GUSTAV MAHLER (1860-1911)

Sinfonía No. 7 en mi menor

  • Langsam (lento). Allegro risoluto
  • Nachtmusik I (Musica nocturna I): Allegro moderato
  • Scherzo. Fliessend, aber nicht schnell (fluido, pero no muy rápido). Schattenhaft (sombrío)
  • Nachtmusik II (Musica nocturna II): Andante amoroso
  • Rondó: Finale. Allegro ordinario. Allegro moderato, ma energico

Gustav Mahler siempre fue un compositor veraniego. Su obsesión ciertamente enfermiza por sus responsabilidades laborales en la Ópera de la Corte de Viena lo alejaba de la composición y fue por ello que adquirió una propiedad en Maiernigg, al sur del lago Wörth en la pacífica región de Carintia en Austria. Bien conocida era su rutina diaria durante la época de vacaciones: despertarse temprano, tomar una larga caminata por el bosque antes de tomar rumbo a su cabaña, mientras la servidumbre se le adelantaba para dejarle el desayuno en su lugar de trabajo. Y así, pasar varias horas encerrado, al abrigo de la naturaleza y respirando la dulce brisa del lago. Y después de la intensa jornada siempre dedicó las tardes a jugar con sus hijas, dar largos paseos en bicicleta y nadar. Sí: Mahler era muy aficionado al ejercicio ligero, sin siquiera imaginar que un desorden cardiaco lo alejaría de esos placeres.

Mahler concibió su Séptima sinfonía entre los veranos de 1904 y 1905. Entre junio y agosto de 1904 hubo momentos de gran plenitud para Gustav: nació su segunda hija, Anne Justine (1904-1988), apodada cariñosamente “Gucki”, concluyó sus Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos), puso punto final a su Sexta sinfonía e inició el proceso creativo de los movimientos 2 y 4 de su nueva Sinfonía, y que tituló “músicas nocturnas”. Pero en esos meses también padeció la lejanía de su esposa Alma María (1879-1964), al caer enferma después de dar a luz, por lo que se le prescribieron varias semanas de reposo y de observación médica en Viena.

Según los propios testimonios del compositor, la concepción de esas “músicas nocturnas” fue bastante fluido, natural. Pero Mahler no podía continuar con el resto de la Sinfonía. ¿Acaso le angustiaba el débil estado de salud de su esposa? No existe alguna carta o postal que documente lo anterior; aunque sí era evidente que la echaba de menos al estar él en su residencia veraniega y ella, convaleciente, a algunos kilómetros de distancia.

Tuvo que esperar hasta el verano siguiente para poner sus ideas en orden y terminar la nueva obra. Y, según él mismo lo afirmó, al trasladarse a su villa veraniega y cruzar el lago en lancha, el escuchar el rítmico sonido de los remos le ayudó a dar forma –en ritmo y carácter- a la introducción del primer movimiento de su nueva Sinfonía. Así pues, en tan sólo un mes los movimientos 1, 3 y 5 estaban terminados, revisó la partitura entre 1905 y 1906 y estaría relativamente lista para estrenarse en 1908.

Lo que Mahler había conseguido, de una forma un tanto complicada y hasta dolorosa, fue la continuación de su lenguaje sinfónico dentro del mundo meramente instrumental y que comenzó entre los años 1901 y 1902 con su Quinta sinfonía (una verdadera marejada de emociones de principio a fin), prosiguió con la Sexta (con su trágico contenido inmerso en los demonios y supersticiones del compositor) y llegar a una Séptima sinfonía que sería, a todas luces, optimista, y que traza un camino de la oscuridad a la luz, como lo refirió a su querido amigo el crítico musical suizo William Ritter (1867-1955): “Tres piezas nocturnas; el finale día brillante. Como fundamento para el todo, el primer movimiento.»

Mahler era reacio a agregar títulos a los movimientos individuales de sus Sinfonías o a revelar programas literarios o pictóricos que pudieran haberlos inspirado. No obstante, el título Nachtmusik (Música nocturna) está abiertamente vinculado al segundo y cuarto movimientos y, como lo revela el comentario de Mahler a Ritter, también da forma al tercer movimiento.

Es muy claro, entonces, que el concepto general de la obra haya dado pie a que esta Sinfonía se le llame -a veces- (y sin la autorización del compositor) como «La canción de la noche». Este énfasis en una música de naturaleza nocturna conecta a la Séptima de Mahler con la antigua tradición musical romántica.

De la forma como planteamos el contenido de la Séptima sinfonía de Mahler podría ser aparente que nos encontramos con una obra de un discurso interesante, directo, bien organizado y coherente. Pero para muchos estudiosos e intérpretes no es así. Hay quienes dicen que esta música es “hermética, oscura e incomprensible”, que sus tres movimientos centrales son una entidad sonora independiente y bien construida y sus secciones exteriores no tienen razón de ser. Tristemente, el dictamen generalizado (ciento diez años después de su estreno) es que la Séptima es la sinfonía mahleriana más débil, menospreciada, incomprendida y –por ende- la menos tocada de sus obras.

El musicólogo inglés Deryck Cooke (1919-1976), uno de los más destacados estudiosos mahlerianos (quien, por cierto, solicitó autorización a la viuda del compositor en la década de 1960 para terminar la Décima sinfonía de Mahler) tuvo que llamarla “la Cenicienta de sus Sinfonías” que “presenta un rosto enigmático e inescrutable”. Por su parte, Henry-Louis de la Grange (1924-2017) afirmó que: “No solo no está acompañado por ningún ‘programa’ que permita descifrar su significado, sino que, al igual que las otras sinfonías mahlerianas, no parece tener un gran diseño, un propósito general que pueda justificar el plan del conjunto y la rareza del detalle.” Pero no todos consideraban a esta obra como un “patito feo”: al escucharla en su estreno, el –entonces- joven Arnold Schönberg (1874-1951) definió la obra como un “reposo perfecto basado en perfecta armonía.”

Como quiera que sea la apreciación musicológica de esta obra, Mahler pudo haber sentido que existía cierta imperfección en su Sinfonía, y los registros de su génesis dan prueba de ello: el autor puso punto final a la partitura el 15 de agosto de 1905, terminó la orquestación hasta 1906, revisó la partitura en 1907 y para su estreno absoluto en Praga (con la Filarmónica Checa reforzada por miembros de Orquesta de la Nueva Ópera Alemana), el 19 de septiembre de 1908, solicitó la modesta cantidad de… ¡24 ensayos para preparar la obra!

Al respecto del estreno, William Ritter relató:

“Los ensayos fueron muy caóticos. La sala del festival también era una sala de banquetes, donde los meseros estaban sentados en el escenario, mientras el Maestro y la orquesta daban lo mejor de sí mismos… El miércoles 15 de septiembre, cuando Madame Mahler llegó de Viena y la orquesta había trabajado excesivamente en el primer movimiento, Mahler de repente se dio cuenta de que ni su esposa ni yo habíamos escuchado una sola nota del final. Bruscamente, declaró: ‘Bien, el Finale… sin interrupciones, ¿de acuerdo? ¡Por primera vez!’… Y allí escuchamos el amanecer inmortal de ese final glorioso, que se abre con un frenético choque de timbales que recuerda a los primeros compases de Die Meistersinger. Enardecido por la presencia de la mujer a la que idolatraba por su belleza y gracia vienesa, el Maestro se arrojó como un loco, sentado, de pie, bailando, saltando como un muñeco de la caja, en todas las direcciones a la vez, dirigiendo a la derecha, a la izquierda, adelante, detrás… ¡Pero qué entusiasmo! ¡Tal delirio!»

En esta breve reseña de Ritter encontramos que la presentación de la Séptima ocurriría en un “Festival”; efectivamente, se había programado en el Pabellón de conciertos del Palacio Industrial de Praga durante la Exposición del Jubileo organizada por la Cámara de Comercio y Negocios de Praga, con motivo del 60 aniversario del Emperador Francisco José I (1830-1916). Y aunque Mahler no quiso que nadie se enterara, hoy sabemos que durante las dos docenas de ensayos para el estreno de la Séptima, él seguía haciendo cambios a la obra de un momento para otro, llevándose las partes de la orquesta a su hotel al terminar la jornada para hacer anotaciones, correcciones y hasta tachando algunos pasajes. No cabe duda que se sentía incómodo con el resultado final de la obra.

Si tratamos de usar un oído crítico para desenmarañar los misterios de la Séptima de Mahler, podemos llegar a una primera y (muy) obvia conclusión: esta obra contiene todos los elementos que el compositor utilizó desde su Primera sinfonía en 1889, de principio a fin. Y no sólo sus temas, sino las imágenes musicales que están presentes en el sinfonismo mahleriano: cantos de aves, música campesina, ritmos militares, ländler y referencias claras a las músicas de otros compositores.

Pabellón de conciertos del Palacio Industrial de Praga, lugar donde Mahler dirigió el estreno de su Séptima sinfonía (1908).

En este sentido, el primer movimiento de la obra hace una referencia un poco velada del ritmo de marcha del inicio de la Sexta sinfonía, pero aquí con un carácter sombrío y un tanto tenebroso. Aparece de pronto la voz de un corno tenor que Mahler comparó con el bramido de un ciervo («Hier röhrt die Natur» o «Aquí ruge la naturaleza»). Después de ello el ritmo de marcha se torna rápido (Allegro risoluto), coronado por el enunciado de los cornos que está derivado del tema escuchado en la introducción. El desarrollo de esta sección es interrumpido abruptamente al sonar una discreta fanfarria en las trompetas que nos guía a una parte lenta, contemplativa (justamente con fugaces evocaciones de cantos de aves –como en la Sinfonía Titán– y sonidos nocturnos –como en la Tercera sinfonía-). Esta parte ha sido denominada como una “visión religiosa” y a la cual probablemente se refirió Schönberg en su comentario de que esta era música en “perfecto reposo”. La recapitulación del movimiento es muy similar a la exposición del Allegro risoluto, con mucho más energía y con el ritmo dominante de marcha que concluye el movimiento con suma brillantez.

El segundo movimiento es la primera de las Músicas nocturnas que Mahler escribió para esta Sinfonía. Según él mismo afirmó, puede compararse a la contemplación de La ronda nocturna de Rembrandt (1606-1669), sin pretender ser una representación sonora del cuadro. Comienza con una firme llamada de corno (también con cierta esencia de marcha) que es contestada por un corno con sordina a la distancia, como si fuera un eco. Hasta cierto punto, en esa búsqueda por encontrar elementos anteriores de músicas mahlerianas en esta Séptima sinfonía, podemos encontrar un paralelo a estas llamadas de corno con el Revelge del ciclo El cuerno maravilloso del doncel. Con una buena carga de inocencia y de pasajes irónicos, el movimiento se desarrolla como un paseo nocturno; en su segundo episodio, encontramos un lenguaje inquietante, misterioso, y en el que Mahler vuelve a utilizar los cencerros como un recuerdo de sus tiempos solitarios de juventud, al tiempo que se escucha una suerte de discreta danza campesina. El andar nocturno prosigue hasta desvanecerse como un acto de magia.

El tercer movimiento es un Scherzo, inmejorablemente descrito por el musicólogo José Luis Pérez de Arteaga (1950-2017) como “una burla muy morbosa y sarcástica del vals vienés”. Y en palabras de Sylvie Dernoncourt esta sección es “grotesca y gesticulante (que) describe las danzas nocturnas de los espíritus demoníacos”. Comienza con un inquietante diálogo entre los timbales, los chelos y contrabajos en pizzicato, con algunos repentinos guiños macabros de los alientos; inmediatamente, las cuerdas presentan un ritmo siniestro de vals, como si nuestros sueños fueran asaltados por una pesadilla en la que suena una danza mortuoria. Sombras deformes aparecen y se desvanecen con rapidez hasta llegar a la sección del trío que trae calma y dulzura en las voces de los oboes. Al regresar el tema inicial, el fantasmagórico vals se torna más violento, pero aparentemente se va deteniendo hasta terminar en un violento golpe de los timbales y el pizzicato de las cuerdas… justo como cuando nos despertamos de una noche interminable.

La segunda Música nocturna es como una serenata a la luz de la luna, bañados por la suave brisa del Mediterráneo. Aquí Mahler nos regala una música contemplativa que comienza con un solo de violín seguido por el clarinete y el corno que tendrán una constante participación en esta sección. Y aparecen en esa cálida serenata dos instrumentos perfectos para la ocasión (pero absolutamente improbables –hasta el momento- en la música de Mahler): una mandolina y una guitarra.

El movimiento final es un brillante Rondó que se combina con una serie de ocho variaciones y una coda. En contraste con las tinieblas con las que inicia la Sinfonía, este es el golpe del primer rayo de sol de un día cualquiera. Aparecen aquí memorias de los movimientos anteriores, de bailes campesinos, y hasta sutiles parodias a Los maestros cantores de Richard Wagner (1813-1883) y del Vals de La viuda alegre de Franz Léhar (1870-1948) -que se había estrenado recientemente. Todo concluye, como lo indica Michael Kennedy (1926-2014), “en una procesión de fanfarrias solemne y majestuosa, encabezada por la percusión, incluyendo cencerros y campanas tubulares, cuerdas y metales, que lleva a esta Sinfonía caleidoscópica a su final triunfante en una expresión de gozo desinhibido.”

Creo que lo más fascinante en la investigación de la presente nota es conocer una ponencia dictada en la Conferencia sobre Percepción y Cognición de la Música del año 2000, promovida por la Sociedad Europea de Ciencias Cognitivas de la Música. Niall O’Loughlin ofreció una disertación sobre el “posible programa oculto” en la Séptima de Mahler. Y uno de los hallazgos más reveladores es cuando se hace referencia al concierto en el que Mahler dirigió su Séptima sinfonía con la Orquesta del Concertgebouw en Ámsterdam el 7 de octubre de 1909. En el programa incluyó, en la primera parte, el Preludio de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner; y, aparentemente y de último minuto, Mahler también incluyó la Obertura Fausto y el Idilio de Sigfrido de Wagner. Según lo que propone O’Loughlin, y sustentado por las pesquisas de Henry-Louis de La Grange, ese tipo de programa no es fortuito especialmente por el apego que Mahler sintió por el Fausto de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), cuya segunda parte incluyó en su Octava sinfonía (1907-1910).

De esta manera O’Loughlin hace paralelismos entre la Séptima de Mahler, el Fausto de Goethe y la música de Wagner: en el primer movimiento parecerían convivir Mefistófeles (solo de corno tenor), Fausto (Allegro risoluto) y Margarita –o Gretchen- (en la ensoñadora sección central); la Primera música nocturna sería una vibrante representación de los recuerdos campiranos de un Fausto soñador.

O’Loughlin continúa con su análisis: “El scherzo puede verse como una siniestra ceremonia nocturna, tal vez un encuentro con Mefistófeles. Hay gritos, ‘cosas que saltan en la noche’, y crujidos espeluznantes. Luego hay en el compás 146 un arrebato salvaje de los trombones y la tuba, marcado como Salvaje, que parece ser el último vals del diablo. Lo que sigue es un colapso típicamente mahleriano, con fragmentos inconexos que desaparecen en la nada como en el scherzo de la Sexta Sinfonía. ¿Cuál puede ser el significado de este movimiento? Se puede encontrar un paralelismo hacia el final de la parte 1 del Fausto de Goethe. La escena llamada ‘Walpurgisnacht’ se refiere a un encuentro nocturno en las montañas Harz entre Fausto y Mefistófeles. La Música nocturna siguiente parece no saber nada de lo que ha ocurrido. La encantadora serenata que Peter Davison encuentra similar al Idilio de Sigfrido wagneriano, la canción de amor de este último compositor a su esposa, aparece como para borrar los recuerdos del scherzo. No es inverosímil pensar en esto como un movimiento dedicado a Gretchen.”

El movimiento final, en palabras de O’Loughlin: “Surge como una afirmación precipitada y gozosa de su creencia en el amor. La aparente cita que se escucha del Preludio de Los maestros cantores de Wagner seguramente lo confirma: la historia de Walter en la ópera reivindica su creencia en el amor, algo que triunfará por sobre todas las cosas. Y en el caso de que esta música no convenciera a Mahler, hizo un segundo intento de representar la redención del amor por una mujer en el final de la Octava Sinfonía. Esta vez no se equivocó: fue explícito y abierto.”

Tal parece que esta podría ser una forma interesante de comprender el intrincado y misterioso contenido de la Séptima sinfonía de Mahler. Quién diría que después de este enmarañado contenido sonoro (que, la verdad, no lo es tanto) el compositor proseguiría su apostolado sinfónico con el estallido del himno Veni, Creator Spiritus al inicio de su Octava sinfonía, y que en sus propias palabras es “el Universo vibrando y resonando… miles de planetas y soles en plena rotación.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Filarmónica de Nueva York. Leonard Bernstein, director.

LEONARD BERNSTEIN (1918-1990)

Tres episodios coreográficos de On the Town

  • The great lover. Allegro pesante
  • Lonely Town: Pas de deux. Andante –sostenuto
  • Times Square: 1944. Allegro

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Los creadores de On The Town: (de izq. a der.) Bernstein, Robbins, Comden y Green.

Entre 1943 y 1944 Leonard Bernstein escribió Fancy Free, un ballet en cuya música convergen estilos distintos, pero que le dan un enorme atractivo; aquí, la música latina y las síncopas del jazz convergen en los sonidos de una orquesta sinfónica convencional tratada con el singular estilo brillante y colorido de Bernstein, en un espectáculo que giraba alrededor de unos marineros en la ciudad de Nueva York dispuestos a encontrar diversión.

Fancy Free fue estrenado con un gran éxito el 18 de abril de 1944 por el Ballet Theater en la Metropolitan Opera de Nueva York, en una colaboración que incluyó el debut de Jerome Robbins (1918-1998) en la coreografía y Oliver Smith (1918-1994) en el libreto. A Bernstein le pareció que la historia podía tener un buen resultado en los teatros de Broadway, pero Oliver Smith insistió que Fancy Free contaba con una trama de poco provecho. Independientemente de ello, el músico planeó una comedia musical –On the Town– basada más o menos en los mismos acontecimientos, y para la que invitó a sus amigos Betty Comden (1917-2006) y Adolph Green (1914-2002) a hacerse cargo del libreto (de hecho, Green también participó en la puesta en escena encarnando a uno de los marineros).

De esa forma, y con una pléyade de talentos jóvenes, On the Town se convirtió en una pieza jovial, llena de energía, inocente en algunos momentos y radiante en lo que a esperanza se refiere. Al mismo tiempo, la comedia musical alberga vida, amor, depresión anímica y la determinación de vivir una sensacional aventura en una ciudad cosmopolita como lo es aquella de los rascacielos (la urbe de hierro, la gran manzana, como usted guste llamarle…).

No hay que olvidar que, al momento de estrenarse On the Town en diciembre de 1944, se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial, por lo cual esta pieza innovadora en el campo del teatro musical resultó ser no sólo un reto artístico, sino también para levantar los ánimos de los estadounidenses ante acontecimientos crueles. En On the Town no encontraremos jamás una profundidad en cuanto a trama, aunque su música resulta ser de una impresionante factura. Los tres marineros que estelarizan este asunto neoyorquino son: Gabey (el héroe de la historia, y descrito como un romántico), Ozzie (uno que se siente rey del universo, o –dijera una maestra mía- “muy salsa”) y Chip (quien definitivamente está más interesado en pasarla bien “turisteando nomás”). Por cierto, fue tal el éxito recibido por On the Town que en 1949 la productora Metro-Goldwyn-Mayer llevó a la pantalla grande una adaptación de esta comedia musical, en la que participaban –en los papeles principales- Frank Sinatra (1915-1998), Jules Munshin (1915-1970) y Gene Kelly (1912-1996).

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Los tres protagonistas de la versión fílmica de On The Town en locación: Frank Sinatra, Jules Munshin y Gene Kelly.

La acción de On the Town comienza fuera del muelle naval de Brooklyn, al comenzar las actividades a las seis de la mañana. Ozzie, Chip y Gabie se apresuran para salir de su barco rumbo a su aventura de 24 horas de “licencia” en Manhattan. En su travesía en el metro observan el cartel de una famosa lugareña, Ivy Smith, mejor conocida como la Señorita Torniquetes. Gabey muere de amor por ella y se lanza a su búsqueda, mientras Chip, conoce a una taxista, Brunnhilde Esterhazy (Hildie, de cariño), quien ha perdido su trabajo cientos de veces por dormilona. Pero al conocerla, y pidiéndole Chip que le muestre algunos lugares turísticos, ella prefiere otro lugar “muy visitado” de la gran ciudad: su departamento. Ozzie también busca a la Señorita Torniquetes, pero se va al sitio menos apropiado: el Museo de Historia Natural en Central Park West. Ahí confunde a la añorada mujer con Claire de Loone, antropóloga ella, que queda fascinada con el marinero, diciéndole que tiene un gran parecido a un pitecantropus erectus. Gabey se siente un poco solo en la gran ciudad, pero pronto se percata que la mentada Torniquetes estudia canto en el Carnegie Hall, a donde se apresura el joven y finalmente encuentra a la codiciada dama. Ambos quedan muy complacidos, y prometen encontrarse esa noche en Times Square, aunque ella le indica al marino que “el sexo y el arte no combinan”, según las sabias palabras de su profesora de canto quien, por supuesto, ha ofrendado su vida al arte… Por su parte, Chip está a punto de cenar en casa de Hildy, pero para sorpresa del galán el platillo principal será su amiga taxista (!!!). Entre tanto, el soñador Gabey se siente triste pues su “posible” enamorada Ivy lo ha dejado plantado. Todos quieren quitarse la tristeza, para lo cual emprenden un fabuloso tour nocturno por Manhattan, con paradas exclusivísimas en antros de vicio en la calle 53, el Club Congacabana, y más tarde en el Club Slam Bang… Entre una cosa y otra, los marineros y sus amiguitas hacen algunos destrozos leves en la Gran Ciudad: por ejemplo, chocan en el Museo de Ciencia Natural y destrozan el milenario esqueleto de un dinosaurio, por decir lo “menos grave”. La policía los persigue al tiempo en que Gabey, desconsolado por el plantón, encuentra ahogada en champaña a la profesora de canto de Ivy, quien le dice dónde encontrarla: Coney Island. Ahora, la persecución se traslada al metro: Gabey va por su amada y sus amigos lo siguen, y detrás de ellos… la policía. Finalmente, el ilusionado llega al lugar referido y encuentra a Ivy convertida en una bailarina exótica, participando en un corriente, decadente, maloliente espectáculo a cargo del rajá Bimmy (¡Dios nos libre!). Conclusión: Gabey se desilusiona pero regresa a la cordura. Llega la policía a arrestar a todo mundo y por arte del Espíritu Santo (o, más bien, del teatro de Broadway…) todos son absueltos. El permiso de 24 horas de los marineros termina e inesperadamente llegan las chicas al muelle a desearles suerte. Son ya las seis de la mañana del día siguiente… Al momento en que Ozzie, Chip y Gabey se despiden de sus amigas, otros tres marineros salen del barco. Las codiciadas 24 horas de permiso comienzan ahora para ellos…

Leonard Bernstein tomó algunos de los episodios instrumentales de On the Town (específicamente aquellos para ser danzados en el espectáculo), de tal forma que pudiera presentarlos como un tríptico orquestal independiente en conciertos sinfónicos. El primero de estos Episodios, The Great Lover, incluye alguna de la música que acompaña las hazañas del marinero Gabey, quien sueña con encontrar a la mujer perfecta en medio de la locura de Manhattan (yeah, surely he’ll do baby!). El segundo de estos episodios de danza, Lonely Town, está extraído de uno de los números que canta Gabey, soñando con la mujer amada, música que también es parte sustancial en el ballet Fancy Free. Finalmente, Times Square:1944 constituye la parte final del Acto I donde, como ya se dijo arriba, los marineros se dejan a los placeres nocturnos con sus acompañantes en una noche neoyorquina de antología, de aquellas que varios de nosotros hemos tenido alguna vez… aunque sea en sueños.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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MÚSICA

Versión: Orquesta Sinfónica de Saint Louis. Leonard Slatkin, director.

EDICIONES “MARTES DE OBERTURAS” SIETE

Les compartimos el SÉPTIMO álbum digital de la muy gustada serie de Música en Red Mayor

MARTES DE OBERTURAS SIETE:

OBERTURAS ESTADOUNIDENSES

MARTES DE OBERTURAS SIETE. PORTADA

MARTES DE OBERTURAS SIETE. PORTADA

MARTES DE OBERTURAS SIETE. CONTRAPORTADA

MARTES DE OBERTURAS SIETE. CONTRAPORTADA

MARTES DE OBERTURAS SIETE. OBERTURAS ESTADOUNIDENSES. ÁLBUM

SERGEI PROKÓFIEV (1891-1953)

Sinfonía No. 5 en si bemol mayor Op. 100

  • Andante
  • Allegro marcato
  • Adagio
  • Allegro giocoso

Sergei Prokófiev

Esta es la historia de Prokófiev y la Segunda Guerra Mundial: a las 9:30 de la noche del 13 de enero de 1945 un maestro de ceremonias se dirigió al centro del escenario de la Gran Sala del Conservatorio de Moscú y de su boca salieron las siguientes palabras: “¡En nombre de nuestra madre Patria, habrá un homenaje a los gallardos guerreros del Primer frente ucraniano, quienes han roto la defensa de los alemanes! ¡Veinte salvas de artillería de 224 armas!”.

En ese preciso instante, la hasta entonces herida Unión Soviética lograba desvincularse de los terribles embates armado de la Segunda Guerra Mundial con un contraataque del Ejército Rojo, al cruzar el río Vístula hacia Polonia.

Mientras ello ocurría, en la misma Sala de Moscú, un director de orquesta y compositor estaba parado en el podio dispuesto a dirigir a los músicos moscovitas al término del discurso del maestro de ceremonias. Ahí estaba empuñando su batuta el insigne Sergei Prokófiev. El músico permaneció quieto, mientras en las calles de la ciudad se escuchaban las salvas en honor a tan valientes soldados que ofrendaban su vida para dar un poco de reposo a este mundo.

De repente: silencio absoluto. Prokófiev alzó su batuta y comenzó lo que sería la primera audición de su Quinta sinfonía Op. 100. Casi cincuenta minutos después de música llena de intensidad, lirismo y la quintaesencia estética del autor, el público que llenaba esa legendaria Sala se puso de pie y ovacionó no sólo la música de Prokófiev, sino que también aplaudieron lo histórico y trascendental del momento. Algún biógrafo de este músico señaló entonces que: “la heroica partitura de Prokófiev se combinó inmejorablemente al estado de ánimo del auditorio de esa noche tan particular”.

Prokófiev jugando ajedrez con el violinista David Oistrakh

A diferencia de muchas otras sinfonías escritas por compositores soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial, la Quinta de Prokófiev no tenía un programa en concreto. De hecho, el autor sólo llegó a decir que “esta música es un himno a la libertad del espíritu humano y estaba pensada como un himno a los hombres felices y libres, a sus enormes poderes y sus espíritus nobles y puros”.

Un mes tardó Prokófiev en escribir su Quinta sinfonía en el verano de 1944. El proceso creativo tuvo lugar en la Casa de los compositores que había establecido el Estado Soviético a manera de un hogar de campo a las afueras de Ivanovo, cerca de Moscú. El ambiente era propicio para la reflexión: rodeado de bosques y con un clima delicioso. Un colega de Prokófiev, Dmitri Kabalevski, se encontraba junto con otros músicos en aquel retiro, y él recuerda que el 26 de agosto de ese año: “nuestro grupo –Miaskovski, Shostakóvich, Muradeli y yo- nos reunimos en la pequeña cabaña campesina donde trabajaba Prokófiev para escuchar su Quinta… Tocó muy bien en el piano, logrando dar la impresión de los colores orquestales que deseaba utilizar. Él quedó muy agradecido ya que consideraba a su nueva partitura la mejor que había escrito.”

Y de hecho así es. La Quinta sinfonía de Prokófiev posee una factura orquestal como pocas veces él había logrado acercarse a la idiomática sinfónica. Igualmente, esta partitura significó el regreso del músico al mundo puramente orquestal, en una época que consideró de gran creatividad. Todo ello después de casi dos décadas de ausencia de su patria viviendo en el auto-exilio en París. Y era el compromiso con su nación, como lo expresó al diario Izvestia: “Sólo quiero producir música grandilocuente, como lo requiere el momento histórico.”

Autógrafo de Prokófiev con la melodía que abre su Quinta sinfonía

Con un discurso claro y conciso, Prokófiev logró amalgamar genialmente varios de los factores que lo hicieron más famoso: elocuencia, pasión, fuerza, lirismo, vigor rítmico, una retórica amplia y un colorido orquestal siempre sorprendente.

Es pues la Quinta de Prokófiev, la piedra de toque que caracterizó al repertorio orquestal de todo el siglo XX y, por supuesto, su decidido ambiente de liberación del ser humano de las bajezas inmundas de quienes provocan las guerras, la coloca en sitio de privilegio junto a muchas obras de arte de ese y otros tiempos.

En ese sentido quizá es importante poner en el mismo rango emotivo a esta Quinta con varias de las Sinfonías de Shostakóvich, el Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen, la Sinfonía litúrgica de Honegger o bien la Tercera sinfonía de Henryk Górecki.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Sergei Prokófiev: Sinfonía No. 5 en si bemol mayor, Op. 100

Versión: Orquesta Filarmónica de Israel. Leonard Bernstein, director. 

(Grabación en vivo, realizada en Munich -Alemania- el 26 de agosto de 1979)

LEONARD BERNSTEIN (1918-1990)

Obertura a Candide

Leonard Bernstein trabajando en su estudio neoyorkino (1968)

Señoras y señores, su atención por favor: escucharán ustedes una de las Oberturas más espectaculares, coloridas y extrovertidas del repertorio musical del siglo XX: la Obertura Candide de Leonard Bernstein. Y si le parece que me “volé la barda” con tales expresiones, espere usted a disfrutarla para percatarse de que no digo mentiras (bueno, nada más a veces).

Justo es decir que la personalidad de Leonard Bernstein es acaso una de las más impactantes en ámbitos musicales tanto “clásicos” como populares: todo un fenómeno en la dirección orquestal, pianista de grandes dotes, administrador y organizador musical como sólo algunos, visionario en la mercadotecnia musical y -por si fuera poco- compositor de excelsa factura, autor de tres Sinfonías, música coral (donde sobresalen los Salmos de Chichester), piezas para piano, música para cine (On the waterfront -Nido de ratas-) y obras realmente célebres en el ámbito del teatro musical como Wonderful Town, On the Town, West Side Story y Candide.

Brillante, turbulenta, rica en matices y espectacular como la música de Bernstein también es la historia de Candide (Cándido), convertida en sonidos a partir del libro homónimo de Voltaire que -según dicen- fue quemado públicamente en Ginebra y prohibido en París al momento de su edición en 1759. Aquí se ridiculiza aquella filosofía de “Todo es para mejorar en el mejor de los mundos posibles” con una historia de risa loca en la que personajes van y vienen, mueren y reviven después de un rato, todo en la búsqueda por el optimismo. Bernstein, a petición de Lilian Hellman -autora del libreto- confeccionó una “opereta cómica”, “ópera ligera”, o como se quiera llamar, en la que los ánimos pasan de lo absurdo a lo serio con implacable maestría. Candide fue estrenada en diciembre de 1956 para los escenarios de Broadway, y los comentarios de la crítica se dividieron : unos afirmaban que los tintes operísticos de la obra no iban de acuerdo con la historia, mientras algunos otros decidieron que la puesta en escena era “demasiado clásica” para Broadway, para rematar con los que dijeron que el libreto era una grandísima bazofia. Debido a ello, Candide sólo alcanzó unas setenta y tres representaciones, que para los teatros neoyorquinos significó un rotundo fracaso.

La obra sufrió enormes modificaciones en texto y música hasta 1973, cuando Harold Prince discutió con la libretista y, haciéndole “manita de puerco”, la convenció de que modificara pasajes de su texto. Por otra parte, Bernstein compuso nueva música para los cambios y el encargado de ponerles letra fue el muy ilustre Stephen Sondheim, cercano colaborador de Bernstein en la inmortal West Side Story (Amor sin barreras). El triunfo estaba asegurado, y así Candide se mudó de los teatros de Broadway al Lincoln Center, donde la New York City Opera ofreció su “reestreno” en 1982.

La familia Bernstein. El músico con su esposa Felicia Montealegre y sus hijos Alexander y Jamie

La enorme virtud de Candide reside en su jocosa historia, pero también en la música imaginativa de Bernstein, quien echando mano de ritmos como el tango, la mazurka, el jazz, un vals, polkas y otras cosas, le dio vida a este personaje tan cándido (valga la expresión), tierno y absurdo. De ella se desprende la magnífica Obertura que encapsula “a la Verdi” momentos importantes de la obra escénica, utilizando una chispeante fanfarria al inicio que contrasta con una parte lírica sacada del dúo de Candide y Cunegonde “Oh Happy We” y para desembocar en una coda donde se cita el final del aria “Glitter and be Gay”.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Descarga disponible:

Leonard Bernstein: Obertura a Candide

Versión: Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. Leonard Bernstein, director.

LEONARD BERNSTEIN (1918-1990)

Danzas sinfónicas de West Side Story

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Romeo y Julieta, la tragedia de William Shakespeare (c.1564-1616), no sólo ha cobrado vida una y otra vez en el devenir de la Humanidad, sino que también ha sido objeto de recreaciones de inmensa estatura en el ámbito artístico. Ese amor imposible de los amantes de Verona ha sido llevado a los escenarios de maneras diversas; y en el siglo XX existió una versión novedosa del coreógrafo y director de Broadway Jerome Robbins (1918-1998), quien en 1949 buscó a Leonard Bernstein para transportar la historia de Romeo y Julieta de Verona a la zona oeste de Manhattan en Nueva York. Romeo sería, entonces, un italiano católico; Julieta, una chica judía; los Montesco y los Capuleto serían dos pandillas de adolescentes y Fray Lorenzo encarnaría al encargado de la farmacia del vecindario. Por su parte, Robbins imaginó la “escena del balcón” en una escalera de emergencia de un edificio de departamentos. Robbins y Bernstein estaban tan inmersos en sus compromisos profesionales que les fue imposible ponerse a trabajar inmediatamente. Fue hasta 1955 que ellos decidieron llamar a un libretista para que los apoyara. La elección fue perfecta: Stephen Sondheim (n.1930). Pero la idea original se había transformado. Según Bernstein: “Dejamos a un lado la premisa de la pareja judío-católica por no ser muy fresca y pensamos en dos pandillas adolescentes, una de los aguerridos portorriqueños, la otra de típicos estadounidenses. Repentinamente todo cobró vida. Escucho ritmos y pulsos y –más importante aún- comienzo a sentir su forma.” El proyecto fue concluido hasta 1957 con el nombre de West Side Story (traducido literalmente como Historia del lado oeste, aunque en castellano se le conoce como Amor sin barreras).

El 20 de agosto de ese año la producción fue estrenada en Washington D.C., con una entusiasta acogida del público. Un mes después West Side Story abrió sus presentaciones en Nueva York alcanzando 784 funciones en Broadway y después de una gira nacional regresó al teatro donde fue estrenada para rematar con 250 funciones más. Por supuesto, la industria cinematográfica no podía quedarse alejada de este musical; así, la compañía Mirisch adquirió los derechos para llevar West Side Story a la pantalla grande bajo la dirección de Robert Wise (1914-2005). La cinta obtuvo un total de diez premios Oscar en 1961, entre los que se encontraba el galardón a la Mejor música.

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Los protagonistas de la película: Richard Beymer y Natalie Wood

Debido al éxito de West Side Story, Bernstein dio su aprobación para que se realizara una suite de concierto con algunos de los episodios importantes de toda la obra. En el invierno de 1961 sus amigos y colegas Sid Ramin (n.1919) e Irwin Kostal (1911-1994), quienes se habían dado a la tarea de orquestal a versión fílmica de West Side Story, trabajaron estrechamente con Bernstein para dar forma a las Danzas sinfónicas que fueron estrenadas en febrero de 1961con la Filarmónica de Nueva York y el propio compositor en la batuta.

Echemos un vistazo a la historia: En la sección oeste de Manhattan hay dos bandas: los Jets (cuyo líder es Riff), es decir, los gringos, y los Sharks, los de Puerto Rico, comandados por Bernardo. Tienen pleito casado desde hace mucho tiempo. En medio de estos grupos está Tony, alguna vez miembro de los Jets, a quien se le pide que ayude para sacar a los latinos de la calle. Una prueba de fuego les llegará en un baile esa noche. Pero entre mambos y cha-cha-chás Tony conoce a la angelical (¡y latina!) María, se enamoran al instante (para no variar) e intentan bailar. Más, gran error, ella es hermanita de Bernardo, el Shark. Tony se va desconsolado, escucha una gran pachanga en el edificio donde vive el líder pandilleril y corre a la ventana a declararle su amor a María. Al día siguiente se reúnen por separado Riff y Bernardo para organizar la batalla entre pandillas; María, por su parte, sueña con Tony, aunque al enterarse de los planes de pelea le pide a su amado que interceda. El galán llega al lugar del enfrentamiento; en la trifulca, Bernardo mata a Riff y, confundido, Tony toma el arma asesina y le quita la vida al latino. Después se corre el rumor de que Chino, despechado por el amor entre la pareja, decide matar a María. Todo como pretexto para enfrentarse a Tony y vengar la muerte de su compañero. El desconsolado joven sale a las calles a enfrentar al supuesto asesino de su novia. En la oscuridad, Tony ve la figura de su amada pero antes de que pueda acercársele Chino se adelanta y mata a Tony de un tiro. Él, moribundo, cae en los brazos de María. Tony ha muerto en pos de un amor imposible.

 JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Descarga disponible:

Leonard Bernstein: Danzas sinfónicas de West Side Story

Versión: Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. Leonard Bernstein, director.