrumentada para pares de oboes, clarinetes y fagotes, contrafagot, tres cornos, violonchelo y contrabajo, y fue escrita rápidamente en enero de 1878 para ser estrenada por el propio autor en la dirección en Praga en noviembre del mismo año. La estructura de la partitura nos deja ver la influencia de las serenatas callejeras tan célebres en el siglo XVIII, en las que básicamente se utilizaban alientos (y, por supuesto, también en el estilo de Wolfgang Amadeus Mozart [1756-1791] que alimentó el género con sendas serenatas y divertimenti).

Es curioso hacer un símil entre la marcha que inicia esta Serenata, que con tan sólo escucharla nos remite directamente a una marcha nupcial con carácter muy solemne. Por su parte, el segundo movimiento (un Minueto) recuerda una danza popular bohemia, en ritmo lento, conocida como sousédská, que se une a un trío vivaz de ritmos sincopados. Por su parte, el Andante nos muestra uno de los más hermosos momentos de la música de Dvořák, pleno de poesía, inspiración e invención armónica; mientras que el Finale es de tintes totalmente rústicos, con una hiperactividad excitante que desemboca en la reiteración de la marcha inicial y en un final “muy a la Dvořák”.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Solistas de la Filarmónica de Oslo.

BÉLA BARTÓK (1881-1945)

Suite de El mandarín maravilloso, Op. 19

Instrumentación: 3 flautas (alternan con 2 pícolos), 3 oboes, 1 corno inglés, 3 clarinetes (alternan con clarinete en mi bemol y clarinete bajo), 3 fagotes, 1 contrafagot, 4 cornos, 3 trompetas, 3 trombones, 1 tuba, timbales, 5 percusiones, 1 arpa, celesta, piano, órgano (opcional) y cuerdas.

Duración aproximada: 20 minutos.

Las dos primeras décadas del siglo XX vieron nacer uno de los proyectos artísticos más importantes (e impresionantes) que alguna vez se hayan realizado en el rescate de la música popular en el mundo. Béla Bartók y su colega y compatriota Zoltán Kodály (1882-1967) emprendieron una serie de viajes de investigación por toda Europa central incluyendo su natal Hungría, además de Rumania y Bulgaria. Ahí recopilaron, durante una considerable cantidad de años, los cantos y las danzas populares de su gente, registrando colecciones de más de dos mil melodías que, a partir de ese momento, constituyeron la memoria artística folklórica de esa región del mundo. Muchas de ellas fueron retomadas por ambos músicos para llevarlas a las salas de concierto y permitir su difusión entre los diversos niveles sociales con el único propósito de que conocieran y pusieran en su justa medida su legado cultural.

Hacia 1918 Bartók había ganado una reputación como un destacado compositor de música nueva en su natal Hungría y en el extranjero. Sus piezas orquestales, de cámara y de piano ya se publicaban y tocaban constantemente, así como la colección de la música popular de Europa del este. Sus dos obras escénicas, la ópera El castillo de Barbazul y el ballet El príncipe de palo, habían sido presentadas en Budapest. Un aspecto grotesco común en ambas piezas es especialmente aparente en la historia de horror de Barbazul.

Bartók compuso su última y más grande partitura escénica, el ballet-pantomima El mandarín maravilloso (“una desagradable historia de depravación urbana” en palabras del crítico londinense Matt Fernand), en el invierno de 1918-1919. Probablemente haya sido inspirado por el turbulento clima político al final de la Primera Guerra Mundial, al ser sacrificada la estabilidad de Hungría para ganar su independencia. El guion de este ballet, definido como “pantomima grotesca”, fue realizado por Menyhért Lengyel (1880-1974). La historia, su representación dancística y la música misma estaban pensadas para causar conmoción. En el verano de 1918, Bartók escribió a su esposa:

«Será una música infernal. El preludio antes de que el telón suba será muy corto y sonará como pandemonio… el público ingresará a la guarida [de los ladrones] en el apogeo de la metrópoli.»

Debido a la contienda armada, Bartók no pudo retomar la partitura sino hasta finales de 1919 y la orquestación, interrumpida frecuentemente, tuvo que realizarse durante otros tres años.

El mandarín maravilloso es la historia de tres hombres y una mujer que descubren no tener dinero; los bribones le ordenan a la mujer que atraiga transeúntes a su habitación para poder robarlos. Las primeras dos víctimas –un caballero de edad avanzada y un estudiante- bailan con la mujer pero los mandan a volar porque tampoco tienen dinero. La tercera persona que accede a los aposentos es el Mandarín, cuya extraña apariencia repugna a la mujer. Tratando de sobreponerse de la desagradable impresión, ella baila con él; cuando la abraza los compinches lo roban y pretenden matarlo. En un gran sofoco lo apuñalan y tratan de ahorcarlo pero sin éxito; sólo después de que la mujer vuelve a abrazar al Mandarín y lo satisface sexualmente, al momento del orgasmo sus heridas comienzan a sangrar y muere.

Esta historia espeluznante y su representación escénica muy explícita, impidió que el ballet completo fuera presentado en Budapest hasta después de la muerte de Bartók. Su estreno en versión integral ocurrió en Colonia, Alemania, el 27 de noviembre de 1926 y, como era de esperarse, fue un escándalo equiparable al del estreno en 1913 de La consagración de la primavera de Stravinsky (1882-1971). El director de la orquesta en esa ocasión fue Eugen Szenkár (1891-1977) quien relató:

«Al final de la actuación hubo un concierto de silbidos y chillidos. El alboroto era tan ensordecedor y largo que la cortina de fuego (del teatro) fue derribada, pero lo soportamos y no tuvimos miedo de aparecer delante de la cortina, momento en el que los silbidos se reanudaron en señal de venganza». 

Debido a los desagradables acontecimientos y su contenido explícito, El mandarín maravilloso fue retirado de la cartelera y volvió a verse como ballet unos veinte años después de haberse estrenado.  Pero debajo de su “fealdad superficial” (como la califica Roger Lustig), El mandarín maravilloso refleja la gran vitalidad de Bartók; no se trata del amor romántico sino de una fuerza vital elemental expresada de modo erótico que puede tener la muerte. La energía del Mandarín y la compasión de la mujer parecen trascender lo sombrío de la situación pero sin una resolución efectiva.

Bartók conocía bien La consagración stravinskiana, que también tiene que ver con la energía primitiva de la naturaleza; su Mandarín recuerda mucho a Stravinsky de numerosas formas, desde el sórdido inicio de la partitura (que representa el alboroto del tráfico urbano). El mandarín maravilloso tiene un interesante diseño simétrico, típico en Bartók: la Introducción y la Escena de la muerte enmarcan la historia central: tres pretendientes, la danza central y tres intentos de asesinato.

Debido a la censura del ballet completo, Bartók preparó una Suite de concierto de El mandarín maravilloso que fue estrenada el 15 de octubre de 1928 en Budapest bajo la batuta de uno de los grandes defensores de la música húngara (¡y de Bartók!): Ernő Dohnányi (1877-1960).

JOSÉ-MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Festival de Budapest. Ivan Fischer, director.

SAMUEL COLERIDGE-TAYLOR (1875-1912)

Concierto para violín y orquesta en sol menor Op. 80

  • Allegro maestoso – Vivace – Allegro molto
  • Andante semplice – Andantino
  • Allegro molto – Moderato

Siempre es muy reconfortante enfrentarnos a nuevo repertorio para nuestros oídos, especialmente cuando éste es de una estupenda factura y que el tiempo ha querido opacar sin una razón aparente. Quizá muchos de ustedes no estén familiarizados con el nombre del compositor. Por ello, vale la pena hacer un breve recuento biográfico de Samuel Coleridge-Taylor.

Samuel fue producto de una breve relación amorosa entre un joven estudiante de medicina llegado a Inglaterra desde Sierra Leona (África) con una chica inglesa. El médico en ciernes regresó a su patria después de haber embarazado a su pareja, por lo que ella decidió contraer nupcias poco tiempo después. Así, Samuel era el “hijo negro en una familia de blancos”, bautizado de forma casi similar al poeta Samuel Taylor Coleridge (1772-1834). Y aunque ese tipo de etiquetas hoy pueden tomarse como discriminadoras (¡!) y se ha tratado de buscar cuanta definición para que no suenen “ofensivas”, en realidad Samuel (siendo de raza de color, negro, o como se le guste definir) fue un muchacho que siempre llamó la atención en su escuela desde niño, más aún por haber dado claras muestras de sus talentos artísticos, especialmente su apego a tocar el violín. Primero tomó lecciones con Joseph Beckwith (¿?-¿?) en su natal Croydon y también tenía una buena voz que utilizó mil y un veces en los servicios religiosos locales. Se dice que cuando asistió a la primera sesión de estudio con Beckwith, el profesor saludó al pequeño Samuel y le preguntó si sabía hablar inglés, a lo que el muchacho –con el estuche de su violín en ristre- contestó: “Yo soy inglés”.

Siendo que su talento era muy destacado en la comunidad, un adinerado militar decidió apoyar la carrera en ciernes de Samuel y lo envió con los recursos necesarios a Londres para estudiar violín en la cátedra de Henry Holmes (1839-1905) en el Royal College of Music. Para entonces, la editorial Novello, misma que era la editora oficial de destacados músicos como Sir Edward Elgar (1857-1934), ya había publicado una de sus piezas corales y justo por esos tiempos fue reconocido como un estupendo pianista, organizando conciertos de música de cámara en su localidad. ¡Sí, Samuel Coleridge-Taylor tenía sólo 16 años de edad!

Su estudio del violín no prosperó debido a que conoció a Sir Charles Villiers Stanford (1852-1924), uno de los más destacados profesores de composición en el Royal College of Music y el aún adolescente prefirió seguir el camino de creador musical. Las primeras obras que entregó a su profesor estaban inmersas en un claro idioma venido directamente de Antonín Dvořák (1841-1904), aunque su maestro le había pedido que escribiera algo en la tradición brahmsiana (bueno, mucha de la música de Dvořák tenía claros trazos de Brahms [1833-1897]). Al cumplir veinte años de edad, Coleridge-Taylor fue llevado por Stanford a Berlín para presentárselo al (ya) legendario Joseph Joachim (1831-1907).

En 1898 compuso una Balada para orquesta para estrenarse en el célebre Festival de Tres Coros de Gloucester. La impresión del público y la crítica al ver a un compositor “de color” fue muy positiva y generó una amplia cobertura de la prensa local y nacional. Dicha Balada fue escuchada poco después en Londres, con lo cual el joven músico ya estaba en boca de la sociedad artística de toda Europa. Un éxito adicional le vino poco después al dirigir él mismo el estreno de su obra coral El banquete de bodas de Hiawatha en el Royal College of Music. En el año 1900 fue estrenada en el Festival de Birmingham durante el cual también se escuchó por vez primera el oratorio El sueño de Geroncio de Elgar; qué sorpresa se llevarían muchos cuando la pieza inspirada en Hiawatha levantó una sonora ovación de pie del público asistente, mientras que la hoy venerada obra de Elgar fue aplaudida con muchas reservas.

A veces el éxito en el escenario no está asociado con una buena “administración” de una carrera artística; en ese sentido, a Coleridge-Taylor se le ocurrió que si su Hiawatha tenía tan buena recepción, bien podría vender sus derechos (también para obtener un poco de efectivo en la cartera). Pues así fue como él cometió el gravísimo error de venderla por tan sólo 15 libras esterlinas a su editor. Antes de la Primera Guerra Mundial, El banquete de bodas de Hiawatha había vendido casi 150 mil copias en Europa y se había convertido en la pieza coral más tocada y escuchada en el Reino Unido… y su autor no vio ni un solo penique de regalías. Historia similar que le ocurrió a Juventino Rosas (1868-1894) con su celebérrimo Vals Sobre las olas

Entendemos entonces que Coleridge-Taylor no vivió forrado de lujos y que tuvo que componer para poder vivir decorosamente. En ese sentido, las partituras que concibió en los primeros años del siglo XX estaban pensadas en el estilo de música de salón o para mero divertimento, muchas de las cuales para el instrumento que estudió desde su niñez. También compuso una sustanciosa cantidad de Cantatas de concierto (pero ninguna de ellas con el éxito de Hiawatha, tristemente), Coleridge-Taylor pensó en ser fiel a sus raíces étnicas y comenzó a incluir citas de spirituals y a hacer honor a la música popular africana. Prueba de ello son: Toussaint l’Ouverture (1901), las Variaciones sinfónicas sobre un aire popular africano (1906) y The Bamboula, danza rapsódica (1910). 

En aquellos años Coleridge-Taylor ya era también una personalidad en el Nuevo Mundo. Fue invitado varias veces en Connecticut a dirigir en el Festival Litchfield donde se granjeó el apodo de “El Mahler negro”. Es más, la presencia de un músico “de color” en los escenarios provocó comentarios entusiastas de la prensa que vaticinaron un cambio benéfico en el arte de los Estados Unidos, al diluirse los enfoques raciales que imperaban en la nación (aunque es de todos sabido que tuvieron que pasar muchos años para que ese cambio realmente surtiera efecto… pero sin lugar a dudas Coleridge-Taylor fue la punta de lanza). Así, este compositor inglés se convirtió en un ícono del movimiento conocido como “New Negro” que trabajó en pro de abolir las diferencias raciales y sociales. El impacto del activismo social de este músico en los Estados Unidos inspiró la fundación en 1901 de la Sociedad Coral que lleva su nombre, en Washington D.C.

Maud Powell, violinista a quien Coleridge-Taylor dedicó su Concierto para violín

La última partitura de Colerdige-Taylor es su Concierto para violín y orquesta, que fue escrito para la destacada solista Maud Powell (1867-1920), quien ofreció su estreno mundial el 4 de junio de 1912 en Norfolk, Connecticut. Al comisionársele para escribir este Concierto para el Festival de Norfolk, su director le pidió a Colerdige-Taylor que, ya que había gozado de gran éxito con sus piezas inspiradas en música africana, concibiera su nueva obra concertante con citas de spirituals y otras piezas tradicionales. El compositor se animó, pero al enviar el manuscrito al Nuevo Mundo tuvo que enviar un mensaje urgente pidiendo que destruyeran el original: había cambiado de parecer y no se sentía cómodo con el resultado final del Concierto. Curiosamente, el estreno absoluto estuvo a punto de ser cancelado no porque la nueva versión del Concierto se hubiera retrasado; se pensaba que la partitura y las partes de orquesta habían sido enviadas en un trasatlántico que, desafortunadamente, se había hundido en las aguas del Océano Atlántico la madrugada del 15 de abril de 1912 (es decir, el Titanic). Pero no: pocos días antes del estreno todo llegó por correo que hizo pasar un mal rato a compositor, solista y todos los demás involucrados (curioso es que uno de los spirituals que él escogió para la primera versión de la obra se llamaba Keep Me From Sinking Down, es decir: Mantenme sin hundirme). El 8 de octubre de ese año el Concierto de Coleridge-Taylor fue escuchado por primera vez en Inglaterra en los Promenade Concerts (hoy conocidos como los PROMS de la BBC) en la Queen’s Hall londinense con el solista Arthur Catterall (1883-1943) dirigido por Sir Henry Wood (1869-1944).

El primer movimiento del Concierto es extenso y está pensado en una forma rapsódica, donde el violín solista participa con diversos episodios más decorativos que virtuosos. De esta sección es de destacar la interesante cadenza que el violín toca con el discreto acompañamiento de un redoble de timbal y una nota “re” sostenida en los contrabajos. La parte siguiente es una especie de nocturno de carácter lírico, que comienza con un ensoñador manifiesto por parte del solista. El final es una suerte de rondó que explora nuevamente un carácter rapsódico (sí, muy en el estilo de Dvořák), mismo que concluye con el enunciado del tema principal (Maestoso) del movimiento inicial, y con un atisbo del movimiento lento.

Coleridge-Taylor no vivió lo suficiente para gozar del éxito inicial que tuvo su Concierto para violín. En los últimos días de agosto de 1912 fue diagnosticado con neumonía, después de haberse desmayado en la estación de trenes de West Croydon. Su atareada agenda de trabajo, además de las angustias que le provocaba su precaria situación financiera, impidió que pusiera la atención necesaria en su salud; así fue que el 1 de septiembre siguiente Samuel Coleridge-Taylor dibujó su último aliento a los 37 años de edad, siendo sobrevivido por su esposa Jessie (1869-1962) y sus dos hijos: Hiawatha (1900-1980) y Avril (1903-1998), quienes siguieron los pasos de su padre en la música.

Los restos de este compositor descansan en el Cementerio Bandon Hill al sur de Londres. Y parecía que el recuerdo de su magnífico Concierto para violín también descansaría por los siglos de los siglos en un polvoroso archivero. Fue hasta el año 1980, casi setenta años después de su estreno, que la obra volvió a escucharse a instancias de la Guildhall School for Music and Drama de Londres bajo la interpretación de Sergiu Schwartz (n. ¿?). Y gracias al enorme interés y evidente virtuosismo (como intérprete y como artista) del violinista ucraniano, naturalizado mexicano, Mykita Klochkov (n. 1979), es que el Concierto de Colerdige-Taylor se ha escuchado en México en varias ocasiones. ¡Gracias, querido “Niko”, por traernos aires frescos y renovados a nuestros escenarios!

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Tasmin Little, violín. Filarmónica de la BBC de Manchester. Sir Andrew Davies, director.

ALFREDO CARRASCO (1875-1945)

Preludio sinfónico

Los ojos que tú tienes

Son luz de mis amores

Cuando yo me fijo en ellos

Ellos no me corresponden.

En un momento quiero

Decirte lo que siento:

Que te juro serte fiel

Hasta el morir

Si me amas tú.

¿Reconoce usted, estimado lector, la letra de esta romántica canción? Durante muchas generaciones, esta canción conocida coloquialmente como “El adiós de Carrasco” (simplemente porque la escribió un señor apellidado “Carrasco” pero cuyo verdadero título es Adiós), e inmortalizada por voces como la de José Alfredo Jiménez (1926-1973), entre muchos más, es tan sólo el discreto pétalo de un robusto y fragante buqué floral que constituye la vida de un hombre al que la memoria colectiva debe hacerle justicia.

Sinaloense de nacimiento, pero tapatío por adopción, Alfredo Carrasco llegó muy niño a Guadalajara para comenzar sus estudios con el organista de la Catedral de esa ciudad, Francisco Godínez (1855-1902), quien instruyó a su alumno de acuerdo con la más sólida tradición organística venida de Francia, acuñada por autores como Cesar Franck (1822-1890) y Gabriel Fauré (1845-1924). Para 1899, Carrasco fue nombrado el segundo organista de Catedral e impartía cátedra de canto llano para niños. Los años de juventud de Carrasco se vieron nutridos con muchos reconocimientos locales, así como fundó el Ateneo Jalisciense y la Sociedad Artística de Aficionados. Después de 1918 cambió su residencia a la ciudad de México donde cultivó su humildad mediante la enseñanza en la Escuela Nacional de Ciegos, en la Industrial de Huérfanos y la Nacional Preparatoria, entre muchas otras. En esos tiempos fue que Carrasco se percató que la Revolución Mexicana no le hacía justicia: sus primeras composiciones estaban enraizadas en el romanticismo europeo imperante durante el Porfiriato y el rompimiento artístico y social de la Revolución lo consideraba como un compositor anacrónico y falto de interés para lo que –supuestamente- requería la nueva sociedad mexicana. Así, los esfuerzos de Carrasco por darse a conocer en pleno Nacionalismo musical, frente a Manuel M. Ponce (1882-1948), Carlos Chávez (1899-1978) o Silvestre Revueltas (1899-1940), fue una tarea imposible que él decidió abandonar para entregarse a la docencia y –muy modestamente- a atender la ventanilla de instrumentos en el Monte de Piedad durante los últimos años de su vida.

Alfredo Carrasco el día de su boda con Luz Camarena y Castro (1901).

En Mis recuerdos (1939), las memorias de Carrasco editadas para la UNAM por Lucero Enríquez, el propio Carrasco nos relata:

“El año de 1921 en el que todo México celebró entusiasta y brillantemente el primer centenario de la consumación de nuestra independencia nacional, (…) el presidente de la república, general Álvaro Obregón, (…) lanzó la convocatoria para un concurso musical, emitida el 1º. de diciembre del año anterior. (El concurso) resultó un solemne y sonado fracaso, en toda la línea. Jamás se supo nada porque nada se publicó y así, todos los ilusos que tan de buena fe acudimos al llamado, fuimos bonitamente chasqueados por la absoluta falta de datos. Ponce (…) querido y simpático maestro –que fue miembro del jurado con los maestros Susano Robles y Estanislao Mejía- me dio la feliz noticia (de que había sido ganador). (…) el primer premio (era) de 1000.00 pesos con una elegía en forma de preludio sinfónico, obra que el maestro S. Robles se apresuró a instrumentar para grande orquesta (pero que no se efectuó), pero que se encomendó a Abel M. Loretto para que fuera ejecutado el Preludio sinfónico durante las fiestas patrias –según se prometía en las bases de la convocatoria-.”

Tristemente, el Preludio sinfónico de Carrasco nunca se tocó como se había prometido, el acta que lo declaraba ganador fue extraviada por un “indigno inspector” de la Secretaría de Guerra y Marina quien, según afirma el compositor, le auguraba el feliz hallazgo del documento oficial toda vez que compartiera la mitad del premio monetario con él. Carrasco, como todo buen ciudadano, se negó… y el Preludio quedó archivado.

De 1921 a 1945, año de la muerte de Carrasco, él compuso unas cien obras más, entre las que se encuentran un estupendo Cuarteto de cuerdas y una Gran misa de réquiem que se escuchó por vez primera en el Sagrario Metropolitano en 1943. Sin embargo, el deceso de Carrasco ocurrió a causa del alcoholismo y una deteriorada condición física y emocional.

El manuscrito de su Preludio sinfónico fue hallado en el fondo reservado de la Biblioteca del Centro Nacional de las Artes de la ciudad de México a fines de la década de 1990 y su rescate se debe al director de orquesta Benjamín Juárez Echenique (n. 1951) quien lo grabó junto con la Orquesta de las Américas.

Hoy resuena ese breve pero estupendo Preludio de Carrasco de exquisita nostalgia por un México perdido, pero que asoma la pluma magistral de un músico que vale ser reconocido más allá de una canción romántica.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: ORQUESTA DE LAS AMÉRICAS. BENJAMÍN JUÁREZ ECHENIQUE, director.

GUSTAV MAHLER (1860-1911)

Sinfonía No. 7 en mi menor

  • Langsam (lento). Allegro risoluto
  • Nachtmusik I (Musica nocturna I): Allegro moderato
  • Scherzo. Fliessend, aber nicht schnell (fluido, pero no muy rápido). Schattenhaft (sombrío)
  • Nachtmusik II (Musica nocturna II): Andante amoroso
  • Rondó: Finale. Allegro ordinario. Allegro moderato, ma energico

Gustav Mahler siempre fue un compositor veraniego. Su obsesión ciertamente enfermiza por sus responsabilidades laborales en la Ópera de la Corte de Viena lo alejaba de la composición y fue por ello que adquirió una propiedad en Maiernigg, al sur del lago Wörth en la pacífica región de Carintia en Austria. Bien conocida era su rutina diaria durante la época de vacaciones: despertarse temprano, tomar una larga caminata por el bosque antes de tomar rumbo a su cabaña, mientras la servidumbre se le adelantaba para dejarle el desayuno en su lugar de trabajo. Y así, pasar varias horas encerrado, al abrigo de la naturaleza y respirando la dulce brisa del lago. Y después de la intensa jornada siempre dedicó las tardes a jugar con sus hijas, dar largos paseos en bicicleta y nadar. Sí: Mahler era muy aficionado al ejercicio ligero, sin siquiera imaginar que un desorden cardiaco lo alejaría de esos placeres.

Mahler concibió su Séptima sinfonía entre los veranos de 1904 y 1905. Entre junio y agosto de 1904 hubo momentos de gran plenitud para Gustav: nació su segunda hija, Anne Justine (1904-1988), apodada cariñosamente “Gucki”, concluyó sus Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos), puso punto final a su Sexta sinfonía e inició el proceso creativo de los movimientos 2 y 4 de su nueva Sinfonía, y que tituló “músicas nocturnas”. Pero en esos meses también padeció la lejanía de su esposa Alma María (1879-1964), al caer enferma después de dar a luz, por lo que se le prescribieron varias semanas de reposo y de observación médica en Viena.

Según los propios testimonios del compositor, la concepción de esas “músicas nocturnas” fue bastante fluido, natural. Pero Mahler no podía continuar con el resto de la Sinfonía. ¿Acaso le angustiaba el débil estado de salud de su esposa? No existe alguna carta o postal que documente lo anterior; aunque sí era evidente que la echaba de menos al estar él en su residencia veraniega y ella, convaleciente, a algunos kilómetros de distancia.

Tuvo que esperar hasta el verano siguiente para poner sus ideas en orden y terminar la nueva obra. Y, según él mismo lo afirmó, al trasladarse a su villa veraniega y cruzar el lago en lancha, el escuchar el rítmico sonido de los remos le ayudó a dar forma –en ritmo y carácter- a la introducción del primer movimiento de su nueva Sinfonía. Así pues, en tan sólo un mes los movimientos 1, 3 y 5 estaban terminados, revisó la partitura entre 1905 y 1906 y estaría relativamente lista para estrenarse en 1908.

Lo que Mahler había conseguido, de una forma un tanto complicada y hasta dolorosa, fue la continuación de su lenguaje sinfónico dentro del mundo meramente instrumental y que comenzó entre los años 1901 y 1902 con su Quinta sinfonía (una verdadera marejada de emociones de principio a fin), prosiguió con la Sexta (con su trágico contenido inmerso en los demonios y supersticiones del compositor) y llegar a una Séptima sinfonía que sería, a todas luces, optimista, y que traza un camino de la oscuridad a la luz, como lo refirió a su querido amigo el crítico musical suizo William Ritter (1867-1955): “Tres piezas nocturnas; el finale día brillante. Como fundamento para el todo, el primer movimiento.»

Mahler era reacio a agregar títulos a los movimientos individuales de sus Sinfonías o a revelar programas literarios o pictóricos que pudieran haberlos inspirado. No obstante, el título Nachtmusik (Música nocturna) está abiertamente vinculado al segundo y cuarto movimientos y, como lo revela el comentario de Mahler a Ritter, también da forma al tercer movimiento.

Es muy claro, entonces, que el concepto general de la obra haya dado pie a que esta Sinfonía se le llame -a veces- (y sin la autorización del compositor) como «La canción de la noche». Este énfasis en una música de naturaleza nocturna conecta a la Séptima de Mahler con la antigua tradición musical romántica.

De la forma como planteamos el contenido de la Séptima sinfonía de Mahler podría ser aparente que nos encontramos con una obra de un discurso interesante, directo, bien organizado y coherente. Pero para muchos estudiosos e intérpretes no es así. Hay quienes dicen que esta música es “hermética, oscura e incomprensible”, que sus tres movimientos centrales son una entidad sonora independiente y bien construida y sus secciones exteriores no tienen razón de ser. Tristemente, el dictamen generalizado (ciento diez años después de su estreno) es que la Séptima es la sinfonía mahleriana más débil, menospreciada, incomprendida y –por ende- la menos tocada de sus obras.

El musicólogo inglés Deryck Cooke (1919-1976), uno de los más destacados estudiosos mahlerianos (quien, por cierto, solicitó autorización a la viuda del compositor en la década de 1960 para terminar la Décima sinfonía de Mahler) tuvo que llamarla “la Cenicienta de sus Sinfonías” que “presenta un rosto enigmático e inescrutable”. Por su parte, Henry-Louis de la Grange (1924-2017) afirmó que: “No solo no está acompañado por ningún ‘programa’ que permita descifrar su significado, sino que, al igual que las otras sinfonías mahlerianas, no parece tener un gran diseño, un propósito general que pueda justificar el plan del conjunto y la rareza del detalle.” Pero no todos consideraban a esta obra como un “patito feo”: al escucharla en su estreno, el –entonces- joven Arnold Schönberg (1874-1951) definió la obra como un “reposo perfecto basado en perfecta armonía.”

Como quiera que sea la apreciación musicológica de esta obra, Mahler pudo haber sentido que existía cierta imperfección en su Sinfonía, y los registros de su génesis dan prueba de ello: el autor puso punto final a la partitura el 15 de agosto de 1905, terminó la orquestación hasta 1906, revisó la partitura en 1907 y para su estreno absoluto en Praga (con la Filarmónica Checa reforzada por miembros de Orquesta de la Nueva Ópera Alemana), el 19 de septiembre de 1908, solicitó la modesta cantidad de… ¡24 ensayos para preparar la obra!

Al respecto del estreno, William Ritter relató:

“Los ensayos fueron muy caóticos. La sala del festival también era una sala de banquetes, donde los meseros estaban sentados en el escenario, mientras el Maestro y la orquesta daban lo mejor de sí mismos… El miércoles 15 de septiembre, cuando Madame Mahler llegó de Viena y la orquesta había trabajado excesivamente en el primer movimiento, Mahler de repente se dio cuenta de que ni su esposa ni yo habíamos escuchado una sola nota del final. Bruscamente, declaró: ‘Bien, el Finale… sin interrupciones, ¿de acuerdo? ¡Por primera vez!’… Y allí escuchamos el amanecer inmortal de ese final glorioso, que se abre con un frenético choque de timbales que recuerda a los primeros compases de Die Meistersinger. Enardecido por la presencia de la mujer a la que idolatraba por su belleza y gracia vienesa, el Maestro se arrojó como un loco, sentado, de pie, bailando, saltando como un muñeco de la caja, en todas las direcciones a la vez, dirigiendo a la derecha, a la izquierda, adelante, detrás… ¡Pero qué entusiasmo! ¡Tal delirio!»

En esta breve reseña de Ritter encontramos que la presentación de la Séptima ocurriría en un “Festival”; efectivamente, se había programado en el Pabellón de conciertos del Palacio Industrial de Praga durante la Exposición del Jubileo organizada por la Cámara de Comercio y Negocios de Praga, con motivo del 60 aniversario del Emperador Francisco José I (1830-1916). Y aunque Mahler no quiso que nadie se enterara, hoy sabemos que durante las dos docenas de ensayos para el estreno de la Séptima, él seguía haciendo cambios a la obra de un momento para otro, llevándose las partes de la orquesta a su hotel al terminar la jornada para hacer anotaciones, correcciones y hasta tachando algunos pasajes. No cabe duda que se sentía incómodo con el resultado final de la obra.

Si tratamos de usar un oído crítico para desenmarañar los misterios de la Séptima de Mahler, podemos llegar a una primera y (muy) obvia conclusión: esta obra contiene todos los elementos que el compositor utilizó desde su Primera sinfonía en 1889, de principio a fin. Y no sólo sus temas, sino las imágenes musicales que están presentes en el sinfonismo mahleriano: cantos de aves, música campesina, ritmos militares, ländler y referencias claras a las músicas de otros compositores.

Pabellón de conciertos del Palacio Industrial de Praga, lugar donde Mahler dirigió el estreno de su Séptima sinfonía (1908).

En este sentido, el primer movimiento de la obra hace una referencia un poco velada del ritmo de marcha del inicio de la Sexta sinfonía, pero aquí con un carácter sombrío y un tanto tenebroso. Aparece de pronto la voz de un corno tenor que Mahler comparó con el bramido de un ciervo («Hier röhrt die Natur» o «Aquí ruge la naturaleza»). Después de ello el ritmo de marcha se torna rápido (Allegro risoluto), coronado por el enunciado de los cornos que está derivado del tema escuchado en la introducción. El desarrollo de esta sección es interrumpido abruptamente al sonar una discreta fanfarria en las trompetas que nos guía a una parte lenta, contemplativa (justamente con fugaces evocaciones de cantos de aves –como en la Sinfonía Titán– y sonidos nocturnos –como en la Tercera sinfonía-). Esta parte ha sido denominada como una “visión religiosa” y a la cual probablemente se refirió Schönberg en su comentario de que esta era música en “perfecto reposo”. La recapitulación del movimiento es muy similar a la exposición del Allegro risoluto, con mucho más energía y con el ritmo dominante de marcha que concluye el movimiento con suma brillantez.

El segundo movimiento es la primera de las Músicas nocturnas que Mahler escribió para esta Sinfonía. Según él mismo afirmó, puede compararse a la contemplación de La ronda nocturna de Rembrandt (1606-1669), sin pretender ser una representación sonora del cuadro. Comienza con una firme llamada de corno (también con cierta esencia de marcha) que es contestada por un corno con sordina a la distancia, como si fuera un eco. Hasta cierto punto, en esa búsqueda por encontrar elementos anteriores de músicas mahlerianas en esta Séptima sinfonía, podemos encontrar un paralelo a estas llamadas de corno con el Revelge del ciclo El cuerno maravilloso del doncel. Con una buena carga de inocencia y de pasajes irónicos, el movimiento se desarrolla como un paseo nocturno; en su segundo episodio, encontramos un lenguaje inquietante, misterioso, y en el que Mahler vuelve a utilizar los cencerros como un recuerdo de sus tiempos solitarios de juventud, al tiempo que se escucha una suerte de discreta danza campesina. El andar nocturno prosigue hasta desvanecerse como un acto de magia.

El tercer movimiento es un Scherzo, inmejorablemente descrito por el musicólogo José Luis Pérez de Arteaga (1950-2017) como “una burla muy morbosa y sarcástica del vals vienés”. Y en palabras de Sylvie Dernoncourt esta sección es “grotesca y gesticulante (que) describe las danzas nocturnas de los espíritus demoníacos”. Comienza con un inquietante diálogo entre los timbales, los chelos y contrabajos en pizzicato, con algunos repentinos guiños macabros de los alientos; inmediatamente, las cuerdas presentan un ritmo siniestro de vals, como si nuestros sueños fueran asaltados por una pesadilla en la que suena una danza mortuoria. Sombras deformes aparecen y se desvanecen con rapidez hasta llegar a la sección del trío que trae calma y dulzura en las voces de los oboes. Al regresar el tema inicial, el fantasmagórico vals se torna más violento, pero aparentemente se va deteniendo hasta terminar en un violento golpe de los timbales y el pizzicato de las cuerdas… justo como cuando nos despertamos de una noche interminable.

La segunda Música nocturna es como una serenata a la luz de la luna, bañados por la suave brisa del Mediterráneo. Aquí Mahler nos regala una música contemplativa que comienza con un solo de violín seguido por el clarinete y el corno que tendrán una constante participación en esta sección. Y aparecen en esa cálida serenata dos instrumentos perfectos para la ocasión (pero absolutamente improbables –hasta el momento- en la música de Mahler): una mandolina y una guitarra.

El movimiento final es un brillante Rondó que se combina con una serie de ocho variaciones y una coda. En contraste con las tinieblas con las que inicia la Sinfonía, este es el golpe del primer rayo de sol de un día cualquiera. Aparecen aquí memorias de los movimientos anteriores, de bailes campesinos, y hasta sutiles parodias a Los maestros cantores de Richard Wagner (1813-1883) y del Vals de La viuda alegre de Franz Léhar (1870-1948) -que se había estrenado recientemente. Todo concluye, como lo indica Michael Kennedy (1926-2014), “en una procesión de fanfarrias solemne y majestuosa, encabezada por la percusión, incluyendo cencerros y campanas tubulares, cuerdas y metales, que lleva a esta Sinfonía caleidoscópica a su final triunfante en una expresión de gozo desinhibido.”

Creo que lo más fascinante en la investigación de la presente nota es conocer una ponencia dictada en la Conferencia sobre Percepción y Cognición de la Música del año 2000, promovida por la Sociedad Europea de Ciencias Cognitivas de la Música. Niall O’Loughlin ofreció una disertación sobre el “posible programa oculto” en la Séptima de Mahler. Y uno de los hallazgos más reveladores es cuando se hace referencia al concierto en el que Mahler dirigió su Séptima sinfonía con la Orquesta del Concertgebouw en Ámsterdam el 7 de octubre de 1909. En el programa incluyó, en la primera parte, el Preludio de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner; y, aparentemente y de último minuto, Mahler también incluyó la Obertura Fausto y el Idilio de Sigfrido de Wagner. Según lo que propone O’Loughlin, y sustentado por las pesquisas de Henry-Louis de La Grange, ese tipo de programa no es fortuito especialmente por el apego que Mahler sintió por el Fausto de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), cuya segunda parte incluyó en su Octava sinfonía (1907-1910).

De esta manera O’Loughlin hace paralelismos entre la Séptima de Mahler, el Fausto de Goethe y la música de Wagner: en el primer movimiento parecerían convivir Mefistófeles (solo de corno tenor), Fausto (Allegro risoluto) y Margarita –o Gretchen- (en la ensoñadora sección central); la Primera música nocturna sería una vibrante representación de los recuerdos campiranos de un Fausto soñador.

O’Loughlin continúa con su análisis: “El scherzo puede verse como una siniestra ceremonia nocturna, tal vez un encuentro con Mefistófeles. Hay gritos, ‘cosas que saltan en la noche’, y crujidos espeluznantes. Luego hay en el compás 146 un arrebato salvaje de los trombones y la tuba, marcado como Salvaje, que parece ser el último vals del diablo. Lo que sigue es un colapso típicamente mahleriano, con fragmentos inconexos que desaparecen en la nada como en el scherzo de la Sexta Sinfonía. ¿Cuál puede ser el significado de este movimiento? Se puede encontrar un paralelismo hacia el final de la parte 1 del Fausto de Goethe. La escena llamada ‘Walpurgisnacht’ se refiere a un encuentro nocturno en las montañas Harz entre Fausto y Mefistófeles. La Música nocturna siguiente parece no saber nada de lo que ha ocurrido. La encantadora serenata que Peter Davison encuentra similar al Idilio de Sigfrido wagneriano, la canción de amor de este último compositor a su esposa, aparece como para borrar los recuerdos del scherzo. No es inverosímil pensar en esto como un movimiento dedicado a Gretchen.”

El movimiento final, en palabras de O’Loughlin: “Surge como una afirmación precipitada y gozosa de su creencia en el amor. La aparente cita que se escucha del Preludio de Los maestros cantores de Wagner seguramente lo confirma: la historia de Walter en la ópera reivindica su creencia en el amor, algo que triunfará por sobre todas las cosas. Y en el caso de que esta música no convenciera a Mahler, hizo un segundo intento de representar la redención del amor por una mujer en el final de la Octava Sinfonía. Esta vez no se equivocó: fue explícito y abierto.”

Tal parece que esta podría ser una forma interesante de comprender el intrincado y misterioso contenido de la Séptima sinfonía de Mahler. Quién diría que después de este enmarañado contenido sonoro (que, la verdad, no lo es tanto) el compositor proseguiría su apostolado sinfónico con el estallido del himno Veni, Creator Spiritus al inicio de su Octava sinfonía, y que en sus propias palabras es “el Universo vibrando y resonando… miles de planetas y soles en plena rotación.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de Nueva York. Leonard Bernstein, director.

FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Octeto en fa mayor, D. 803, Op. 166

  • Adagio – Allegro
  • Adagio
  • Allegro vivace
  • Andante
  • Menuetto: Allegretto
  • Andante molto – Allegro

En una misiva a Leopold Kupelwieser (1796-1862), fechada el 31 de marzo de 1824, Franz Schubert le comentó a su íntimo amigo que consideraba su Octeto, junto con los Cuartetos de cuerda en la menor y re menor, como un preludio composicional para una nueva Sinfonía. Y aunque ninguna de estas obras nos parece hoy día como meros ejercicios, es importante notar que dichos Cuartetos los compuso por el simple placer de hacerlo, mientras que el mencionado Octeto respondió a una comisión del Conde Ferdinand Troyer (1780-1851), administrador en jefe del archiduque Rodolfo de Austria (1788-1831), alumno y protector de Ludwig van Beethoven (1770-1827) y que en esos momentos también se desempeñaba como arzobispo de Olmutz.

El Conde Troyer era un clarinetista aficionado de envidiable nivel y compartía tanto con Schubert y con su patrón el archiduque Rodolfo una profunda admiración por la música de Beethoven. Así fue como Troyer le solicitó a Schubert una pieza casi idéntica al Septeto de músico de Bonn. De hecho, Schubert cumplió en gran medida dicha petición al también estructurar la pieza en seis movimientos, pero con la salvedad de añadir un segundo violín a la instrumentación que usó Beethoven en su Septeto. Y aunque existen muchas semejanzas en las dos obras, no deja de sorprender que el Octeto de Schubert puede ser considerado como más revolucionario en su idiomática netamente romántica, mientras que el esquema del Septeto beethoveniano provenía del modelo dieciochesco del divertimento.

Schubert trabajó en el Octeto durante febrero de 1824. Según el pintor Moritz von Schwind (1804-1871) amigo cercano de Schubert, el compositor se encontraba sumergido en un frenesí creativo. Aparte del Octeto, terminado el 1 de marzo de 1824, los frutos de este intenso período composicional fueron los Cuartetos en la menor D. 804 (llamado Rosamunda), y el re menor, D. 810 conocido como Der Tod und das Mädchen (La muerte y la doncella). La primera audición privada del Octeto ocurrió poco después de haber sido terminada la partitura en la residencia del Conde Troyer, quien en esa ocasión también tocó la parte del clarinete (como era de esperarse).

Una audición posterior tuvo lugar en 1826, pero la primera vez en que el Octeto se interpretó públicamente -y que  fue la única ocasión que Schubert pudo escuchar su pieza- fue el 16 de abril de 1827 en la muy famosa Taberna del Erizo Rojo en Viena, durante un concierto organizado por el violinista Ignaz Schuppanzigh (1776-1830), junto con An die ferne Geliebte (A la amada lejana), un ciclo de canciones de Beethoven, y un arreglo para dos pianos y cuarteto de cuerdas de su Quinto Concierto para piano. Diez días después de la audición, el Wiener Allgemeine Theaterzeitung señaló que el Octeto era «luminoso, agradable e interesante». Es importante notar que Schuppanzigh, quien actuó en las primeras interpretaciones de este Octeto, también fue el responsable del estreno del Septeto de Beethoven. Para dar vida a la flamante partitura de Schubert, Schuppanzigh convocó a sus compañeros del Cuarteto que había formado: Louis Sina (1778-1857) en el violín segundo, Franz Weiss (1778-1830) en la viola y el chelista Josef Linke (1783-1837). Y además del Conde Troyer en el clarinete, participaron Josef Melzer (¿? – ¿?) en el contrabajo, el cornista Friedrich Hradezky (¿? – ¿?) y, probablemente, el fagotista August Mittag (1795-1867).

Franz_Schubert_by_Kriehuber_1846

Franz Schubert por Kriehuber (1846).

Sin embargo, la pieza tuvo que esperar treinta y cuatro años para escucharse nuevamente, gracias a los buenos oficios del violinista Josef Hellmesberger (1855-1907) en Viena en 1861. Aunque el hermano de Schubert, Ferdinand (1794-1859), se lo presentó a Anton Diabelli (1781-1858) en 1829 para su publicación, aunque no se imprimió hasta 1853, e incluso entonces se excluyeron los movimientos cuarto y quinto.

Si bien el Octeto comparte el mismo período de composición que los dos Cuartetos antes mencionados, los estados de ánimo evocados por esta obra son diametralmente opuestos. Mientras los Cuartetos reflejan el lado más oscuro y doloroso del autor, el Octeto es optimista, sonriente, brillante; sólo la introducción lenta en el movimiento final parece acercarse a las texturas ocres y ambiente misterioso de los Cuartetos en tonalidad menor.

Con la vista puesta en las habilidades interpretativas del Conde Troyer, muchas de las mejores melodías de la obra están pensadas para el clarinete, sobre todo en el Adagio. En otros momentos de la partitura, las exigencias para todos los intérpretes son considerables, en particular para el primer violín y el corno. De hecho, algunas ediciones ofrecen alternativas más fáciles para el primer violín en el final y para el clarinete en el primer y último movimientos. Si bien la combinación instrumental del Octeto ofrecía a Schubert un potencial de características orquestales, el compositor estaba más dispuesto a explorar las capacidades solistas inherentes al conjunto, aunque en este caso el contrabajo se usa prudentemente para darle cuerpo a la voz del violonchelo.

El primero de los seis movimientos de la obra comienza con una introducción lenta, que nos lleva a un vigoroso Allegro cuyo tema principal está basado en Der Wanderer (El vagabundo), un lied del propio Schubert. Como dijimos antes, al clarinete se le confía el tema principal del segundo movimiento, acompañado inicialmente por las cuerdas. La parte siguiente, Allegro vivace, tiene el carácter de un scherzo, con un trío que realza la participación del violonchelo. El cuarto movimiento está concebido como un tema y siete variaciones, proveniente del dueto de amor Gelagert unter’m hellen Dach der Baume (Protegido bajo la cubierta brillante de los árboles) de Die Freunde von Salamanka (Los amigos de Salamanca), singspiel escrito por Schubert en 1815. La sección siguiente es un Minueto con un trío proveniente de una danza folclórica. Como en los primeros tres movimientos del Octeto, el final está concebido a gran escala. El material temático parece ser sencillo, aunque forma una caleidoscópica gama sonora en su desarrollo y propicia varios cambios de humor. El momento más sorprendente de este movimiento llega cerca del final, cuando el tema del Allegro se enfrenta con el material de la introducción lenta. La tensión del inicio de la obra se ve acentuada por espectaculares figuras ascendentes en el primer violín. Pero este episodio es breve y, en general, sirve para renovar el ímpetu del Allegro, que reaparece un poco más rápido y lleva al Octeto a una conclusión brillante y definitivamente emocionante.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Gidon Kremer e Isabelle van Keulen, violines; Tabea Zimmermann, viola; David Geringas, violonchelo; Alois Poch, contrabajo; Eduard Brunner, clarinete; Radovan Vlatkovic, corno; Klaus Thunemann, fagot.

MANUEL MARÍA PONCE (1882-1948)

Concierto para piano y orquesta No. 1, Romántico

  • Allegro non troppo
  • Andante espressivo
  • Vivo

El zacatecano Manuel M. Ponce debe ser recordado por las actuales generaciones por sus extraordinarias partituras y también por haber desarrollado una gran cantidad de actividades en pro de la difusión y el enriquecimiento artístico de México. En ese sentido, Ponce complementó su brillante carrera de compositor con las de pianista y director de orquesta, aunado a sus labores de pedagogo, musicólogo, investigador del folclor musical mexicano (dando como resultado múltiples escritos al respecto), crítico musical y otras más.

De igual forma, ha recaído en el nombre de Ponce el título de iniciador del Movimiento nacionalista musical en nuestro País, a la culminación de la Revolución Mexicana. Así lo constatamos gracias a Otto Mayer-Serra (1904-1968) en su libro Panorama de la música mexicana:

“En el año 1912 –pocos años después de volver de su primer viaje a Europa- Manuel M. Ponce se presentó al público mexicano con su memorable concierto en el Teatro Arbeu, cuyo programa estuvo dedicado exclusivamente a composiciones propias; entre ellas figuraba toda una serie de piezas para piano, basadas en melodías populares. Este acontecimiento artístico significó la inauguración de una nueva fase en la música mexicana. Su iniciativa significó, para México, un paso decisivo hacia el recobramiento de su propia personalidad musical. Dentro de la evolución general de la música, Ponce creó con ello una nueva ramificación de la corriente ‘folklorista’ que había provocado, en diversos países, la formación de escuelas nacionales.”

Manuel María Ponce en su juventud

Efectivamente: Ponce había encontrado la fuerza y determinación suficientes para dar un vuelco en la vida musical mexicana gracias a sus experiencias en el extranjero. Aunque fue alumno del Conservatorio Nacional de la ciudad de México desde 1901 y también discípulo del español Vicente Mañas (1858-1931) y el italiano Eduardo Gabrielli (c.1856-¿?), Ponce decidió que el medio musical de su País no lo satisfizo en ese momento particular para continuar con sus progresos artísticos. De tal suerte, realizó su primer viaje a Europa hacia 1904, llegando primero a Italia y posteriormente a Alemania, países en los que estuvo bajo la tutela de Cesare Dall’Olio (1849-1906), Luigi Torchi (1858-1920) y Martin Krause (1853-1918) discípulo -este último- de Franz Liszt (1811-1886) y profesor, a su vez, de Claudio Arrau (1903-1991).

Así, a su regreso a México, Ponce creó algunas de sus célebres partituras como el Concierto para piano No. 1, las Estampas nocturnas, el Trío romántico para violín, chelo y piano (todas escritas entre 1911 y 1912) y la Balada mexicana (1916).

En lo que se refiere a su Concierto para piano No. 1 cabe mencionar que el propio Ponce tocó su estreno como solista el 7 de julio de 1912 en el Teatro Arbeu de la ciudad de México con una Orquesta llamada “Beethoven” que dirigió Julián Carrillo (1875-1965). La obra es, definitivamente, de un lenguaje netamente europeo (más cercano a la música alemana que a la francesa), sabiamente decantado por la pluma de Ponce y que asoma en diversos momentos las sensaciones del México de principios del siglo XX. Estructurado en cuatro movimientos que se tocan sin interrupción, este Concierto para piano está impregnado de las enseñanzas que recibiera de su profesor Krause como antecedente directo de la idiomática lisztiana. Se le ha conocido durante mucho tiempo como Concierto romántico –por razones palpables- y en él conviven de forma genial temas de gran lucimiento para el solista, lirismo, introspección, virtuosismo y –definitivamente- una gran belleza.

El eminente estudioso de Ponce, musicólogo y pianista Pablo Castellanos (1917-1981) ha comentado: “En la literatura pianística de todo el Continente Americano y de la Península ibérica, del período correspondiente al romanticismo, no figura un concierto nacionalista más representativo (como el Concierto para piano No. 1 de Ponce).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Jorge Federico Osorio, piano. Orquesta Sinfónica del Estado de México. Enrique Bátiz, director.

LILI BOULANGER (1893-1918)

D’un matin de printemps (De una mañana de primavera)

 

Ernest Boulanger (1815-1900) fue un profesor de canto que contrajo nupcias con una princesa rusa de nombre Raissa Myshetskaya (1856-1935) su alumna en el Conservatorio de París. De dicha relación nacieron dos niñas que, desde muy temprana edad, recibieron el apoyo de sus padres para dedicarse a la noble labor de la música. La mayor era Nadia (1887-1979), quien ingresó al Conservatorio a los 10 años de edad como alumna de Gabriel Fauré (1845-1924) y contando 22 años de vida se hizo acreedora al Segundo lugar del prestigioso Premio de Roma de composición.

Su hermana menor era Lili, quien también gozó de la tutoría de Fauré y que descubrió en ella un oído absoluto, siendo aún muy pequeña. Cuando su hermana mayor asistía a sus clases en el Conservatorio, Lili (de unos seis años de edad) la acompañaba y escuchaba las lecciones de teoría musical, sentada en silencio en los salones. Pronto comenzó clases de órgano con Louis Vierne (1870-1937) y sus intereses instrumentales se expandieron al estudio del violín, el violonchelo y el piano, además de que gustaba de cantar.

Para mala fortuna de Lili, a los dos años de edad sufrió una grave neumonía lo cual desencadenó en ella una serie de padecimientos que la condenaron, desde niña, a tener una condición de salud muy frágil. De hecho, su talento precoz la llevó a participar (como lo hizo su hermana Nadia) en el Premio de Roma cuando contaba con 18 años de edad; sin embargo, sus constantes enfermedades la orillaron a abandonar la competencia. Un año después, en 1913, Lili fue la primera mujer en ganar el Primer lugar de ese certamen con su Cantata Fausto y Helena, que fue escrita (como se solicitaba en el Concurso) durante cuatro semanas de aislamiento en el Palais de Compiègne.

boulanger 1913

Lili Boulanger hacia 1913. Foto de Henri Manuel.

Es muy curioso, pero igualmente comprensible, que debido a su situación quebrantable, y la sempiterna melancolía que le provocó la muerte de su padre en 1900, que en ella nació una inspiración inaudita y la convirtió en la compositora que siempre fue, cultivando un lenguaje dominado por los sentimientos de pérdida y desolación.  El lenguaje musical único que forjó Lili Boulanger es excepcional, y que desarrolló alejándose de las reglas armónicas que había aprendido en el Conservatorio, aunque con la sana influencia de las músicas de Fauré y Debussy (1862-1918).

Lili compuso un díptico orquestal hacia enero de 1918: D’un matin de printemps (De una mañana de primavera) y D’un soir triste (De una noche triste). Al escuchar ambas piezas encontramos en D’un soir triste una premonición, infelizmente realista, de un artista ciertamente agonizante que se encuentra en el umbral de la muerte; y, en contraste, D’un matin de printemps es una música fugazmente radiante. Aunque las dos piezas son muy diferentes en su contenido emocional, el material básico sobre el que están construidas es muy similar.

De acuerdo con Gerald Larner (1936-2018): “El tema principal de D’un matin de printemps, presentado por las flautas en contraposición de un ostinato ligeramente articulado en las voces agudas de las cuerdas, es una pequeña melodía gozosa con ritmos marcados. Cuando (esta melodía se traslada) al arpa, la voz de un violonchelo nos brinda una elegante variación y las dos melodías se desarrollan en un contrapunto ingenioso y colorido. En la sección central, inspirada en por las voces expresivas de las cuerdas, la orquesta adopta una visión más poética y cada vez más apasionada de la naturaleza de la primavera, y que solamente se detiene con la entrada del corno con sordina y la trompeta que se escuchan impacientes por retomar la idiomática del principio. Sin embargo, en lugar de recuperar inmediatamente el tema principal en su forma y tonalidad originales, Lili lo reserva burlonamente para el clímax principal de la pieza, poco antes de su explosivo final.”

Después de escribir D’un matin de printemps y D’un soir triste, las premoniciones de muerte de Lili comenzaron a materializarse; su salud se debilitó cada vez más a causa de una ileítis que derivó en una colitis ulcerosa que la llevó a la tumba el 15 de marzo de 1918. Ella tenía entonces 24 años de edad. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que ningún compositor en la historia ha muerto tan joven habiendo logrado tanto en tan poco tiempo.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de la BBC de Manchester. Yan Pascal Tortelier, director.

FÉLIX MENDELSSOHN-BARTHOLDY (1809-1847)

Sinfonía núm. 4 en la mayor, Op. 90, Italiana

  • Allegro vivace
  • Andante con moto
  • Con moto moderato
  • Finale: Saltarello – Presto

 

Mendelssohn tenía veintiún años de edad en el otoño de 1830 cuando realizó un fructífero viaje por Italia animado por Goethe (1749-1832), su mentor, y por Carl Friedrich Zelter (1758-1832), uno de sus profesores; gracias a este viaje quedó especialmente maravillado con ciudades como Venecia y Florencia; los resultados emocionales fueron más que evidentes, y narró diariamente sus experiencias a su familia por medio de vibrantes cartas que, de una forma u otra, trataban de reflejar las escenas emocionantes que él tuvo ante sus ojos. No es ocioso pensar que, con su impresionante vena melódica y su gran capacidad para plasmar en sonidos lo que pasaba por su alma, Mendelssohn tuvo que poner manos a la obra para incluir algunos aspectos de su viaje en diversas partituras. Su intención no estaba orientada a escribir música programática en la que aparecieran fielmente retratados el entorno natural italiano, su gente o su exquisita historia que en algunos lugares está bien documentada con tan sólo echar un vistazo a sus edificios y monumentos.

mendelssohn

Mendelssohn

Lo que él tuvo en mente hacer fue escribir una Sinfonía que reflejara, en su conjunto, su respuesta emocional a dicho viaje. La intensa frescura italiana aparece en esta obra desde su primer acorde, que nos lleva a un movimiento que se mueve continuamente con algarabía, exponiendo una exquisita melodía en las cuerdas y que va creciendo en emoción hasta que esta sección concluye. Todo ello es el resultado del optimismo y la vitalidad que provocó en Mendelssohn su jornada italiana; Curiosamente, los primeros dieciséis compases de esta sección fueron bosquejados en la capilla de Holyrood en Edimburgo (una figura melódica que se hizo recurrente en otras partituras de Mendelssohn como sus oratorios Elías y San Pablo). El segundo movimiento contiene un ambiente diametralmente opuesto: aunque algunos entendidos lo han denominado como si fuera “una marcha de peregrinos” y por mucho que el compositor haya concebido la sección en tonos claroscuros y con un discurso musical casi religioso, nunca fue su intención que el escucha se hiciera una imagen preconcebida aunque, sería válido pensar, que aquí Mendelssohn evoca de muchas formas la música de Franz Schubert (1797-1828). Parecería que si en algún momento del viaje este músico sintió nostalgia por su patria ello está plasmado en el tercer movimiento, con su muy sensible melodía en los violines al iniciarse éste o bien el trío en el que participan los fagotes y los cornos, con llamadas a distancia que bien podría tomarse como el antecedente directo del Nocturno de El sueño de una noche de verano, cuya música incidental escribió en 1842. La más intensa relación (y la más obvia también) entre esta música y el país que la inspiró reside en el último de sus movimientos, denominado Saltarello, pensado en el mismo ritmo que aquella famosa y muy viva danza italiana y que pone a prueba a la orquesta en pleno por su virtuosismo e intenso carácter.

Mendelssohn bosquejó gran parte de su Sinfonía italiana durante el invierno de 1833 en Roma y la terminó a su regreso a Alemania. Su estreno ocurrió en Londres durante un concierto de la Sociedad Filarmónica de aquella ciudad el 13 de mayo de ese mismo año en Hanover Square bajo la dirección del compositor; sin embargo, no estuvo del todo convencido de publicarla por lo que permaneció inédita hasta después de su fallecimiento. Es por ello que se le conoce como Cuarta sinfonía –por el orden en el que fue publicada, aunque en realidad por la fecha de su composición ésta se encuentra entre la concepción de la Sinfonía Reforma (hoy núm. 5) y la llamada Sinfonía escocesa (la actual núm. 3).

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta de Cámara de Europa. Yannick Nézet-Séguin, director.