Entradas de redmayor

Conductor del programa de radio Música en Red Mayor de 1997 a 2020. Ha sido locutor oficial de Azteca 7, conductor en Opus 94, Radio UNAM y otras emisoras, así como organizador de conciertos y manager de artistas clásicos.

LEONARD BERNSTEIN (1918-1990)

Obertura a Candide

Leonard Bernstein trabajando en su estudio neoyorkino (1968)

Señoras y señores, su atención por favor: escucharán ustedes una de las Oberturas más espectaculares, coloridas y extrovertidas del repertorio musical del siglo XX: la Obertura Candide de Leonard Bernstein. Y si le parece que me “volé la barda” con tales expresiones, espere usted a disfrutarla para percatarse de que no digo mentiras (bueno, nada más a veces).

Justo es decir que la personalidad de Leonard Bernstein es acaso una de las más impactantes en ámbitos musicales tanto “clásicos” como populares: todo un fenómeno en la dirección orquestal, pianista de grandes dotes, administrador y organizador musical como sólo algunos, visionario en la mercadotecnia musical y -por si fuera poco- compositor de excelsa factura, autor de tres Sinfonías, música coral (donde sobresalen los Salmos de Chichester), piezas para piano, música para cine (On the waterfront -Nido de ratas-) y obras realmente célebres en el ámbito del teatro musical como Wonderful Town, On the Town, West Side Story y Candide.

Brillante, turbulenta, rica en matices y espectacular como la música de Bernstein también es la historia de Candide (Cándido), convertida en sonidos a partir del libro homónimo de Voltaire que -según dicen- fue quemado públicamente en Ginebra y prohibido en París al momento de su edición en 1759. Aquí se ridiculiza aquella filosofía de “Todo es para mejorar en el mejor de los mundos posibles” con una historia de risa loca en la que personajes van y vienen, mueren y reviven después de un rato, todo en la búsqueda por el optimismo. Bernstein, a petición de Lilian Hellman -autora del libreto- confeccionó una “opereta cómica”, “ópera ligera”, o como se quiera llamar, en la que los ánimos pasan de lo absurdo a lo serio con implacable maestría. Candide fue estrenada en diciembre de 1956 para los escenarios de Broadway, y los comentarios de la crítica se dividieron : unos afirmaban que los tintes operísticos de la obra no iban de acuerdo con la historia, mientras algunos otros decidieron que la puesta en escena era “demasiado clásica” para Broadway, para rematar con los que dijeron que el libreto era una grandísima bazofia. Debido a ello, Candide sólo alcanzó unas setenta y tres representaciones, que para los teatros neoyorquinos significó un rotundo fracaso.

La obra sufrió enormes modificaciones en texto y música hasta 1973, cuando Harold Prince discutió con la libretista y, haciéndole “manita de puerco”, la convenció de que modificara pasajes de su texto. Por otra parte, Bernstein compuso nueva música para los cambios y el encargado de ponerles letra fue el muy ilustre Stephen Sondheim, cercano colaborador de Bernstein en la inmortal West Side Story (Amor sin barreras). El triunfo estaba asegurado, y así Candide se mudó de los teatros de Broadway al Lincoln Center, donde la New York City Opera ofreció su “reestreno” en 1982.

La familia Bernstein. El músico con su esposa Felicia Montealegre y sus hijos Alexander y Jamie

La enorme virtud de Candide reside en su jocosa historia, pero también en la música imaginativa de Bernstein, quien echando mano de ritmos como el tango, la mazurka, el jazz, un vals, polkas y otras cosas, le dio vida a este personaje tan cándido (valga la expresión), tierno y absurdo. De ella se desprende la magnífica Obertura que encapsula “a la Verdi” momentos importantes de la obra escénica, utilizando una chispeante fanfarria al inicio que contrasta con una parte lírica sacada del dúo de Candide y Cunegonde “Oh Happy We” y para desembocar en una coda donde se cita el final del aria “Glitter and be Gay”.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Leonard Bernstein: Obertura a Candide

Versión: Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. Leonard Bernstein, director.

CÉSAR FRANCK (1822-1890)

Sinfonía en re menor

  • Lento; Allegro non troppo
  • Allegretto
  • Allegro non troppo

A mi amigo Eduardo Neri (1963-1997)

Cesar Franck

César Franck nació en Lieja, Bélgica, y residió en París desde los 26 años de edad cuando contrajo nupcias con la señorita Desmousseux -hija de una famosa actriz francesa-. Franck propició un renacimiento extraordinario en la música francesa hacia finales del Siglo XIX. De hecho, poco después de concluida la Guerra Franco-Prusiana fue fundada en París la Sociedad Nacional de Música el 25 de febrero de 1871, y en la que sus destacados miembros (Camille Saint-Saëns, Gabriel Fauré y el propio Franck) tenían como responsabilidad principal difundir el trabajo de los compositores vivos de ese país. Su bandera fundamental: Ars Gallica.

No sólo la clara demostración de la lucha de Franck por los principios del arte sonoro francés lo colocó en lugar de privilegio entre los intelectuales franceses, sino que su tarea como profesor de las nuevas generaciones de músicos (entre ellos Ravel), su célebre desempeño como organista de la Iglesia de San Juan-San Francisco en Marais (y posteriormente en la Basílica de Santa Clotilde), y la inacabable belleza de sus partituras lo convierten en una figura musical primordial de las postrimerías del Siglo XIX.

Hombre de claro pensamiento, sencillo, optimista e indiferente a los seres mezquinos que le llegaron a rodear, refleja su personalidad con naturalidad a través de su música: la serenidad de su espíritu, sus profundas convicciones religiosas, el idealismo y un misticismo innato. David Ewen asegura que “(Franck) tomó de otros sólo lo que le era útil: la técnica del leitmotiv -o idea conductora- de Wagner; la polifonía de Bach; la técnica pianística de Liszt; el estilo de la variación de Schumann. Pero éstos fueron vehículos para un fin: la proyección de una belleza poética y la realización de una iluminación espiritual en la música que, en su mayor parte, se convierte en un tipo de revelación que puede encontrarse en las obras finales de Beethoven. El arte de Franck, dijo su alumno Vincent D’Indy, tiene ‘claridad verdadera y serenidad luminosa. Su luz fue totalmente espiritual…’”.

Posiblemente el elemento fundamental de la producción de Franck reside en su individualidad y de forma particular en su propio método estructural, que hoy es conocido como “forma cíclica” y en la que varias frases generadoras o fragmentos melódicos crecen en melodías completamente desarrolladas, transformación posible a partir de las dinámicas, ritmo o armonía.

Lo mejor del catálogo de Franck se encuentra, sin lugar a dudas, en sus poemas sinfónicos Las Eólidas, Redención, El cazador maldito, Les Djinns (esos pequeños duendes-genios buenos-malos) y Psique; sus Variaciones sinfónicas para piano y orquesta; el Oratorio Las beatitudes; su Sonata para violín y piano; sus Tres corales para órgano; la hermosa pieza pianística Preludio, Coral y Fuga; su Quinteto con piano en fa menor; y de manera especial la única Sinfonía que escribiera en su vida, concebida -por cierto- casi al final de su existencia.

Franck al órgano

La terrible manzana de la discordia entre las partituras de Franck resultó ser esa única Sinfonía, tratada con especial inconformidad y oídos sordos por algunos de sus colegas y críticos de la época al momento de su estreno en 17 de febrero de 1889. Todo comenzó con la total insatisfacción de la Orquesta del Conservatorio de París durante los ensayos previos a la primera ejecución de su Sinfonía. Se dice que sus integrantes se negaban a tocar una sola nota de la partitura. Al correr dichos rumores por las calles parisinas, el entonces director del citado Conservatorio, Ambroise Thomas, también metió su cuchara con la obra de Franck y reafirmó su desagrado por la Sinfonía al comentar que no le cabía en la cabeza por qué Franck utilizó un corno inglés en un pasaje importante del segundo movimiento de la obra. “¿Quién ha escrito algo similar?” sentenció al referirse -curiosamente- a uno de los pasajes más hermosos que alguna vez fueran escritos en la literatura sinfónica.

Pero este desagradable asunto no termina ahí. Charles Gounod se sintió muy “chucha cuerera” y dio su personal opinión de la Sinfonía de Franck: “es la afirmación de la incompetencia empujada por duraciones dogmáticas”. Estará usted de acuerdo que un comentario de este tipo no puede ser tomado muy en serio viniendo de alguien que únicamente escribió en su vida dos sinfonías y, por cierto, nada geniales.

Y para concluir esta cuestión tan áspera era obvio que el público francés, siempre rarito para sus gustos musicales, no entendió el fantástico universo sonoro de Franck, estructurado sobre una base lógica, perfecta, y con elementos que apelan a lo más importante de su creatividad.

Pero, ¿qué dijo Franck al terminar su Sinfonía? Uno de sus alumnos relató que el compositor salió del teatro “radiante”, y simplemente expresó: “sonó bien, justamente como pensé que sonaría”. Con ello percibimos el alma humilde de este hombre quien no tuvo ningún rencor sobre los buitres que quisieron hacer carroña de una obra plena de belleza, dramatismo y altamente emotiva.

La Sinfonía de César Franck tiene un desarrollo muy natural desde su introducción sombría y que va cambiando poco a poco en carácter e intensidad. Algunos críticos señalan que las armonías que usa Franck en el primer movimiento están directamente relacionadas con sus geniales obras para órgano. Los temas presentados son de gran fuerza; el primero de ellos lleno de virilidad, seguido por varias ideas alrededor de ese tema y del de la introducción: uno tiene carácter tierno, otro cuenta con una expresión poderosa “de fe y esperanza” (Ewen), y el último es escuchado en el corno francés y los alientos.

Posiblemente el movimiento favorito de todos los públicos en esta partitura lo constituye el segundo, cuyo melancólica melodía en el corno inglés, retomada posteriormente por el clarinete y el corno francés, provoca sensaciones tan encontradas que sería imposible traducir a palabras.

La última sección abre con optimismo y que posteriormente se transforma en una evocación de la melodía del movimiento anterior y más tarde aparecen los temas fundamentales de la Sinfonía para llevar a una conclusión magistral.

Así pasen los años y los gustos del público sigan transformándose en direcciones contrapuestas a lo que estábamos acostumbrados, estoy seguro de que no podremos permitir que -en el desarrollo de las artes sonoras- sigan propiciándose ataques tan terribles como el que sufrió Franck. ¡Qué lástima que ese compositor haya vivido tan poco después del estreno de su Sinfonía! Pero valió la pena que su primer y único esfuerzo en dicho género sea tan valioso, auténtico, y signifique -en su conjunto- la síntesis de su pensamiento artístico.

 

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Cesar Franck: Sinfonía en re menor

Versión: Orquesta Sinfónica de Boston. Seiji Ozawa, director. 

IGOR STRAVINSKY (1882-1971)

Petrushka. Burlesque en cuatro escenas

  • Escena primera: La feria del Carnaval
  • Escena segunda: Petruchka
  • Escena tercera: La celda del moro
  • Escena cuarta: La feria del Carnaval al anochecer

 

Boceto para el primer cuadro de Petruchka por Benois

Boceto para el primer cuadro de Petrushka realizado por Alexandre Benois

Fue en febrero de 1909 cuando Alexander Siloti (1863-1945) estrenó en San Petersburgo una obra orquestal de un joven alumno de Nikolai Rimski-Kórsakov (1844-1908): los Fuegos de artificio de Igor Stravinsky. El público quedó gratamente impresionado con la brillante orquestación de Stravinsky, quien manifestaba claras influencias de su profesor. El célebre empresario de los Ballets Rusos, Sergei Diaghilev, se encontraba entre el público, y no dudó un solo instante para invitar a Stravinsky a colaborar con su compañía realizando varios ballets. Sus primeros trabajos incluyeron la instrumentación de varias piezas de Chopin (1810-1849) y Grieg (1843-1907), y poco tiempo después Diaghilev le solicitó un ballet sobre la legendaria historia rusa del Pájaro de fuego. De hecho, la oferta se la había hecho el empresario a otro compositor, Anatol Liadov, pero como era bien sabido -entonces y ahora- Liadov era un flojonazo de primera y tardó varios siglos para cumplir con el encargo. El ballet de Stravinsky estuvo listo para su estreno el 25 de junio de 1910 en la Ópera de París en la temporada de los Ballets Rusos.

A partir de ese momento es cuando podría ser válido preguntarnos: “¿Qué habría ocurrido si…?” A lo que quiero llegar es que si Stravinsky nunca hubiera conocido a Diaghilev, probablemente nunca habrían surgido partituras como El pájaro de fuego, La consagración de la primavera y Petrushka. Nuevamente la incógnita: aunque la genialidad de Stravinsky fue (y es) básica para el desarrollo musical del siglo XX en occidente, ¿habría sido lo mismo en caso de no haber escrito estos tres ballets? ¿Se hubiera vuelto tan famoso a tan joven edad? Bien reza la voz popular que “las cosas pasan por algo”, eso que ni qué. Y el destino tenía muy bien trazada la senda que habrían de caminar juntos Stravinsky y Diaghilev.

¿Qué ocurrió después del enorme éxito de El pájaro de fuego?: El empresario decidió darle una nueva oportunidad al casi desconocido Stravinsky para que escribiera otro proyecto que cristalizó en lo que hoy se conoce como La consagración de la primavera. Su estreno (escándalo artístico de proporciones guerreras, hoy por todos conocido) tuvo lugar hasta mayo de 1913 en París. En esos tres años, entre un ballet y otro, el compositor quiso tomarse un pequeño respiro para “refrescarse a si mismo”, como llegó a declarar, y se puso a trabajar en una obra concertante para piano y orquesta. En el proceso creativo él confesó que: “Imagino una marioneta que súbitamente cobra vida y exaspera la paciencia de la orquesta con diabólicas cascadas de arpegios. Por su parte, la orquesta responde con plañideros toques en los metales que, al llegar a su auge, provocan la caída al suelo de la pobre marioneta.” Stravinsky quiso ponerle un nombre a este protagonista por lo que eligió el de Petrushka (Petrouschka o Petruchka… todas las acepciones son correctas), que es la típica figura de las antiguas ferias rusas y que encuentra sus paralelos en el “kasperl” alemán y el “arlecchino” italiano, y que combinan tanto el humor como la melancolía. Diaghilev tuvo conocimiento de este proyecto y, con ese instinto artístico feroz que lo caracterizó, le sugirió al compositor que olvidara esta pieza en su forma concertante y la transformara en un ballet, dado el enorme potencial que le veía en términos coreográficos. De tal manera Petrushka se estrenó el 13 de junio de 1911 por los decorados de Alexandre Benois (1870-1960) y la coreografía de Michel Fokine (1880-1942), contando en el papel principal a Vaslav Nijinski (1889-1950).

Stravinsky y Charles Chaplin (1937)

Stravinsky y Charles Chaplin (1937)

La acción de este ballet transcurre en la feria de la Semana Mayor en San Petersburgo. La primera y la cuarta escenas tienen lugar en el Carnaval, propiamente dicho; Stravinsky logró de forma genial pintarnos la escena con episodios musicales muy marcados que nos sugieren el paso de los campesinos, el caminar errático de algunos de ellos a quienes se les han pasado las copas y hasta un duelo de intérpretes de organillos. En el centro del escenario se encuentra un teatro de marionetas donde se presentan tres de ellas: Petrushka, la bailarina y el moro. Cobran vida al escucharse un dulce solo de flauta. Las escenas segunda y tercera representan la interiorización en cada uno de los personajes: visitamos el lugar donde Petrushka es depositado y conocemos los sentimientos de la marioneta. Él está enamorado de la bailarina y está tremendamente celoso del moro, quien es presentado en la escena tercera. En ella, el moro y la bailarina ejecutan una danza llena de humor (con un irónico vals basado tanto en un antiguo baile ruso y un vals de Josef Lanner -1801-1843-). Petrushka, muerto de celos, irrumpe en la celda del moro pero muy pronto es rechazado. Al llegar a la última escena, nuevamente con el ambiente festivo del Carnaval, el moro persigue a Petrushka entre la multitud y al alcanzarlo lo golpea y le provoca la muerte. El titiritero asegura al público que sólo son marionetas y que todo ha sido un espectáculo; pero en ese momento comienza a flotar sobre la feria el fantasma de Petrushka, concluyendo el ballet en una forma misteriosa.

Stravinsky mismo realizó una re-orquestación de la partitura en 1947

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Igor Stravinsky: Petrushka (Versión de 1947)

Versión: Orquesta Filarmonía de Londres. Esa-Pekka Salonen, director.

JEAN SIBELIUS (1865-1957)

Concierto para violín y orquesta en re menor, Op. 47

  • Allegro moderato
  • Adagio di molto
  • Allegro, ma non tanto

Dibujo finlandés representando a Sibelius de niño tocando su violín sobre una roca

Si conocemos, aunque sea de forma un tanto relativa, la producción especialmente sinfónica del finlandés Jean Sibelius, sabremos que muchas de sus partituras están imbuidas en dos factores importantísimos: la geografía y las leyendas de su país natal. Ambos factores pueden determinar, en cierta medida, el contenido de su Concierto para violín, aunque algunos dizque entendidos, ajenos a Sibelius, han sido quienes han plagado a la partitura de motes y sobrenombres, algunos de los cuales están enfocados a la evocación de la Naturaleza y otros a la añoranza por la juventud perdida.

Sin embargo, la imagen más propicia para “visualizar” este Concierto es la que propone Bernard Jacobson (n. 1936) al mencionar que desde muy niño Sibelius fue un experto violinista. En este sentido hay que decir que el autor fue integrante de uno de los mejores cuartetos de cuerda de Finlandia pero que, aunque conocía muy bien su instrumento, solamente escribió un Concierto para violín. Imagine, entonces, al niño Sibelius con su violín, sentando en una gran roca que dominaba un inmenso y pacífico lago cercano a su primer hogar. Lo único que podía escucharse en lontananza eran los trinos de los pajarillos, el rumor de los árboles con el viento, se sentía la ligera brisa que provocaba un pequeño oleaje en el lago… y se escuchaba al niño Sibelius tocando su violín en eterna armonía con la naturaleza que lo rodeaba.

Sibelius en su juventud

Si bien esta imagen del compositor puede recrearse gracias a nuestra volátil (o tal vez febril) imaginación en alguna de las secciones del Concierto de Sibelius (quizá en los dos primeros movimientos), la realidad es que con dicha partitura el finlandés alcanzó uno de los momentos más prósperos en su creación artística. El Concierto para violín se encuentra en el mismo rango creativo de la Segunda sinfonía, que él concibió en Italia en 1901. El Concierto, por su parte, fue compuesto en el verano de 1903, amalgamando en él su refinado conocimiento de la técnica violinística y sus impresionantes dotes expresivas en el discurso orquestal, dando como resultado una obra de impresionante lirismo, contornos dramáticos y, de cierta forma, gran melancolía. Dicha concepción estaba muy clara en la mente del autor, sobre todo al haber declarado alguna vez lo siguiente: “No debe olvidarse la estupidez increíble de la mayoría de los virtuosos (naturalmente que no me refiero a las grandes y gloriosas excepciones). Hay que tener eso presente no solamente al escribir los pasajes solistas, sino tal vez más aún en la elaboración de los pasajes puramente orquestales de la partitura. Hay que evitar especialmente largos preludios e interludios, y esto se refiere muy especialmente a los conciertos para violín. ¡Hay que pensar en el pobre público!”

Victor Nováček, encargado de estrenar el Concierto para violín de Sibelius

Al momento en que Sibelius compuso esta obra el violinista Willy Burmester (1869-1933), a la sazón concertino de la Orquesta de Robert Kajanus (1856-1933), se le ocurrió comentar a la prensa: “Sibelius ha escrito un Concierto que me ha dedicado. Voy a tocarlo aquí en Helsinki el año próximo”. Sin embargo, el 8 de enero de 1904 quien fue el encargado de estrenar la obra en Helsinki fue Victor Nováček (1875-1914), mientras que el otro fanfarrón se limitó a tocar en alguna otra ocasión el Concierto de Tchaikovsky (1840-1893). El director en aquel estreno fue el propio Sibelius quien, al escuchar su flamante partitura desde el podio, decidió que ésta necesitaba una extensa revisión. Debido a ello, ésta permaneció intacta hasta 1905, una vez que Sibelius había concluido dicha revisión y edición (si escuchamos la versión original del Concierto, notaremos cambios realmente dramáticos en muchas de sus secciones, apareciendo en momentos como una obra casi completamente diferente), y fue publicada hasta 1907 con una dedicatoria al virtuoso húngaro Franz von Vecsey (1893-1935).

La versión final del Concierto fue estrenada en Berlín con la Filarmónica de aquella ciudad, bajo la dirección de Richard Strauss (1864-1949), y teniendo como solista a Karel Halíř (1856-1909). Ello ocurrió el 19 de octubre de 1905. Sibelius escribió a este respecto: “Mi Concierto recibió su bautizo de fuego en Alemania en un concierto de la Singakademie. Como ejemplo del extraordinario cuidado de Strauss para tocar obras de otros compositores contemporáneos, debe  mencionarse que dedicó tres ensayos de la orquesta para estudiar el acompañamiento. Pero el Concierto para violín lo requiere.”

La importancia capital de este Concierto de Sibelius en el repertorio violinístico de la historia es indudable. Louis Biancolli (1907-1992) señaló: “A pesar de su carácter fuertemente moderno y forma sonora modificada, la partitura de Sibelius pertenece a la tradición romántica del concierto tipo siglo XIX. Las llamadas ‘atmósferas épicas’, así como las vertientes folklóricas, le dan una relevancia muy suya. La oposición del violín y orquesta es casi única a causa de sus contrastes meditativos y abruptos, a lo que se suman las resonancias rapsódicas y juglarías remotas, especialmente en el primer movimiento. Pero la técnica, los clímax graduales, el surgimiento del drama sonoro, sus temas y los aleteos en el registro agudo contribuyen todos a darle una marcada afinidad con otros clásicos del repertorio de finales del período romántico.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Jean Sibelius: Concierto para violín y orquesta

Versión: Leonidas Kavakos, violín. Orquesta Sinfónica de Lahti. Osmo Vänskä, director.

FRANZ PETER SCHUBERT (1797-1828)

Sinfonía No. 3 en re mayor, D. 200

  • Adagio maestoso – Allegro con brio
  • Allegretto
  • Menuetto y trío: Vivace
  • Presto vivace

Durante la vida de Schubert, Viena fue agraciada por una vida musical intensa y variada. Además de la gran cantidad de óperas que se representaban y los conciertos públicos, las actividades musicales de carácter familiar eran algunas de las más importantes y se desarrollaban en todos los niveles sociales. Los grandes palacios de la nobleza eran escenarios idóneos para presentar conciertos, especialmente aquellos organizados por el príncipe Lobkowitz en los que se estrenaron muchas obras de Beethoven; sin embargo, en las casas de los mercaderes y los profesionistas en general también se organizaban soirées musicales íntimas, y constituían una práctica frecuente y bien recibida por la comunidad artística. Algunas de estas tertulias llegaron a niveles de excelencia, como por ejemplo la pequeña orquesta que creció en el seno de las reuniones musicales de la familia Schubert. Durante 1814 y 1815 el cuarteto de cuerdas de esa familia fue nutrido con la llegada de varios amigos de los Schubert para tocar con ellos; por supuesto, llegó un momento en que la intimidad de su hogar era insuficiente para albergar a un grupo tan grande, por lo que comenzaron a utilizar la casa de un potentado mercader, Franz Frishling. Hacia el otoño de 1815, nuevamente, la “orquesta” era tan grande y ya contaba con una considerable cantidad de seguidores, que tuvieron que mudar otra vez sus actividades, ahora a la casa de Otto Hatwig, quien colaboró con el conjunto y permitió su florecimiento durante los siguientes tres años. Ya entonces, la magnífica orquesta contaba entre sus miembros a 7 primeros violines, 6 segundos, 3 violas, 3 cellos y 2 contrabajos, así como una buena y variada cantidad de instrumentos de aliento.

En el caso particular de Schubert, es bien sabido que sus dos primeras Sinfonías las escribió como parte de su participación en la Orquesta del Stadtkonvikt; sin embargo, el desarrollo de la nueva orquesta ya referida constituyó un poderoso estímulo para su creatividad en el campo de la música orquestal. Su Tercera sinfonía fue probablemente la primera de sus partituras inspirada directamente por la novel orquesta. Schubert la escribió en tan sólo seis meses, justo antes de que el grupo comenzara sus actividades en la casa de Hatwig, y en una época en la que él se desempeñaba como profesor asistente en la escuela de música de su familia, situación que, dicho sea de paso, nunca lo hizo muy feliz. En este sentido, uno de sus amigos más cercanos, Anselm Hüttenbrenner recuerda que Schubert, aunque a disgusto, pasaba largas horas componiendo prolíficamente en una buhardilla húmeda, con una pequeña lámpara y envuelto en una gruesa cobija para soportar el frío. Y es cierto: la compulsión por crear nuevas obras lo llevó a componer en sus propias clases y, sin perder la esperanza y el ánimo, en tan sólo dos años (tiempo que invirtió trabajando para su padre) salieron de su pluma no menos de 382 partituras.

Franz Schubert (a la derecha)

La rapidez con la que Schubert compuso en ese lapso es evidente en la Tercera sinfonía. Los primeros cuarenta y siete compases de la partitura los escribió en mayo de 1815 y  la abandonó hasta el siguiente julio, pero al retomarla el día 11 de ese mes no paró en su creación. El primer movimiento estuvo listo al día siguiente, el 15 comenzó el segundo movimiento y concluyó la Sinfonía el día 19. En muchos sentidos, la Tercera de Schubert es una obra bastante ligera en carácter si se compara con la Sinfonía No. 2 que terminó cuatro meses antes. Quizá esta nueva obra es menos sólida en cuanto a duración y contenido, aunque su principal característica reside en su frescura y encanto en general, además de afirmarse como vivaz e individual. Se dice que el material temático del primer movimiento está imbuido en la música popular austriaca. Y aunque a muchos les suena como a música realmente “naïve” o plena de inocencia, es importante dejar claro que en esta Sinfonía encontramos a un Schubert verdaderamente sofisticado. En el primer movimiento, el autor conecta la introducción lenta con la parte central del movimiento utilizando una escala ascendente, en forma de una ráfaga sonora, seguida de cuatro notas repetidas. En contraste con esta sección, Schubert muestra su gracia y delicadeza en el segundo movimiento. El Menuetto posee un encanto particular, con sus acentos en contratiempo y en el espíritu de un verdadero “scherzo” romántico, así como su trío encapsula todo el sabor de los ländler campesinos. Clive Brown, uno de los grandes estudiosos de Schubert, define al último movimiento como “entre tarantella y final de una ópera bufa; aparecen giros que se van sucediendo uno a otro con impresionante rapidez y que dejan al escucha en un estado de alegre embriaguez.”

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Franz Schubert: Sinfonía No. 3 en re mayor D. 200

Versión: Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756-1791)

Sinfonía No. 40 en sol menor K. 550

  • Molto allegro
  • Andante
  • Minuet (Allegretto) & trío
  • Finale (Allegro assai)

Voy a compartir con usted algo que seguramente le ha ocurrido en calidad de “melómano ejemplar”: cuando uno va por la vida presumiendo su muy particular y fino gusto por la música clásica, siempre se obtendrá una buena lección para no andar de habliche. En fiestas, reuniones sociales, o en cualquier lugar público donde se pueda entablar una nueva conversación amistosa, suele ocurrir que nos topemos con alguien simpático(a) que nos haga plática y pregunte a qué nos dedicamos. Para quienes estamos en el bonito trabajo de la música, pues resulta muy “stylish” (con estilo, pues) dar como carta de presentación la actividad que tenemos alrededor de la música de concierto. Y si dicha fina personita sabe poco o es neófita al respecto, indudablemente dice: “¡Ay, qué lindo, me encanta la música ‘clásica’! Oye, ¿sabes como se llama una que va más o menos así? (silba sin entonación pero con gran ternura)”. ¿Qué es lo que uno puede hacer cuando la melodía está mal silbada, mal comprendida o qué se yo? Quizás usted diga: “bueno, la música de concierto es muy amplia, no lo podemos saber todo”. Mas si en el mejor de los casos sabemos de qué se trata, es imperativo dar una pronta respuesta para que todos se den cuenta que, efectivamente, somos los más eruditos del mundo.

¡Pamplinas, digo yo!. Lo que ocurre es que mucha gente que se acerca poco a poco a este tipo de música tiene como lugares comunes sólo algunas obras. Y en encuentros como el que acabo de relatar el nuevo amigo o amiga tiende a silbar casi siempre lo que silbamos o cantamos todos hasta en la regadera: el Adagio del Concierto de Aranjuez, O fortuna de Cármina Burana, el Minueto de Boccherini, el Bolero de Ravel, el primer movimiento de La primavera de Vivaldi, el Capricho italiano y el Primer concierto para piano de Tchaikovski, el Canon de Pachelbel, la introducción de la Quinta sinfonía y Para Elisa de Beethoven o el primer movimiento de la Pequeña serenata, el segundo movimiento del Concierto para piano No. 21, el aria de la reina de la noche de La flauta mágica de Mozart. ¡Ajajá!! ¡Mozart mil veces! ¿Cuántas veces no hemos silbado algunas de sus mejores melodías??!!

Wolfgang Amadeus Mozart

Y después de tanto comentario sobre lo que la gente disfruta, silba, tararea y vuelve loca al escuchar en conciertos, nos damos cuenta que los “top hits” de la música de concierto recaen -sobre todo- en las obras de este célebre señor.

Ahora, dígame usted: ¿cuál es la melodía más directa y más tarareada de Mozart? ¡Perfectamente bien contestado! (arriba a mi izquierda, la señora de bolsa gris y suéter rojo). Pues es la melodía con la que, de forma más directa, abre sinfonía alguna de Mozart: la número 40.

Y ¿cómo fue que surgió esta obra? De lo trivial vamos a la historia, plis: Transcurría el verano de 1788 cuando Mozart se dio a la tarea de trabajar en las que serían sus últimas tres Sinfonías: las números 39, 40 y 41. Dichas obras fueron concebidas en menos de dos meses (¡todas!), aunque Mozart no tuviera planeado estrenarlas a corto plazo, y en una época que estuvo llena de problemas económicos y tristezas personales. Era claro que los años de “felicidad” de este compositor habían pasado; sin embargo, las tres sinfonías a las que nos referimos resultan las más perfectas e impresionantes de su catálogo, sin hacer menos a las anteriores.

La partitura de la Sinfonía No. 40 está fechada el 25 de julio de 1788, y su orquestación original incluyó una flauta, dos oboes, dos fagotes, cornos y cuerdas, aunque Mozart añadiera posteriormente dos clarinetes. Es interesante observar que en las sinfonías 39 y 41, se utilizan trompetas y timbales, totalmente ausentes en la instrumentación de la 40; pero esa ausencia es entendida con respecto a la personalidad y al ambiente general de la obra. Su espíritu puede ser tomado como un tanto ligero para que pudiera resultar en música dramática, pero su tonalidad -sol mayor-, juega un papel importante al hacerla nostálgica y con tintes de tristeza, totalmente contrastante junto a la Sinfonía 41 -la llamada Júpiter, terminada menos de un mes después- cuyo discurso es más optimista gracias a su tonalidad en do mayor.

El tema del que hablábamos líneas arriba, y con el que abrela Sinfonía40, es quizá una de las melodías más agitadas que escribiera Mozart, y que sólo encuentra un poco de calma al contrastar con un segundo tema, de carácter elegante.

Douglas Hammond asegura que “lo bombástico de los últimos siete compases no concluye apropiadamente el movimiento y deja preguntas que sólo pueden ser respondidas en los movimientos tercero y cuarto.”

La sección siguiente es un poco más relajada que la parte anterior, aunque el Minueto regresa al sol menor con insistencia y fuerza, para convertirlo en un movimiento elegante pero muy temperamental.

Todas las tensiones emocionales creadas a lo largo de la partitura (las muy evidentes y las subrepticias) encuentran una solución coherente y enérgica en el finale.

Al escuchar y redescubrir esta Sinfonía de Mozart, una y otra vez, no acabamos de comprender cómo los públicos del mundo gozan en hacer suya, y tararear incesantemente, la extrañamente bella melodía que abre la partitura de la Sinfonía 40. Es ahí cuando comprendemos el enorme poder de comunicación de cualquier obra de Mozart. Desde esa sombría melodía, hasta el diáfano primer movimiento de la Eine kleine nachtmusik; del conmovedor Lacrymosa del Réquiem hasta lo burlón del aria Non piu andrai farfallone amoroso de Las bodas de Fígaro; la atemorizante entrada del Comendador (Don Giovanni, a cenar tecco…) en comparación a la conclusión llena de gracia de la Sinfonía 34

¡Cuántos contrastes no encontramos en la música mozartiana y de qué tantas maneras apelan a nuestra sensibilidad! Si los tiernos años de mi adolescencia y primera juventud me hicieron aborrecer “lo clásico” de Mozart ahora, al tener unos añitos – y kilitos- más, debo reconocer lo equivocado que estaba. Mi amigo Eduardo (qepd) y yo nos peleabamos incesantemente para tratar de entender por qué a la gente le gustaba Mozart (a él nunca le convenció. Sólo sus óperas, igual que a mi). En este momento de mi vida, no me canso de tararear esa melodía de la Sinfonía 40 y de algunas otras obras como las que cité arriba; y si la gente viene y me pregunta -en la calle, en la fiesta, en el banco- qué es, sólo me queda contestar humildemente: “shhh, silencio: es Mozart, el más divino de los compositores”.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Wolfgang Amadeus Mozart: Sinfonía No. 40 en sol menor K. 550

Versión: Academia de Saint Martin-in-the-Fields. Sir Neville Marriner, director.

EDOUARD LALO (1823-1892)

Sinfonía española, para violín y orquesta Op. 21

  • Allegro non troppo
  • Scherzando
  • Intermezzo
  • Andante
  • Allegro

Edouard Lalo

 

La historia de cómo surgió la Sinfonía española de Edouard Lalo tiene que ver con la relación artística que este autor estableció con un intérprete en particular, un violinista virtuoso que dejó atónitos a los públicos de varias ciudades del mundo por su estupenda técnica, afinación nítida y dulzura en el sonido: Pablo Martín Melitón de Sarasate y Navascués (1844-1908).

Originario de Pamplona, España, Sarasate viajó a París cuando tenía 17 años de edad para perfeccionar sus estudios y para establecer su lugar de residencia por el resto de su vida. De hecho, Sarasate se consideraba más francés que español (lo cual llegó a irritar a sus compatriotas). Entre sus amigos íntimos se encontraban los más destacados compositores del momento en Francia, desde Camille Saint-Saëns (1835-1921), Georges Bizet (1838-1875), Jules Massenet (1842-1912), Cesar Franck (1822-1890) y -el autor que nos ocupa hoy- Lalo.

Es muy probable que el primer encuentro entre Lalo y Sarasate ocurriera hacia 1873. Y como cada compositor que conocía al violinista se quedaba deslumbrado con su virtuosismo, Lalo no se quedó atrás y le escribió de manera casi inmediata su Concierto para violín Op. 20. Esta partitura le valió su primer éxito como compositor. Ello sucedió en 1874. Y, contento con los resultados, el francés compuso una nueva obra para el violinista pamplonés y que tuviera un sabor muy apegado a la música de su patria, sin tomar prestado ningún ritmo o sonido auténtico de aquellos lares.

Así nació la Sinfonía española, escrita probablemente entre la primavera y el 16 de diciembre de 1874, y que –como era de esperarse- portaba la dedicatoria al virtuoso en la primera página de la partitura. Aunque la obra fue sometida a revisión por el propio autor en diversas ocasiones (hasta que fue publicada en mayo de 1875), Sarasate ofreció su estreno mundial el 7 de febrero de 1875 bajo la batuta de Jules Pasdeloup (1819-1887) en el Cirque d’hiver durante uno de los famosos Conciertos populares de música clásica parisinos (que, posteriormente, se llamaron Conciertos Pasdeloup). Y así, ese día no sólo nació al sonido una de las partituras más sólidas del repertorio para violín, sino que Lalo llegó a su mayoría de edad como compositor. Entusiasmado con la Sinfonía española, Sarasate la llevó de gira por toda Europa en los meses siguientes.

De tal suerte, Lalo debió a Sarasate su consolidación en la escena musical internacional. El 31 de diciembre de 1878 el autor le escribió: “Su llegada a mi vida ha significado mi más grande oportunidad artística… sin usted, hubiera seguido escribiendo música insignificante… Estaba dormido, usted me despertó… Para mí, usted ha sido el aire vigoroso que desvaneció mi anemia.”

Aquí cabe aclarar que Lalo no pretendía hacer una imagen sonora de España con esta obra sino hacer un homenaje al lugar geográfico que vio nacer a su amigo violinista. Curiosamente, se afirma que alguna de la mejor música española fue escrita en Francia: ahí está la ópera Carmen de Bizet, que –por pura coincidencia- se estrenó un mes después que la Sinfonía española, España de Emmanuel Chabrier (1841-1894), Iberia de Claude Debussy (1862-1918) o la Rapsodia española de Maurice Ravel (1875-1937). Todas ellas fueron compuestas después de la obra concertante de Lalo y sus respectivos autores ni siquiera tenían nexos con la península ibérica (es más, ni conocieron España, incluido Lalo) con la reserva de Ravel, en cuyas venas corría sangre vasca.

El virtuoso español Sarasate, dedicatario de la Sinfonía española, y cuyo nombre completo era Pablo Martín Melitón de Sarasate y Navascués

Años después del estreno de la Sinfonía española, el 20 de octubre de 1879, Lalo envió una carta al pianista acompañante de Sarasate, Otto Goldschmidt (1829-1907): “Conservé el título de Sinfonía española en contra y a pesar de todos, en primer lugar porque expresaba bien mi pensamiento, es decir, un violín solo que se eleva sobre la rígida forma de una vieja sinfonía; y en segundo lugar, porque me pareció un título menos banal que otros que me fueron propuestos… Hans von Büllow me escribió que este feliz título ponía a mi obra por encima de las demás… Artísticamente, un título no significa nada y la obra misma lo es todo.”

Así defendió Lalo su obra y su contenido que, reitero, no tiene en ella nada original español. Pero… ¡un momento! En un acto alocado y febril, y concentrándonos en la audición de la Sinfonía española, podemos reconocer algo cercano a habaneras y sevillanas en el primer movimiento, jotas y seguidillas en el segundo, un saborcito gitano en el cuarto y una malagueña en la última sección.

La Sinfonía española de Lalo, además, no es ni sinfonía ni concierto: es una especie de “suite” en cinco movimientos en la que solista y orquesta conversan más que destacar uno sobre el otro (a mi parecer, la partitura también podría tomarse como una “rapsodia” o una “fantasía”). El primer movimiento abre con una fanfarria orquestal, que propone un discurso más orquestal que solista, y en donde el único indicio de “lo español” reside en su patrón rítmico construido en 2/4 y 6/8 como ocurre en mucha de la música española. A continuación viene el Scherzando, una pieza que alude a una serenata de inmenso garbo y con aroma a seguidilla, usando a la orquesta como una enorme guitarra que acompaña las coquetas melodías que canta el violín. El tercer movimiento, un Intermezzo, se omitió de los conciertos durante muchos años debido a que Lalo lo incluyó en la Sinfonía española posterior a su estreno; es la sección más apegada a cierto espíritu español por su intenso ritmo de habanera (aunque, en realidad, la “habanera” fue importada por los españoles desde Cuba). Aunque el cuarto movimiento es sombrío, su carácter expresivo y la estupenda factura de sus melodías fue lo que causó mayor triunfo para Lalo en su época y le granjeó la admiración de colegas como Paul Dukas (1865-1935) y Gabriel Fauré (1845-1924), entre otros. La sección final de la Sinfonía española abre con un sonido similar al repique de campanas matutinas (como se escucha en las pequeñas localidades españolas, animando a los pobladores a iniciar el día) en una música de absoluto virtuosismo tanto para violín como para la orquesta, radiante en sus colores y gallardía.

Y si hasta el momento no estamos satisfechos con el dichoso título de “sinfonía” para una obra con violín solista, sólo hay que echar una miradita a un par de libros para enterarnos que Edouard Lalo no fue el único que titulara como tal a una obra concertística. Ahí están, como ejemplos, la Sinfonía sobre un canto francés de montaña de Vincent D’Indy (1851-1931) y la Segunda sinfonía La edad de la ansiedad de Leonard Bernstein (1918-1990), ambas para piano y orquesta; Haroldo en Italia, Sinfonía con viola solista de Hector Berlioz (1803-1869); la Sinfonía para violoncello y orquesta de Benjamin Britten (1913-1976); la Sinfonía para trombón de Ernest Bloch (1880-1959), entre algunas más. Ojalá que, algún día, éstas se vuelvan tan famosas como la Sinfonía española de Lalo.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Edouard Lalo: Sinfonía española Op. 21

Versión: Maxim Vengerov, violín. Orquesta Filarmonía de Londres. Sir Antonio Pappano, director

MAURICE RAVEL (1875-1937)

Dafnis y Cloé. Sinfonía coreográfica

Parte 1

  • Introducción y danza religiosa
  • Escena – Danza general
  • Danza grotesca de Dorcon – Escena
  • Danza ligera y graciosa de Dafnis
  • Escena – Danza de Lucéin – Escena (Los piratas)
  • Escena – Danza lenta y misteriosa

Parte 2

  • Introducción
  • Danza guerrera
  • Escena – Danza suplicante de Cloé

Parte 3

  • El amanecer – Escena
  • Dafnis y Cloé hacen una pantomima sobre la aventura de Pan y Syrinx
  • Danza general

 

Maurice Ravel en 1930

No cabe duda que la llamada “Sinfonía coreográfica” Dafnis y Cloé es una de las piezas más espléndidas, geniales, de máxima belleza y perfección en su arquitectura que se hayan concebido jamás. El “autor intelectual” de esta obra fue el ruso Sergei Diaghilev, quien como director de los Ballets Rusos en París, solicitó a Ravel la composición de un ballet inspirado en la famosa novela pastoral del poeta griego Longo (siglo II-III a.C). Pero antes de entrar en detalles sobre esta partitura, bien vale la pena hacer un poco de historia: Cuenta la mitología que Hermes tuvo una buena cantidad de amantes, entre ellas Perséfone, Hécate, Afrodita y varias ninfas. De la relación de Hermes con una de esas ninfas es que nace Dafnis, un bello e infeliz pastor siciliano nacido en las cercanías del Etna. Al ser abandonado por su madre, Dafnis crece entre los pastores y es amado por otra ninfa, de nombre Xenaea o Lyce. Ella le hace jurar fidelidad eterna so pena de quedar ciego. Dafnis, humano a fin y al cabo, sucumbe ante las tentaciones de la carne y le es infiel a su ninfa. Ergo, pierde la vista. Desde ese momento Dafnis sólo encuentra consuelo en la música y la poesía; por ello es que la mitología atribuye a este personaje la invención de la llamada poesía pastoral. Su triste vida culmina cuando él se precipita a su muerte al caer de una alta colina. En el lugar donde cae su cuerpo brota una fuente y todos los pastores veneran ese sitio al tiempo en que Hermes, su padre, conduce a su hijo a los cielos. Dafnis, como personaje mitológico, fue retomado –entonces- por el citado poeta Longo en un romance pastoral, género que él mismo creó al escribir Dafnis y Cloé. En esta obra somos partícipes del encuentro de esta pareja, de cómo se conocen paulatinamente, el nacimiento del amor entre ambos y la culminación en su matrimonio, todo ello en el ambiente pastoral de la isla de Lesbos.

Vaclav Nijinsky y Ravel al piano, repasando pasajes de Dafnís y Cloé (1912)

A partir, pues, de la obra de Longo es que el poeta renacentista Jacques Amyot realizó una traducción al francés, misma que fue tomada por Ravel como argumento del ballet solicitado por Diaghilev. Para Dafnis y Cloé se contó con la coreografía de Michel Fokine, así como del vestuario, escenografía y adaptación del argumento. Era 1909 y Ravel se entregó prontamente a la composición; sin embargo, la relación entre el músico y Fokine nunca estuvo en los mejores términos. Así, Ravel prefirió hacer su trabajo lo más lento posible (de 1909 a 1912). Sin embargo, aunque las críticas continuaban en el proceso creativo (“esto no es bailable”, decía Fokine), Ravel consiguió una partitura que, por un lado, rompió aquel maleficio de ser llamado un autor “de mezzoforte para abajo” y que nunca estaba identificado con obras de proporciones gigantescas. Dafnis y Cloé utiliza una orquestación colorísticamente impresionante, y un coro fuera de escena como apoyo. Su estreno en París el 8 de junio de 1912  en el Teatro Châtelet (tan sólo semanas después del estreno de La consagración de la primavera de Stravinsky) tuvo la participación de un grupo de artistas que (deportivamente hablando en nuestro tiempo) podría denominarse como “dream team”: encargo de Diaghilev, música de Ravel, coreografía de Fokine, diseños de León Bakst, dirección musical de Pierre Monteux, papeles protagónicos a cargo de Vaslav Nijinsky y Tamara Karsavina… ¡qué más se podría pedir!

Desde que Ravel intensificó su trabajo para Dafnis y Cloé le quedó muy clara la estructura que deseaba darle al ballet: “Mi intención es la de concebir un fresco musical vasto, que no tenga nada que ver con lo arcaico pero que si apele ala Grecia de mis sueños, que es muy similar a aquella imaginada por los artistas franceses al final del siglo XVIII.” Como se mencionó líneas arriba, el compositor tuvo en algún momento del proceso creativo de esta partitura sus asperezas con el coreógrafo. Es por ello que, al tomarse todo su tiempo para escribir esta música, poco a poco se fue olvidando de cómo podría verse en los pies de los bailarines y se concentró en su estructura musical. De tal suerte que, aunque en estricto sentido es un ballet, Ravel coronó a su creación con el título de “Sinfonía coreográfica”; claro está, no es una sinfonía, pero sí está apegada a los principios formales y tonales de una obra como tal.

El argumento de Dafnis y Cloé aparece en las primeras páginas de la partitura; su extensión es considerable por lo que, a manera de un resumen, podemos anotar tan sólo algunos aspectos de su continuidad. Cloé se encuentra en un lugar sagrado de la isla de Lesbos, custodiada y maltratada por Dorcón; ella ya había conocido al joven Dafnis y el amor comenzaba a aflorar en la pareja. Al verla asediada, Dafnis sólo puede sentir lástima por lo que a ella le ocurre, pero su desánimo va en aumento al tiempo en que Cloé es capturada por unos piratas, quienes festejan con una danza guerrera mientras la prisionera suplica por su libertad. Los piratas hacen caso omiso de las peticiones, pero el dios Pan escucha a la pobre Cloé y corre a rescatarla. Amanece… y en ese momento Dafnis y Cloé se reencuentran; hacen una pantomima de la aventura de Pan y la ninfa Syrinx, cuyo resultado fue el enamoramiento del dios y la salvación de Cloé; y finalmente los enamorados se abrazan y danzan en medio del regocijo general, en una auténtica orgía sonora.

Decorados originales de León Bakst para Dafnís y Cloé

Posterior al estreno de Dafnis y Cloé en París, la compañía de los Ballets Rusos llevó la obra a algunas “ciudades sin importancia” (en palabras de Diaghilev) como lo fue Londres (!!). Por cuestiones logísticas, se le “avisó” a Ravel que la parte de coro interno tendría que ser cancelada, lo que provocó tremendo berrinche en el compositor, quien escribió –con mucho estilo, eso sí- una carta a los ingleses repudiando su poca sensibilidad ante la creatividad de un compositor. Después del desaguisado Dafnis y Cloé, como ballet (o Sinfonía coreográfica), fue desapareciendo de las representaciones de la compañía de Diaghilev, pero el compositor no permitió que la partitura quedara en el olvido y organizó dos Suites orquestales, siendo la segunda de ellas la más tocada en todo el mundo y por lo que la historia de esta pareja transformada en sonidos aún es recordada por el público. Sin embargo, al escuchar de forma completa Dafnis y Cloé estará usted de acuerdo que, de principio a fin, esta música es como presenciar una aventura de proporciones épicas y, si se me permite un momento de cursilería, quizá también estaría cercano a presenciar la aurora boreal o un eclipse total de sol.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Maurice Ravel: Dafnís y Cloé. Sinfonía coreográfica

Versión: Coro y Orquesta Sinfónica de Montreal. Charles Dutoit, director.

JOAQUÍN TURINA (1882-1949)

Retablillo turinesco en dieciocho partes

Joaquín Turina de niño, tocando el acordeón (1887)

1.- Joaquín Turina Pérez nace el 9 de diciembre de 1882, bajo el signo de Sagitario (que bajo sus estrellas cobija a mayor número de compositores que otro cualquiera). Fue el asunto del parto en Sevilla, en la calle de Ballestilla –hoy de Buiza y Mensaque. Pocas veces –a decir de José Luis García del Busto- este dato biográfico –lugar de nacimiento- ha cobrado tanta significación en la obra de un compositor. “Sevilla… estuvo presente en la vida y obra de Joaquín Turina de modo constante, dejando su huella, su aroma, en todo momento.”

2.- Dijo –críptico- Claude Debussy en 1913: “Como Albéniz, Turina parece fuertemente impregnado de música popular; titubea aún en su manera de desarrollar y cree útil acudir a los ilustres proveedores contemporáneos. Creo que Turina puede pasarse sin ellos y escuchar voces más familiares.”

3.- Conferenció Lorca: “El cante jondo se acerca al trino del pájaro y a las músicas naturales del chopo y la ola; es simple a fuerza de vejez y estilización. Es, pues, un rarísimo ejemplar de canto primitivo, el más viejo de toda Europa, donde la ruina histórica, el fragmento lírico comido por la arena, aparecen vivos como en la primera mañana de su vida.”

4.- Cuando nació Turina, Wagner terminaba Pársifal, y moría al año siguiente. Y poco después Liszt. Durante su infancia aparece la Sinfonía de César Franck, el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, Falstaff de Verdi (ya pronto cadáver también), La verbena de la paloma de Bretón, La revoltosa de Chapí, los Gurrelieder de Schönberg, Pélleas y Melisande de Debussy, Salomé de Strauss, y también fallece Dvorák. Epoca incitante, ¿a poco no?

5.- Turina rápidamente aprendió a ser músico y sevillano. La enseñanza primera la recibe en el Colegio del Santo Ángel, y luego en el de San Ramón, donde se enfrenta al pentagrama y anexos. Dijo Tomás Borrás: “Turina iba, chavalillo y moreno, a la celda del anciano curita. La ventana al jardín del templo, sensual como de palacio moro, con su agua y sus limoneros y sus arrayanes. Y al mismo tiempo que las reglas de la solfa y la disciplina, escuchaba el rumor de Sevilla, su latido.”

6.- Ignoro si sea voluntario –no abunda en España el humor autocrítico-, pero en la música de Turina hay un desenfado y sonrisas que no se ocultan. En todo caso, he aquí algunos de los nombres que dio a sus obras (sin opus), con la intención de hacer reír un poco y a la vez cantar propaganda a su catálogo: Niñerías; Fea y con gracia; Yo soy ardiente, yo soy morena (Becquer); El castillo de Almodovar (no se imagine usted al famoso cineasta con la pléyade de sus chicas alrededor, cual castillo de Drácula, plis); Danza de los seises; Los dos miedos; La morena coqueta; Las locas por amor; La adúltera penitente; El Cristo de la Calavera; En la zapatería, y una inefable Farruca fugada

7.- Dijo –lapidario- Rodolfo Halffter en 1932: “Turina no sabe o no puede renovarse. Todas sus obras son iguales.”

Turina en París (1907)

8.- Dijo (antes) Manuel de Falla, en 1917: “El talento y el alto sentimiento artístico de que nuestro compositor ha dado brillantes pruebas en sus propias obras musicales garantizan cuanto pueda decirnos sobre el arte de la composición.” Y luego:

Manuel de Falla el gaditano

Con sus más altos respetos

Dedica este mamotreto

A Turina el sevillano.

Ya sabes tú bien, Joaquín,

Que estas cuatro piececillas

No son más que impresioncillas

Sin pies, cabeza ni fin.

Y en ellas, por consiguiente,

No hay de la musique, ni plan,

Ni même des jolis coins,

Como dice don Vicente.

…cuando le envía sus Cuatro piezas españolas.

9.- Fue en el segundo semestre del año 1918 que Turina compuso sus tres Danzas fantásticas, siendo que su estreno ocurriría en febrero de 1920 en el Teatro Price de Madrid a cargo de la Filarmónica de aquella ciudad bajo la batuta del “Profesor” Pérez Casas. La partitura, que don Joaquín ofrendó en su dedicatoria a su compañera sentimental de toda la vida, está basada en la novela La orgía de José Mas. Cada una de estas Danzas fantásticas cuenta con una introducción extraída directamente de la novela. Por ejemplo, en Exaltación (la primera de ellas) dice: “Parecía que las figuras de aquel cuadro incomparable se movieran en el interior del cáliz de una flor”; en Ensueño: “Las cuerdas de la guitarra suenan el lamento de un alma sin esperanzas bajo el peso de la amargura”; y en Orgía: “El perfume de las flores emergió sobre el aroma de la manzanilla, y de lo profundo de los cristales rebosantes de vino, incomparables como el incienso, alegría florida.” Según podemos notar por la estructura y el “aroma” de cada una de estas Danzas, Turina se basó en la música popular de diversas regiones españolas para darles cuerpo, respectivamente la Jota de Aragón, el Zortzico vasco y la Farruca andaluza, siendo que la danza llamada Ensueño contiene una exquisita y fragante melodía en 5/8.

10.- Escribió –convenenciero- el también crítico Turina: “¿Qué por qué hay un escándalo y gritos y silbidos? Pues porque están representando La consagración de la primavera. (…) Escucha: la música (…) está en embrión; las disonancias se amontonan unas sobre otras; los ritmos se superponen y la discordancia llega al summum… Pero no, lector amigo, no sabrás mi opinión, pues están aún recientes las cosas que se le dijeron a Wagner, y aún hoy día tengo yo un paisano que asegura muy serio que ‘entre Bellini y Wagner se queda con Meyerbeer’. ¿Quién sabe si dentro de diez años nos arrodillaremos ante Stravinsky como ante un genio? Y entonces, ¡oh lector!, cogerías esta croniquita y me pondrías las orejas calientes.” (1913)

11.- Sigamos con el repaso de las obras de Turina: Ráfaga; Tarjetas postales; Rima; Recuerdos de mi rincón; Naranjos y olivos; La florista; Las fuentecitas del parque; Fantasía cinematográfica; Nunca olvida; Lo mejor del amor; La alegre sevillana; La murciana guapa; Fantasía del reloj; Noches de verano en la azotea (chaca chaca con Turina, je je je).

12.- Investigando un poco, parece claro que Turina sí tenía un singular sentido del humor. En 1945 levantó el acta siguiente: “Con fecha 7 de febrero se constituye el Bloque Joaquín Turina, bloque fraternal y de elección cuyo fin es estrechar los lazos de máxima cordialidad y protección recíproca, a modo de una prolongación familiar. El bloque comprende tres grados: Ahijadas, Sobrinos y Lolitas.”

El elegantísimo Turina (ca. 1905)

13.- Si usted es cinéfilo y probablemente tenga esa extraña afición por enterarse de qué compositores escribieron para el Séptimo Arte me congratulo en informarle que Turina engrosa las filas de esos autores. En este sentido, un vistazo a su repertorio fílmico incluye: La hermana San Suplicio (1934; en realidad son fragmentos de su Sinfonía sevillana); Campamentos (1941); Primavera sevillana (1943); El abanderado (1943); Eugenia de Montijo (1944); Luis Candelas (1948); Una noche en blanco (no acabo la música pues se enfermó. De hecho, se puso muy malito; 1948) y La puerta abierta (1956; en donde se incluyen las famosas Danzas fantásticas).

14.- En 1920 ocurre el cenit de Turina como compositor, 29 años antes de morir. Siempre será para él una desgracia estética que luego de las tres grandes obras orquestales de entonces no haya logrado producir algo comparable –al menor. Tales creaciones, definitorias de Turina son las Danzas fantásticas, la Sinfonía sevillana y Sanlúcar de Barrameda.

15.- Ya mero acabo… no se desespere.

16.- Dijo –finalmente- Arthur Honegger en 1949: “Tuve la ocasión de volver a ver a Turina a mi regreso de Portugal en 1943, y guardo el recuerdo de la gentil y amable acogida que él me hizo. El autor de Sinfonía sevillana, La oración del torero y La procesión del rocío quedará como una de las máximas figuras de la música española.”

17.- Prosa salvaje. O: Simplemente Margot

José Manuel se enamora de Margot en un cabaret de París. Vuelto a Sevilla, se debate entre la pasión devoradora que lo ata a esa mujer –quien lo ha seguido hasta España- y su amor sincero y puro por Amparo, su novia. La cosa se complica hacia el final del acto segundo, cuando acierta a pasar –acto del destino- una procesión de la “madrugá” del Viernes Santo en Sevilla. Se oye, a modo de presagio, una saeta lejana. Diálogo tormentoso entre Margot y el indeciso José Manuel. Tambores a lo lejos. Más tensión. La Cofradíase detiene y se oye a Amparo que canta una saeta. José Manuel intenta huir pero Margot, desesperada, lo detiene. El galán huye al fin con su novia, y deja a Margot llorando sin consuelo, transida de dolor. Entonces, la Cofradíase pone en marcha y la Virgencruza triunfalmente la escena. (Sinopsis de Margot, primera obra de teatro musical compuesta por Joaquín Turina.)

18.- Olé.

 JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Joaquín Turina: Danzas fantásticas Op. 22

Versión: Orquesta Sinfónica de Bamberg. Antonio de Almeida, director.

LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770-1827)

Concierto para piano y orquesta No. 5 en mi bemol mayor Op. 73, Emperador

  • Allegro
  • Adagio un poco mosso (attacca)
  • Rondó: Allegro

Dibujo del rostro de Beethoven

 

“Hemos pasado grandes penas… desde el cuatro de mayo, he traído muy poco al mundo que sea congruente, tan sólo un fragmento aquí y allá. El curso de los acontecimientos ha afectado mi cuerpo y mi alma… La vida a mi alrededor es feroz, molesta, sólo hay cañones, soldados, miserias…”

Ese comentario fue escrito por Beethoven en la primavera de 1809 mientras en Viena ocurrieron acontecimientos terribles: las tropas de Napoleón Bonaparte (1769-1821) habían sitiado la ciudad y abrieron fuego sobre ella el 11 de mayo de ese año. Las expectativas de salvar el pellejo eran pocas, por lo que Beethoven tuvo que mudarse a casa de su hermano Kaspar (1774-1815), donde habitó por algún tiempo en el sótano y cubriéndose los oídos con almohadas para tolerar el sonoro estallar de los cañones. La desgracia vienesa no terminó ahí: la aristocracia en pleno, además de la familia real, decidieron huir dejando una impresionante desolación en la ciudad que –además- fue testigo de la muerte de Franz Josef Haydn (1732-1809) hacia los últimos días de ese fatídico mayo.

En ese tiempo de incertidumbre Beethoven escribió, en contraste a los acontecimientos, una obra monumental en todos los sentidos: su Quinto concierto para piano. Dicha obra resultó ser la síntesis del pensamiento beethoveniano en su impresionante catálogo pianístico, aunque su expresión estética continuó explorando dicho campo en sus Sonatas para piano hasta casi sus últimos años de vida.

En el Quinto concierto conviven desde el drama inherente en el Tercero hasta lo luminoso de su contenido casi mozartiano; igualmente, Beethoven comprendió y reafirmó el carácter expansivo que desarrolló en el Concierto No. 4. Por todo ello, el conocido como Concierto Emperador es una obra fascinante, originalísima, lírica, colmada de gozo, con un impecable sentido de la unidad y perfección.

No es curioso encontrar que la tonalidad en la que está escrito este Concierto sea la misma a la de la Sinfonía Heroica: mi bemol mayor. Con ello encontramos que la solución musical revolucionaria a la que accedió al componer esa Sinfonía vendría a aposentarse en varias de sus creaciones posteriores. En el caso del Quinto concierto encontramos paralelismos estéticos con la Heroica especialmente en el vasto primer movimiento en el que Beethoven delinea enormes pero estables frases, construidas con tal perfección que pueden entretejerse en diversas tonalidades sin caer en la incoherencia de un esquema de tales proporciones.

El pianista y compositor Friedrich Schneider, quien estrenó el Concierto Emperador de Beethoven como solista

Y si existe un paralelo con la Heroica en el primer movimiento podemos percatarnos de uno más en el movimiento lento, una pieza tan serena con carácter de un canto religioso: este motivo es el antecedente directo de las variaciones que aparecen en el Trío con piano Op. 97 llamado Archiduque y en la Sonata para piano en mi mayor Op. 109.

En el final del Concierto Emperador Beethoven liga con un brevísimo y casi inaudible episodio el segundo y tercer movimientos, proclamando el inicio de esa sección con el tema del rondó a cargo del piano solo y que nos transporta a una música genial, de brillantez ilimitada. Sólo antes de la conclusión Beethoven pinta una diáfana contemplación del piano acompañado por los timbales y desemboca en el magnífico cierre de la obra.

El 28 de noviembre de 1811 el pianista Friedrich Schneider (1786-1853) estrenó la partitura en Leipzig con la célebre Orquesta Gewandhaus de la que Félix Mendelssohn (1809-1847) fuera alguna vez director. La definición del crítico de La Gazeta fue: “uno de los conciertos más originales y efectivos, pero también uno de los más difíciles de todos los existentes.” De ahí, el Quinto concierto pasó a manos del excelso Carl Czerny (1791-1857) para ofrecer la primera presentación en Viena, misma que resultó algo desastrosa. Resulta que éste fue estrenado en un evento para la sociedad de damas caritativas; así, era obvio que las finas mujeres estuvieran más atentas a cuanta aria y dúo -plagados de florituras y trinos- que se tocaron, que al impresionante Concierto. Para no variar, Beethoven se puso furioso.

Bien conocido es el “apodo” que tiene este Quinto concierto (Emperador), aunque las causas de por qué se bautizó así no son claras. Francisco Agea (1900-1970) nos informa sobre este nombre que “a alguien le pareció adecuado para expresar el carácter grandioso y enérgico de la obra”. La partitura está dedicada al archiduque Rodolfo de Austria (1788-1831) quien fue mecenas y protector de Beethoven y –curiosamente- hermano menor del Emperador Francisco II (1765-1835). ¿Tendría algo que ver? Nadie lo sabe. Por lo pronto se ha dicho que al músico le fastidiaba el apodo ya que crearía sospechas sobre su afiliación napoleónica, pero el propio Rodolfo de Austria afirmó que era mejor considerar a este Concierto como el Archiduque, no obstante que el Trío antes citado ya poseía ese nombre. ¡Ah, vanidades de la aristocracia!

Lo que sí es de todos conocido es que con el Quinto concierto Beethoven abandonó la composición de obras para piano y orquesta (con la excepción de su Fantasía coral Op. 80) debido a razones comprensibles: él pasaba más tiempo componiendo en esos momentos que desarrollando su alguna vez afortunada y brillante carrera pianística, además de que los fantasmas de la sordera ya lo acosaban.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

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Ludwig van Beethoven: Concierto para piano No. 5 «Emperador»

Versión: Rudolf Buchbinder, piano y director. Orquesta Filarmónica de Viena.